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Los malditos de nuestra historia

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Carlos Leyba 02 abril de 2021

Por Carlos Leyba

Cuando está retomando la carga y se le suma la mutación viral de la pandemia, sus malas noticias son un cerco de peligro de nuestra geografía.

La pobreza marca un récord que concentra indigencia en el conurbano, el territorio de miserables disputas políticas y de las mayores consecuencias nacionales.

El Departamento de Estado de EE.UU. informa, en voz alta al mundo, los elevados niveles nacionales de corrupción en el poder (político, judicial, seguridad) y la consagración de la impunidad que no distingue colores políticos ni tramos de la historia o categorías criminales.

Lo sabemos. Lo sufrimos. Todo ese agobio, incluye como doctrina, la justificación de la abolición de la pena, presuntamente “progre”, que logró imponer Raúl Zaffaroni, el juez al que ascendió la Dictadura y cuyo estatuto juró. Estamos tapados de contradicciones.

Estamos lejos de “estar bien”.

Pandemia, pobreza y un sistema de Justicia doloroso forman un triángulo de las Bermudas del que nos debemos alejar. No es lo único. Pero es lo que nos coloca en frente la noticia de la realidad.

No estamos bien porque la cuestión sanitaria nos encuentra relativamente indefensos. No es consuelo que no estemos más indefensos que lo que lo están lugares prósperos del planeta.

No estamos bien porque la cuestión social nos tiene acorralados y en un lugar complejo en términos planetarios: abundancia en producción de alimentos y una ingeniería social perversa que hace difícil lograr la alimentación saludable de más de la mitad de los más pequeños de nuestros niños.

No estamos bien y sin seguridad que, en esta vida, la Justicia llegará a los extremos que nos asolan.

No llegará al motochorro que mata por una cartera flaca del suburbio. Y tampoco a las altas esferas de las que hablamos todos los días y de otras de las que hablamos poco. Con precisión quirúrgica, José Claudio Escribano, en reportaje de Carlos Pagni, a raíz de un comentario sobre Mauricio Macri, más o menos dijo que Macri era hijo de la corrupción estructural. Esa de la que en esta columna hemos hablado hasta el hartazgo: la nueva oligarquía de los concesionarios, los nuevos ricos que se apoderan de recursos de la comunidad para montar fortunas escandalosas y exhibicionistas, al tiempo que la pobreza se acelera. Dinero a base de secretos de alfombras, generado sin olor ni de sudor industrioso ni de bosta rural.

Nombre y apellido de escandalosas fortunas de los últimos 30 años cuando estalló la pobreza.

Las viejas fortunas de la tierra y de la industria, se hicieron en la prosperidad del país y no como estas surgidas de la nada en las décadas de la decadencia. ¿Cómo? Deberíamos tenerlo en cuenta.

No estamos bien. Pero, acaso, ¿vamos bien?

La respuesta, como diría Julio Argentino Cobos, “no es positiva”. Cobos no fue, vaya paradoja, el único vicepresidente que le torció el brazo al Presidente.

El voto de Cobos fue un veto que inclinó la balanza de la historia y evitó una catástrofe a la que ciega, respecto de la realidad social, nos dirigía Cristina Kirchner alentada (¡que notable!) por el hoy opositor Martín Lousteau.

Una lección que alguien debería imitar en los días que corren. Vetar el desbarranco.

En nuestra Argentina hay impunidad ante la propia historia. Una deriva del galimatías que genera la capacidad idiomática del castellano en el que “ser” es distinto del “estar”.

Digresión: algunos políticos dicen “ser” de un espacio (ahora así se llama) y se permiten “estar” en el espacio contrario. Ir y venir. Alberto, ¡cuanta confusión! Alguna política no se preocupa por la coherencia del “ser” sino por las mieles del “estar”. Eso también enferma a la sociedad. Volvamos.

La peste es una desgraciada importada. Casi nadie pudo evitarla.

A pesar de las muchas fallas que cometimos, no la hemos enfrentado tan mal.

Una reflexión de Semana Santa podría obrar el milagro que todos los que algo tienen que decir acerca de esto, puedan dialogar acerca de los modos de “tratar” y morigerar los efectos de la pandemia.

Conversaciones apacibles sobre la mucha opinión fundada sobre tratamientos sólidos posibles, hasta que la vacuna genere esa inmunidad de rebaño que sería el principio del retorno a la normalidad.

¿Serán también posibles conversaciones apacibles acerca de la solución de los males que nosotros hemos generado? ¿Acerca de la marea de pobreza o la tragedia de la impunidad (toda la impunidad) que ha mutilado los brazos de la Justicia?

Ninguno de estos dos males gravísimos son la consecuencia de una invasión externa. Son consecuencia inexorable de nuestras decisiones políticas. Entonces, ¿qué deberíamos cambiar?

Pero mientras que, para la búsqueda de la inmunidad de rebaño, hay un consenso dominante que apuesta a las vacunas con el proviso de no abandonar sine die los cuidados y el distanciamiento social; para esos otros males, que, aclaremos, no son los únicos que nos hacen “estar mal”, no existe ni remotamente por ahora la posibilidad de un consenso y ni siquiera la disposición al diálogo verdadero. ¿Nada nos conmueve ante la inmensidad de las consecuencias nefastas posibles?

