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La reencarnación de un Sultán

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11 septiembre de 2020

Por Pedro Ferrario  Licenciado en Relaciones Internacionales de la UCA

Turquía se caracteriza por ser un país con una dualidad en constante pugna. Estas dos miradas se conocen como el kemalismo y el neo-otomanismo: un laicismo europeo liberal versus un islamismo conservador dictatorial, respectivamente. Pero con la llegada de Recep Erdogan, esta doble tendencia se está acabando.

Hacia finales del Siglo XIX, el Imperio Otomano era conocido como el “enfermo de Europa”: estaba siendo derrotado en todas las batallas que participaba y el cemento que juntaba a todas las etnias se hacia cada vez más blando. La necesidad de un cambio se hizo evidente en la derrota de la Primera Guerra Mundial. El país, avergonzado, toma fuerzas para una última batalla revanchista conocida como la Guerra Greco Turca, que dará fin al imperio reencarnando como un nuevo Estado en 1923: la República de Turquía.

El cambio había sido promocionado por Mustafá Kemal Atatürk, también conocido como el padre de la patria turca. Una vez en el poder, inició una serie de cambios radicales, culpó al islamismo del deterioro en el que se encontraba el país y reconocía en las potencias occidentales un avance ejemplar. Por ende, empezó una serie de reformas asimilando instituciones europeas y dejando de lado la religiosidad oriental.

Pero a principios de los 70', más específicamente con la Operación Atila en 1974 por conquistar la isla de Chipre, el país empieza a reivindicar el movimiento conocido como el neo-otomanismo. Una ideología que considera a Turquía como heredera del Imperio Otomano y, como tal, debe ejercer una mayor influencia en todos los antiguos territorio que le correspondían. Este movimiento, incentivado por volver a los orígenes del Islam y el Califato, comienza su carrera de influencia en Asia Central, el norte de Africa y los Balcanes.

Al principio tuvo muchos tropiezos por no ser un país relevante a nivel político, social y económico. Pero el Siglo XXI cambió la perspectiva con la llegada del Partido de la Justicia y Desarrollo con Erdogan a la cabeza, que empezó la construcción de la Gran Turquía mediante el uso del neo-otomanismo.

Turquía se encuentra geopolíticamente en una posición privilegiada. Por un lado, controla los estrechos de Bósforo y Dardanelos, que sirven de conexión entre el Mar Negro y el Mediterráneo. Por eso, el gran interés de Rusia por ser su aliado. Por otro lado, es el canal de paso entre Medio Oriente y Occidente. La Unión Europea cerró un acuerdo en 2016 con una suma significante de dinero para usar a Turquía como un “muro” para contener el flujo de los refugiados sirios.

Erdogan ha sabido aprovechar beneficiosamente su territorio para generar importantes alianzas que ha dotado a su país de gran relevancia. A nivel interior también ha logrado signantes cambios económicos poniendo fin a la inflación histórica en la que estaba sumergida. Se considera al país como uno de los que tienen mayor crecimiento en el último siglo gracias a la fundación de importantes empresas estatales como así también la promoción del turismo.

El bienestar de su política interna como política externa le han dotado de gran prestigio y apoyo a Erdogan, lo que le dará pie para que, en 2018, convierta al sistema parlamentario en hiperpresidencialista tras un referéndum constitucional que dota al Presidente de una gran concentración de poder a nivel ejecutivo, judicial y legislativo, así como también un control total en lo económico y lo militar.

Con un poder sin límites, Erdogan está logrando generar importantes cambios tanto adentro como afuera de su país rompiendo con lo establecido, haciendo renacer entre las cenizas al viejo Imperio Otomano. Desde sus principios en la política se mostró en contra de los principios de secularización promovidos por Kemal y, por causa de eso, pasó 10 meses en prisión cuando era alcalde de Estambúl. Pero ahora ya con todo el poder concentrado puede convertir en acto aquello que deseaba en potencia desde que era alcalde: poner fin al kemalismo.

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