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¿Una moneda única con Brasil?

11 junio de 2019

Por Pablo Mira Docente e investigador de la UBA

Cada par de décadas resurgen las ideas “originales” que proponen el reemplazo de la moneda local por otra más sólida. En los últimos días, y coincidiendo con la visita del presidente de Brasil, se mencionó la posibilidad de unificar la moneda aquél país (sin mencionar al resto de los socios del Mercosur), con el presunto objetivo de importar la estabilidad de un país serio.

Mi percepción de que estas propuestas resucitan como zombies regularmente, quiero recordar una anécdota personal. Allá por 2002 me tocó escribir para un concurso del Consejo Profesional de Ciencias Económicas un ensayo que se preguntaba si el Mercosur debía o no tener una moneda única. Mi trabajo (que obtuvo un digno segundo puesto) concluyó en aquel momento con un contundente y resonante no. Aquellos resultados, tras casi veinte años, no solo se mantienen sino que se justifican crecientemente.

En un artículo publicado ocho meses atrás (ver “Los peligros de la dolarización”) explicamos brevemente los beneficios y los costos de la dolarización. En el caso de una moneda común con Brasil los costos serían los mismos, pero los beneficios en términos de estabilidad serían mucho menores sencillamente porque Brasil es un país con una inflación bastante mayor a la de Estados Unidos. Por otra parte, una moneda común con Brasil traería bastantes dolores de cabeza si los shocks que afectan a ambas economías son asimétricos y requieren ajustes cambiarios para ser resueltos con menores costos sociales y económicos.

Pero quiero aquí referirme a un punto usualmente pasado por alto. La teoría tradicional ha desarrollado un conjunto de condiciones previas para conformar una unión monetaria. Brevemente, esas condiciones incluyen una autoridad monetaria independiente, la plena flexibilidad de precios y salarios en un marco estable, y un sector financiero profundo y eficiente. Estos requisitos permiten que la moneda común funcione eficazmente, eludiendo los costos de ajuste de una economía “encorsetada” por un tipo de cambio fijo.

Es decir que para estos economistas la unión monetaria requiere previamente de la resolución de los problemas macroeconómicos endémicos de los países a asociarse. Es fácil ver que nos encontramos ante un conflicto de prioridades, pues quienes propugnan una unión monetaria con Brasil esperan que ésta resuelva nuestros problemas macroeconómicos. Pero para la teoría ortodoxa esto es poner el carro delante del caballo.

El más grave problema que enfrentan hoy Argentina y Brasil es macroeconómico. A pesar de esto, y seguramente como consecuencia de la falta de imaginación para proponer soluciones mejores, el debate se ha centrado en la bala de plata consistente en la reducción de la cantidad de monedas en la región para acabar con la supuesta arbitrariedad de la política monetaria y la inestabilidad nominal. Pensar que nuestro país podría comenzar a solucionar sus problemas de desempleo, inflación, déficits gemelos, sistemas financieros débiles y mercados con rigideces con una moneda común con Brasil es ilusorio, porque para que esta unión funcione estas condiciones deben estar zanjadas en primera instancia. Es como pedirle a un enfermo que para comenzar un tratamiento estricto, antes debe estar curado.

Las uniones monetarias no han resuelto los problemas macroeconómicos ni siquiera en las economías desarrolladas, y muy por el contrario, es muy probable que las fluctuaciones cíclicas se hayan exacerbado como consecuencia de estos arreglos monetarios, como ha ocurrido en algunos países de Europa. Deberíamos dejar de imaginar al menos por dos años que esta solución pueda aplicarse a los problemas de subdesarrollo de los países de la región.

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