No visualizamos propuestas para transitar, con alguna certeza, una vía que nos lleve a buen puerto. Un puerto en el que todos podamos embarcarnos sin exclusiones.

La renuncia de Marcela Losardo fue la manifestación de la renuncia de Alberto Fernández a sostener una mirada distinta sobre la Justicia a la de Cristina Kirchner o el Instituto Patria.

Cristina procura obtener cambios en el sistema o en las personas, que permitan la definición de su inocencia en todas las causas en la que la Justicia la persigue desde que ella ejercía la presidencia. En aquél entonces se iniciaron los procesos, se realizaron las denuncias y acumularon las pruebas.

Las decisiones dependen de la virtud de los jueces. La virtud se alimenta de imparcialidad y capacidad de resistir a las presiones ajenas a las pruebas.

Claro que si los jueces son mis abogados o mis correligionarios, la imparcialidad no está garantizada. Y si quienes deben juzgar esas decisiones judiciales, a su vez, tienen posición tomada, la resistencia será de corta duración.

El Instituto Patria aspira a instalar una Justicia que procura el abolicionismo tanto para el motochorro como para, en la práctica, el mega chorro.

El fundamento ideológico es que el capitalismo es insanablemente inmoral y debe ser “saqueado” por arriba y por abajo, para poder ser vencido.

Néstor sostenía de manera transparente que era necesaria una nueva “burguesía rica y progresista”. Los métodos para lograrlo pasaban por apropiarse, sin costo, de recursos abundantes. Así surgieron los Eskenazi comprando YPF, con utilidades de YPF y los planes de la AFIP para garantizar el flujo de dinero gratuito para acumular capitales “liberadores”. Eso ocurrió gracias a Néstor.

Siempre hay “otro lado de la luna”, aquel que creemos o queremos, no ver.

Por ejemplo la inseguridad es la contra cara de la ausencia de Justicia. Toda la cuestión de la Justicia es parte del dilema de la “inseguridad” y es consecuencia de la “debilidad del Estado”.

Esa “debilidad” que nos enferma, es consecuencia de la ausencia de un “consenso de Nación”.

La ausencia de un nosotros común, es lo que construye a “los otros” como el enemigo necesario.

Sin Nación, sin idea de trayectoria común, no hay Estado. Puede haber gobierno, una manda transitoria.

Sin Estado, o Estado débil, el gobierno transcurre a la defensiva. El gobierno como combate es al que, en combate, se le procura su reemplazo.

Toda la cuestión de la Justicia, el mensaje en alta voz del Departamento de Estado, no dice nada nuevo.

Es la consecuencia de la debilidad del Estado que es la deriva de la ausencia de Nación. Nada mas difícil de resolver.

Porque en la lógica del problema, que ausenta la solución, está la aniquilación del adversario. La supresión de la alternativa. ¿En eso estamos? ¿Somos conscientes?

Toda la temática de la inseguridad y de la justicia, es la contra cara de esa debilidad de la existencia del Estado y de la ausencia de Nación.

Detrás de la pobreza que nos consume, la exclusión activa de una manera de vivir que reconocemos como propia, está el proceso siniestro de concentración de las últimas décadas, construido sin producción y sólo con apropiación, que no es lo mismo.

La exclusión de más de la mitad de los niños y casi la mitad de los argentinos, es hija de la debilidad del Estado y de la cooptación saqueadora de los gobiernos y sus políticas.

¿Cómo procurar el bien común presente y de largo plazo, con un Estado existencialmente débil?

La pobreza no ocurrió de golpe. El proceso se arrastra desde hace más de cuatro décadas. Partimos de 800.000 pobres, el 4% de la población. La acumulación sistemática la llevó a casi 20 millones. Y 42% de la población.

No nos llegó de golpe. Fue una enfermedad silenciada que se acumuló sin pausa, al mismo tiempo que se generaban fortunas súbitas del estancamiento mediante el saqueo del Estado, como señaló Escribano.

Esa concentración responde a un pensamiento que procura demostrar que el modelo económico que había logrado incluir al 96% de los argentinos estaba equivocado.

Aquel modelo había comenzado, con los conservadores, como respuesta a la inviabilidad de la especialización en las materias primas para financiar el crecimiento. Un modelo cuyo éxito quedó demostrado en 30 años de Estado de Bienestar con crecimiento económico, diversificación productiva e inclusión social.

Primero, con las armas, lo atacaron los guerrilleros que querían instaurar el socialismo y, en la práctica, lo liquidó la Dictadura con el pretexto de terminar con la guerrilla. Se instaló el Estado de Malestar en el que la pobreza y el extravío de la Justicia son consecuencias.

Sembraron la muerte, el estancamiento y la exclusión, al tiempo que se formaban condiciones para forjar fortunas súbitas en la decadencia colectiva.

La pandemia agrava las cosas, pero si no empezamos a resolver la pobreza y la justicia, seremos parte de las generaciones que perdieron una Nación de progreso heredada de los mayores. Seremos los malditos de la historia.

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