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La crisis de la crisis de confianza

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08 septiembre de 2020

Por Pablo Mira Docente e investigador de la UBA

La recomendación de “crear confianza” se ha vuelto un mantra en la discusión macroeconómica. En esta columna argumento que, esbozada sin las suficientes precisiones, la observación tiende a crear más interrogantes que respuestas y que, por lo tanto, no ayuda a esclarecer las dificultades reales que enfrenta la economía argentina.

En buena medida, la ineficacia de la proposición proviene de su escasa depuración. Planteado en seco, el argumento no tiene rival retórico. No existe, hasta donde conozca, ninguna teoría que sostenga que una solución factible a un problema macroeconómico sea provocar desconfianza. De ese modo, la expresión se presenta irrebatible desde el vamos. Esta es una desventaja porque al no contar con alternativas lógicas, debe aceptarse que la recomendación no se lleva a la práctica por razones poco sensatas. ¿Por qué alguien no habría de aplicar políticas para crear confianza? (Una analogía sería la de promover sin mayor aclaración políticas que propicien el empleo, dejando a las alternativas en la posición retórica de que buscan el objetivo contrario).

La respuesta a la pregunta es, claro, que las políticas destinadas a erigir confianza tienen implicancias que la expresión resumida no explicita. Esta es otra debilidad del argumento que esconde tras su manto de irrefutabilidad posibles costos. Quizás aumentar la confianza requiera redistribuciones indeseadas que provocan la reacción de los perjudicados, y los nuevos conflictos podrían terminar creando un ambiente peor al inicial. La exigencia tampoco suele manifestar con claridad quiénes son los beneficiarios directos de estas políticas. De igual modo, las medidas pro-empleo pueden afectar el desenvolvimiento de las empresas, o afectar las cuentas públicas, produciendo un efecto opuesto al deseado.

Una interpretación alternativa de la frase (de nuevo, la mayoría de las veces no explicitada) refiere a la necesidad de alinear las expectativas de los agentes proporcionando información clara y consistente acerca del sendero futuro de la política económica. Si bien este punto es atendible, un examen ulterior nos deposita en el terreno pantanoso del establecimiento de un conjunto de compromisos, algo que ya hemos discutido con algún escepticismo en otras columnas (reglas versus flexibilidad, planes económicos). En estos casos, la prevalencia de las estrategias que establecen obligaciones rígidas por sobre la opción de contar con grados de libertad para actuar no siempre se justifica, en especial en un período de alta incertidumbre como el presente. Sencillamente no existe un manual escrito que respetar, y por lo tanto es necesario analizar cada situación por separado.

Otro aspecto inquietante de la insistencia en la confianza es lo poco que sabemos los macroeconomistas sobre esta cuestión. En definitiva, la confianza contiene aspectos psicológicos (y sociológicos) que la profesión ha resistido incorporar a su acervo de conocimiento hasta hace muy poco. Si bien la confianza y las expectativas son variables indiscutibles de las decisiones económicas, los mecanismos que las determinan o las modifican han sido poco estudiados. Nuestra escasa experiencia acerca de la confianza tal como aparece en el mundo real nos ha obligado a adoptar supuestos simplificados sobre su proceso de determinación.

Entre su aspecto superficial, sus ambigüedades y el conocimiento rústico de su funcionamiento, el reclamo genérico de políticas para crear confianza no cumple su rol más importante, que debería ser el de contribuir a pensar alternativas que permitan una discusión organizada de las dificultades coyunturales y estructurales que enfrenta nuestro país. El abuso del argumento no hace otra cosa que fortalecer la sospecha de que su objetivo es presentar al interlocutor como un analista sofisticado, pero que al eludir sus pormenores deja afuera aspectos claves de una economía que presenta disyuntivas en cada todos y cada uno de sus contornos.

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