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La reactivación exige más que el acuerdo por la deuda

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Héctor Rubini 06 agosto de 2020

Por Héctor Rubini Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

El acuerdo con los bonistas ha sido recibido con razonable euforia por las autoridades. Al menos eso se ha transmitido a los mercados, que a su vez reaccionaron favorablemente. Nada nuevo para cualquier operador más o menos experimentado. Hay margen para nuevas subas en los próximos días, pero todo puede quedar en no mucho más que en el ajuste de precios percibidos como “atrasados”. Para que la euforia sea sostenible se requieren más señales que permitan consolidar expectativas de crecimiento económico, solvencia fiscal y aumento permanente del stock de reservas internacionales del BCRA.

La dinámica poscrisis cambiaria no luce muy favorable en ese sentido, y exigirá una ardua negociación con el FMI para que no precipite un calendario de cobro exigente. Un acuerdo razonable exige postergar el núcleo de los pagos al organismo al menos para después de 2030. ¿Accederá el organismo? ¿Tendrá esa paciencia y consideración el decisivo G-7? Es difícil saberlo hoy.

Pero por el lado interno aparecen desafíos que se viene postergando, y que ahora exigirán definiciones. Más allá de declaraciones periodísticas de ocasión, el Gobierno debe mostrar un programa económico, “plan”, o como se lo llame. El principal componente inicial será el proyecto de ley de Presupuesto 2021. La emergencia del Covid-19 ha destruido todo atisbo de “equilibrio” fiscal. Pero nada indica que ello pueda revertirse en el corto y mediano plazo. Evitar una caída masiva de la actividad es la prioridad, tanto para la estabilidad macro como para la estabilidad política. ¿Cómo financiar mayores subas de gasto asistencial sin tomar deuda? ¿Cómo reactivar la economía sin reducir la carga tributaria? ¿Cómo inducir una baja fuerte del riesgo país a niveles en torno de 500 puntos básicos o menos después del “episodio Vicentin”?

La situación no parece ser favorable para salidas no keynesianas. Al menos el clima interno no está para cuarentenas indefinidas. Pero tampoco para el desfinanciamiento de empresas ni para agudizar la iliquidez de ocupados, desocupados, monotributistas y jubilados.

El ancla antiiinflacionario es doble: tipo de cambio y tarifas públicas. El primero seguirá controlado por largo tiempo. Al menos mientras no haya un boom de confianza y de inversiones. Por el lado de la demanda externa no se puede esperar un salto exportador vía China, que recién se reactivaría en serio a partir del año próximo, pero nadie pronostica crecimiento a dos dígitos ni precio de la soja en torno de U$S 650 por tonelada. Y una reactivación del mercado interno forzosamente conduce a un aumento de importaciones. ¿Volvemos al escenario de 2016- 19, entonces? ¿Cómo evitarlo? ¿Una devaluación asoma como necesaria, pero quien garantiza que no dispare expectativas inflacionarias y una eventual corrida a bienes y a moneda extranjera? El nivel de emisión de dinero y de pasivos cuasifiscales del BCRA no deja margen para aventuras que destruyen el salario real y pueden complicar las aspiraciones electorales del oficialismo para el año próximo. Desanclar tarifas podría evitar cortes de suministro y las ineficiencias que los servicios públicos mostraron entre 2003 y 2015. Pero si bien permitiría reducir subsidios a las empresas para sostenerlas, obligaría a mayores subsidios a los consumidores impedidos de pagar tarifas exorbitantes (e inflacionarias). ¿Qué hacer?

Los caminos asoman conflictivos. Naturalmente es necesario lograr consensos y si en algo se ha perdido tiempo es en la idea de que un Consejo Económico y Social vale la pena ser anunciado, pero no implementado. La pugna entre sectores ganadores y perdedores potenciales puede complicar el escenario político y erosionar los apoyos que el oficialismo está tratando de afirmar rumbo a los comicios del año próximo. Pero también las bases para retomar un razonable crecimiento coherente con una mejoras permanente (y creíble) de las cuentas fiscales.

La reactivación del mercado interno es imperiosa. Con o sin mayores contagios y muertes, la convivencia y la amenaza del Covid-19 es irreversible. Reactivar la economía urge para sostener la actividad, el empleo y la estabilidad política interna. Mejorar los números externos vía exportaciones (sobre todo no tradicionales también).

Pero lo primer exige salarios y asistencia por montos mayores, que exigen emisión monetaria aun mayor a la actual. Los segundo, probables ajustes tarifarios y sobre todo del tipo de cambio, que conducen a más inflación y a la destrucción de los ingresos reales de asalariados y jubilados. ¿Cómo conciliar objetivos, instrumentos y restricciones sin consensos con otros sectores y con el retorno del fantasma de las expropiaciones, o “sugerencias” de reformas constitucionales mientras la sociedad no termina de digerir el avance del Ejecutivo para reformar el sistema judicial?

Panorama difícil, complicado y con disfuncionalidades inevitables que deberán resolverse más temprano que tarde. No sólo por exigencia (inevitable) de un plan por parte del FMI a la hora de renegociar la deuda de Argentina con dicho organismo sino por los signos visibles de derrumbe económico y anímico de buena parte de la sociedad. Algo que se deberá revertir de alguna forma si se quiere preservar un mínimo de credibilidad para retomar una senda de mayor crecimiento y estabilidad, y con menor incertidumbre que la que se observa en los últimos meses.

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