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La OPEP del gas en la era de Vaca Muerta

30 diciembre de 2019

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

A principios de diciembre, un experimentado analista del Programa sobre Energía y Seguridad Nacional del Centro para la Estrategia y Estudios Internacionales (el CSIS) con sede en Washington, se preguntaba, con obvia ironía, “si (por fin) llegó el momento de formar la OPEP del gas”. La referencia era una clara alusión al sempiterno y poco creíble planteo de agenda que, desde 2006, integra las declaraciones rutinarias del Foro de los Países Exportadores de Gas (conocida por su sigla inglesa GECF).

Aunque la columna suscripta por Nikos Tsafos, es la clase de sacudón que habitualmente permite acicatear las terminales nerviosas de la gente del oficio, cofradía que no me incluye, esta vez los sismógrafos no registraron vibraciones telúricas de interés. Semejante pasividad puede surgir de la prudencia o del poco entendimiento que existe acerca de la nueva realidad energética.

Tal realidad incluye la noción de superar los daños que provienen de la inacción colectiva ante distintos y complejos problemas. El análisis del CSIS sólo confirma que existen hechos no tradicionales y que su presencia originó cambios que afectaron al mercado del gas, donde se impusieron las nuevas tecnologías; una creciente, abundante y diversificada oferta como la que se insinúa en la producción de Estados Unidos, de Vaca Muerta y otros desarrollos cuyos avances podrían determinar otro enfoque en los negocios de exploración, explotación y comercialización. El tema de fondo son los precios internacionales y los débiles incentivos que determinan los niveles de pujanza y actividad que requiere la tecnología de esta industria.

El escenario también induce a elegir los botones que cabría tocar para el logro de un repunte de precios o tarifas que no suponga una sucesión de desbarajustes sociopolíticos un tema, los desbarajustes, sobre los que la dirigencia argentina puede dar cátedra.

Los aspectos salientes desde el punto de vista técnico y comercial se refieren a que el desarrollo del LNG, dice Stafos, al igual que los de ciertas operaciones petroleras, hoy permiten abastecer casi de inmediato las necesidades de algunas áreas de gran consumo. Antes el mercado del gas dependía estructuralmente, como en parte aún sucede, de los contratos a largo plazo y, por lo tanto, ambos productos hoy tienden a ser más sustitutivos entre sí para diversos usos, como la generación de energía. La baja actividad económica global que nos regalan las guerras comerciales de Donald Trump, afectó la demanda y agravó la sobreoferta de gas que aplasta los precios. El nivel de precios también es víctima de las manipulaciones oficiales basadas en la seguridad nacional de Estados Unidos, las que sirven de excusa para restringir o complicar los acuerdos energéticos con el resto del mundo. En Washington hay quien piensa que abaratar la energía de otras naciones, implica fortalecer la capacidad competitiva de terceros a costa de restringir la propia, concepto que suele atar la mano de sus gobernantes. En nuestro país esta discusión no es parte del interés colectivo.

El otro tema que incorporó al debate Tsafos, son las regulaciones sobre prácticas monopólicas las que, a su juicio, suelen ser actos teatrales en Estados Unidos y solemnes política de Estado en la Unión Europea. Semejante descripción atenta contra la lógica, porque quienes necesitan importar se guían, consideraciones estratégicas aparte, por la avaricia de comprar barato.

Pero hoy las decisiones deben incorporar otra cultura global. El débil y hasta el momento ornamental Acuerdo de París sobre Cambio Climático, y la resolución Europea de llegar al 2050 con nivel neto de emisiones igual a cero o neutro, replantea la versión ombliguera de la industria. El futuro de la energía no permite ignorar la vocación de reemplazar, lo antes posible (concepto ambiguo), la energía que proviene de insumos no renovables a pesar de su actual abundancia y bajo costo relativo (me refiero al carbón, el petróleo y el gas). En este debate, los incentivos económicos podrían verse limitados por consideraciones ambientales y climáticas. Lo que no es discutible, es que hay que mitigar el Cambio Climático antes de que ese cambio limite o termine nuestras vidas (se sugiere mirar, entre otros, los videos de la región amazónica, de California y de Australia).

Hablar con ese lenguaje durante el feudo de Trump no supone una buena inversión del tiempo. Si bien Washington subsidia y protege a cara descubierta el etanol doméstico basado en el uso de materias primas de primera generación (insumos agrícolas como el maíz y medidas ilegales en frontera) y mantiene arbitrariamente fuera de su mercado a los competidores extranjeros (Brasil, Argentina e Indonesia por ejemplo), al mundo no le queda más remedio que hallar la forma de reintroducir las decisiones de la Casa Blanca en alguna jaula legal. ¿Pero es eso posible con el músculo de una Organización que eligió como sede Teherán y carece un árbitro de precios como Arabia Saudita?

