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Tropiezos recurrentes

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07 julio de 2021

Por Maximiliano Castillo Carrillo

El Estado Argentino suspenderá el pago de la deuda externa”. Con esa frase, el entonces presidente interino, Adolfo Rodríguez Saá, anunciaba ante el Congreso, el 24 de diciembre de 2001, un nuevo default de la deuda pública. Y ese día, también, comenzaba otra saga de una nueva reestructuración de la deuda con el sector privado que sólo se resolvió completamente casi quince años después.

Aunque Argentina encaraba un proceso inédito, no sólo para nuestro país, sino para el resto del mundo, ése fue el quinto default de su historia, ubicándola como el sexto país más defaulteador a nivel global. La deuda sujeta a reestructuración sumó, incluyendo los intereses devengados impagos, US$ 102.500 millones (51% del PIB), con 152 bonos y títulos, regidos por ocho legislaciones distintas, denominados en 14 monedas y con una base inversora muy heterogénea.

Estilizadamente, podemos decir que el proceso tuvo cuatro hitos relevantes. El primero, en 2005, cuando se realizó la primera transacción en el que se canjeó 76,2% de la deuda elegible. Aunque no resolvió completamente el problema de los pasivos en default, este avance permitió que Argentina recuperara el acceso a los mercados voluntarios. Por otra parte, la propuesta argentina incluyó algunas innovaciones financieras e institucionales que, más allá de su efectividad final, sirvieron de experiencia para otros procesos como la inclusión de los cupones atados al PIB y, también, la mejora de las cláusulas de acción colectiva diseñadas para limitar el accionar de los famosos “holdouts” o “fondos buitres”.

El segundo hito fue en 2010, cuando se realizó una segunda fase del canje de 2005 y, manteniendo las condiciones financieras ofrecidas a los acreedores anteriormente, se logró ampliar el grado de participación, alcanzando 91% de la deuda elegible. Sin embargo, las condiciones económicas e institucionales en Argentina ya mostraban un deterioro significativo que no permitieron capitalizar el esfuerzo adicional para ampliar el grado de aceptación.

En cualquier caso, el remante de la deuda no reestructurada quedó, mayormente, en manos de los “fondos buitres”, quienes nunca aceptaron las propuestas que ofreció la República y accionaron judicialmente en los tribunales de New York para cobrar bajo las condiciones contractuales originales. El trámite judicial de esta disputa fue, en sí mismo, un evento de estudio a nivel mundial, no sólo para entender la interpretación de la Justicia sobre la aplicación de algunas cláusulas específicas, como la pari passu, sino también para mejorar la estructura legal de los contratos que permitiera mitigar el accionar de los fondos buitres, mediante la mejora de las cláusulas de acción colectiva, entre otros aspectos.

El cuarto hito fue a comienzos de 2016 cuando se alcanzó un acuerdo con los “holdouts” para cumplir las sentencias judiciales y lograr el levantamiento de las medidas cautelares que impedían el normal pago de los bonos performing desde 2014, pero con una quita de 44% respecto de las pretensiones originales.

El default de 2001 terminó de cerrarse recién en 2016 y todo el proceso ayudó, al menos en parte, a mejorar la arquitectura financiera internacional. Sin embargo, pareciera que quien menos aprendió de esta lección fue nuestro propio país. En efecto, en menos de cuatro años, hacia fines de 2019, Argentina volvió a enfrentar una situación de stress financiero que derivó en el reperfilamiento de la deuda luego del cimbronazo de las PASO y, posteriormente, en un nuevo default el año pasado que, afortunadamente, se resolvió con mayor velocidad que la experiencia previa.

Como mencionamos, la experiencia de la reestructuración argentina sirvió, a nivel global, para mejorar la arquitectura financiera internacional. Sin embargo, nuestro país parece haber aprendido poco de estos eventos. Efectivamente, como sociedad, no hemos podido conciliar un acuerdo básico que permita sortear las causas subyacentes que derivan, periódica y sistemáticamente, en crisis de deuda y/o de inflación. Si no encaramos una reducción rápida, consistente y sostenible del déficit fiscal, lejos de resolver los problemas, estaremos sembrando la semilla de una nueva crisis de deuda.

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