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Covid y tensión racial: un cóctel mortal para Donald Trump

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03 junio de 2020

Por Nicolás Solari Politólogo y director de RTD

Hace apenas unas semanas, Donald Trump se encaminaba hacia una más que probable reelección, propiciada por el buen desempeño de la economía y la presencia de un retador de baja intensidad como el octogenario Joe Biden. Luego todo se desmoronó.

Proveniente del corazón de la región central de China, el coronavirus viajó 12.000 kilómetros para golpear las puertas de la Casa Blanca. La reacción presidencial osciló de la negación a la resignación. En el debate entre economía y salud, Trump nunca se apartó de sus cálculos electorales. Mantener la economía en funcionamiento aparecía como el atajo más directo hacia un segundo mandato presidencial.

Sin previsiones sanitarias, el coronavirus atacó con inusitada fiereza a Estados Unidos, causando en un puñado de semanas más de 100.000 muertos, casi dos veces el número de víctimas norteamericanas acumuladas en toda la guerra de Vietnam.

Mientras el virus diezmaba las ciudades, los gobernadores y los alcaldes comenzaron a implementar unilateralmente medidas de aislamiento, suspensión de actividades y, finalmente, cuarentenas. El sector sociodemográfico más castigado por el parate económico fue el de los afroamericanos, los primeros en perder el empleo frente a la ralentización de la economía.

George Floyd tal vez no habría estado comprando cigarrillos aquel fatídico lunes si no hubiera sido despedido del restaurant donde trabajaba. El empleado del almacén tal vez no hubiera denunciado el billete presuntamente falso si hubiera tenido otros clientes que atender. La reacción social quizás no hubiera sido tan virulenta si la desaceleración económica no hubiera afectado especialmente a los afroamericanos. La tensión racial no se habría propagado tan rápidamente si Trump no la hubiera estado fogoneando desde hace cuatro años. El cóctel que transformó el asesinato de Floyd en una crisis social tiene múltiples y venenosos ingredientes.

Ninguno de ellos fue sin embargo tan tóxico como la actitud homicida de tres policías blancos asfixiando hasta la muerte a un negro esposado, tumbado y clamando piedad, tal cual quedó registrado en celulares y cámaras de seguridad. Las imágenes, multiplicadas en las redes, tuvieron el efecto de la bengala en un polvorín.

Una a una todas la ciudades importantes del país vieron emerger mareas de ciudadanos reclamando Justicia. Muchas de esas manifestaciones tuvieron epílogos violentos que incluyeron enfrentamientos cuerpo a cuerpo, vandalismo y saqueos. El Presidente nunca buscó el tono para aplacar los ánimos. Primero utilizó Twitter para replicar las palabras de mano dura que 50 años atrás un policía blanco había utilizado en un barrio negro de Miami, luego acusó a los manifestantes de terroristas y desestabilizadores, finalmente puso en alerta al ejercito con la amenaza de invocar la Ley de Insurrección Civil.

Incapaz de comprender la crisis que azota su país, los días de Trump al frente de la Casa Blanca parecen contados. El péndulo de la historia favorece ahora al oxidado Partido Demócrata, que deberá afronta la imprescindible tarea de transformar el descontento social en una avalancha de votos que ponga punto final a la carrera política del polémico Trump.

Tras los vaivenes electorales que pronto dominarán las tapas de los diarios quedará la irresuelta cuestión racial que atraviesa la historia de Estados Unidos. Sin políticas de inclusión y reparación será imposible cauterizar la herida que periódicamente amenaza con devorar el tejido social de la principal potencia del mundo.

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