Del lado de los compradores o consumidores está el hecho de que Europa y Asia dependen, en medida estratégica, de la oferta rusa, con cuyo gobierno el Viejo Continente tiene un asuntito sin resolver desde que Vladimir Putin ocupó militarmente Crimea. No por nada, las relaciones políticas, económicas y energéticas (debería incluir las militares, pero ese no es mi tema) entre Moscú y Beijing, se están endulzando a altísima velocidad.

La breve reflexión del analista del CSIS no omite el poner de manifiesto que el escenario global nunca resultó tan favorable para una OPEP gasífera, ni tampoco tan brumosa para su posible concreción. El tema siempre estuvo y seguirá en la agenda, pero esos gestos nunca movieron el amperímetro. Tsafos no explica que el GECF agrupa a Argelia, Bolivia, Egipto, Guinea Ecuatorial, Irán, Libia, Nigeria, Qatar, Rusia, Trinidad y Tobago, los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Venezuela. Además, cuenta con siete observadores que son Azerbaijan, Irak, Kazakhstan, los Países Bajos (ex Holanda), Noruega, Omán y Perú. Esto nos devuelve al debate del elefante en el salón. Y ¿qué deberían hacer las potencias gasíferas ajenas a la membrecía del GEFC ante las aludidas cuestiones?

La historia de la administración de la oferta para regular los precios del petróleo nació paulatinamente bajo la inspiración del venezolano Juan Pablo Pérez Alfonso quien protagonizara, junto a los representantes de cuatro países, la idea de formar, en 1960, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP, en inglés OPEC). Tras mucho tiempo de maceración, sus catorce miembros se aliaron en esta etapa con Rusia y otros países, con la brújula puesta en lograr que la industria gane algunos centavitos con sus decisiones de tinte monopólico sobre el volumen de la oferta y las metas de precios.

De este modo la OPEP precedió a la tesis que levantara Raúl Prebisch al impulsar la creación de la UNCTAD. Ésta última organización recién emergió a fines de 1964 y concentró varios de sus objetivos en el deseo de crear mecanismos orientados a defender el precio internacional de las materias primas que exportan las naciones en desarrollo (por esos tiempos muy subvalorados; en esa instancia cobró mayor vitalidad la visión del deterioro de los términos de intercambio, un enfoque que hoy es corriente en la Dirección General de Agricultura de la UE).

Varias crisis después de 1973, el debate sobre los precios e ingresos sujetos a SM prendió en la clase política de los países pobres, cuyos gobernantes eligieron despilfarrar sin límite la lluvia de dólares que proveyeron los crecientes precios del petróleo a partir de la Crisis de 1973 y de muchos brotes verdes como los registrados en el Siglo XXI (cuando el barril llegó a costar, por un tiempo, US$ 150 y la soja llegó a oscilar, hasta la segunda mitad de 2014, en la banda de los US$ 540 a US$ 580 la tonelada).

¿Y en qué consiste la tal actividad de la OPEP? Básicamente en abrir y cerrar a tiempo, en forma armónica y coordinada, la canilla de la oferta global de petróleo para garantizar precios remunerativos, un ejercicio que no siempre incluye la noción de tomar en serio la multiplicidad de intereses de las naciones importadoras.

El G20, del que Argentina forma parte, solía abogar por la completa eliminación de los subsidios a los combustibles fósiles, cosa que en los últimos años el foro dejó de lado para no irritar a la delicada sensibilidad política de Trump, quien suele decir que el Cambio Climático no existe o que es un ficticio relato de la comunidad científica internacional, inclusive la de su propio país.

En lo que no piensan seguido los importadores netos de energía, es que los gobiernos exportadores de petróleo se acostumbraron a usar una porción gigantesca de los ingresos generados por la venta de insumos energéticos para financiar faraónicas inversiones públicas, de modo que si no entran suficientes recursos, esos Estados entran en pánico y en pseudobancarrota. Algo muy parecido a lo que sucedió en la Argentina cuando bajaron los precios de exportación del yuyito (la soja) y otros commodities agrícolas.

Ese gerenciamiento de la oferta (supply management o SM) es una tarea mucho más difícil de lo que parece. Hasta hace un par de décadas, el SM era considerado una plaga económica a combatir, cosa que Estados Unidos y los Miembros del Grupo CAIRNS (Argentina entre ellos) solían denunciar como una modalidad de sostén de precios.

En 2018, los Miembros de la OPEP tenían el 79,4% de las reservas probadas de petróleo del planeta y siete de ellos (Venezuela, Arabia Saudita, Irán, Irak, Kuwait, Emiratos Arabes Unidos y Libia), concentraban más del 90% de los inventarios de esa Organización. A su vez, los países no Miembros de la OPEP poseían el 20,6% restante. El dato estratégico y político de este negocio, es que el Medio Oriente todavía controlaba el 64,5% de las reservas de la OPEP.

La pregunta que surge de estos datos es casi infantil: ¿puede la Argentina devenir en gran productor y exportador de gas, sin voz ni voto en estos debates? Quizás el lector me ayude a pensar.

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