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Ecuador nos enseña cómo enfrentar a los sindicatos docentes

Correa ha sido un presidente con quien no puedo sentirme más distante, pero en el terreno educativo es digno del mayor de los elogios

18 abril de 2017

Frente a los paros que se sucedieron desde inicios de marzo, es ilusorio pensar que los millones de niños afectados puedan recuperar las clases perdidas. La supuesta igualdad de oportunidades, que brinda la educación de excelencia para todos, no es más que una utopía.

Es imprescindible que, más allá de los justos reclamos docentes, los líderes sindicales no puedan volver a utilizar a nuestros niños de rehenes. ¿Cómo lograrlo?

Rafael Correa ha sido un presidente con quien no puedo sentirme más distante, pero en el terreno educativo es digno del mayor de los elogios pues ha llevado a cabo una reforma en Ecuador que no puede dejar de ser resaltada. El resultado de la misma constituye un importante legado, más allá de cualquier juicio de valor que podamos tener sobre el resto de su política de gobierno.

Correa, quien siempre ha sido tildado de progresista y alineado a ideas de izquierda, encontró una fuerte resistencia por parte de los sindicatos docentes. ¿Cómo la enfrentó? ¿Cuál ha sido su bala de plata?

En 2008, Ecuador reformó su Constitución Nacional incorporando a la educación como servicio público, prohibiendo por ende su paralización. La nueva Constitución, en su capítulo 4, sección segunda, artículo 35, inciso 10, señala: “Se reconoce y garantiza el derecho de los trabajadores a la huelga y el de los empleadores al paro, de conformidad con la ley. Se prohíbe la paralización, a cualquier título, de los servicios públicos, en especial los de salud, educación, justicia y seguridad social; energía eléctrica, agua potable y alcantarillado; procesamiento, transporte y distribución de combustibles; transportación pública, telecomunicaciones. La ley establecerá las sanciones pertinentes”.

Retornemos a nuestra realidad. Hace pocos días, Guillermo Castello, diputado provincial de Cambiemos en la provincia de Buenos Aires, propuso establecer la educación como un servicio público esencial: “Existe la posibilidad de declarar mediante una ley a la educación como un servicio público esencial, donde no se pueda hacer paro, donde los docentes tengan que estar frente al aula.”. En declaraciones radiales, Castello señaló que “en el proyecto decimos que entre nosotros debe privilegiarse el derecho a la educación de los chicos, sobre todo al primario. Establecemos que no se pueda parar la escuela, que se aseguren los 180 días de clases”.

Castello remarcó: “se trata de un proyecto que necesita ser consensuado tanto dentro de mi bloque como con el resto de los diputados”. Si bien en un año electoral no parece ser el momento propicio para alcanzar este tipo de acuerdo, lograr acordar una ley de estas características sería un primer paso de relevancia en pos de convertir la educación en una política de Estado, no de un gobierno específico.

Es por ello que es de fundamental importancia recordar que en 2014, al enfrentar el Gobierno de Daniel Scioli una secuencia de paros similares, el vicegobernador Gabriel Mariotto planteó la misma idea. En sus propias palabras, de aquel texto que elaboró en ese entonces: “La educación, y en especial la pública, es un servicio esencial en las sociedades democráticas porque permite la igualdad de oportunidades, favorece la cohesión social y es la base del progreso económico que da lugar al estado del bienestar. Por ello debe declararse a la educación un servicio público esencial y reglamentar el ejercicio a huelga en dicho sector”.

Mariotto enfatizó que “sin educación los niños no se forman, ni aprenden, ni se desarrollan como ciudadanos. Es por ello que, en su condición de derecho humano esencial, es también un servicio público esencial. Y por lo tanto su suspensión, aún en virtud de legítimos reclamos de los docentes, es en sí misma una vulneración al mismo derecho que el reclamo dice custodiar”. Más aún, fundamentó explícitamente su propuesta en la política del presidente de Ecuador.

Estamos frente a una posibilidad histórica: consensuar entre el oficialismo y la oposición una ley que defienda el derecho a educarse de nuestros niños, víctimas inocentes de las disputas de los mayores. Una ley cuya sanción no representaría un triunfo ni para el gobierno ni para la oposición, sino que transformaría la educación en una política de Estado. Una ley que representaría el comienzo de una nueva Argentina y que nuestros hijos, algún día, nos habrán de agradecer. ¿Quién puede dudar que vale la pena hacer el esfuerzo?

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