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El financiamiento público de la ciencia

01 noviembre de 2016

por Pablo Mira

En las últimas semanas crecieron las protestas de la comunidad científica debido a la intención del Gobierno de recortar en términos reales el presupuesto de ciencia y tecnología (C&T). Las razones del descontento son bastante evidentes: se prevé una medida como esta en un país que invierte apenas algo más de medio punto del PIB en este rubro, lo que contrasta con la media que observan los países desarrollados, que se sitúa entre el 3% y el 4% del PIB. Aun cuando las estimaciones de estos números es bastante difícil y las comparaciones no siempre son válidas, la diferencia parece importante.

Por supuesto, la mayor inversión en C&T en los países desarrollados no nos dice demasiado acerca de la causalidad entre ambas variables. ¿Estas economías invirtieron primero en ciencia para luego crecer, o simplemente destinan una buena cantidad de recursos a este rubro porque son ricos? Analizar esta cuestión es tremendamente difícil. En general, las aproximaciones teóricas son parciales, y estudian los impactos de determinado tipo de C&T sobre un área específica.

Tampoco es fácil saber, más desagregadamente, qué tipo de ciencia es la que favorece más el desarrollo. Tomemos, por ejemplo, los países del sudeste asiático, varios de ellos exitosos en alcanzar el desarrollo de las economías más ricas del planeta. Es cierto que invirtieron mucho en C&T, especialmente desde el Estado, pero no es menos cierto que sus esfuerzos se concentraron en hacer más competitivas sus exportaciones. Estos países no se destacaron solamente por invertir mucho en C&T sino por hacerlo como parte de un plan de desarrollo ambicioso e integral.

La inversión general en ciencia básica sin un objetivo económico y social común puede terminar, mal que nos pese, en la exportación (o también fuga) de cerebros. Otros países mejor organizados aprovecharán este capital humano para llenar los huecos de un sistema científico tecnológico que ya tiene una lógica nacional propia. A veces sucede que un argentino se destaca en alguna área, o que sea galardonado con una distinción importante, pero este es un orgullo efímero, porque en el 90% de los casos estos genios estudian y trabajan en países extranjeros. Las aplicaciones que surjan de sus investigaciones sólo serán posibles en un sistema tecnológico y productivo bien establecido. Es por esto que los países desarrollados invierten mucho en C&T, es decir, porque pueden apropiarse de sus beneficios económicos y sociales de manera directa y automática.

Argentina necesita de la C&T en sectores específicos (el agro es el ejemplo prototípico), pero para que esta inversión tenga un impacto reconocible en el desarrollo la clave es disponer de tecnología con una direccionalidad concreta. Las condiciones para que la C&T ayude al crecimiento requieren de un plan tecnológico y un complejo científico, y no de un conjunto de esfuerzos aislados. Y para esto, claro está, necesitamos emplear más, y no menos, recursos.

Este objetivo requiere de una activa participación del Estado en el diseño de planes de mediano plazo. Si bien en muchos países el sector privado aporta conocimientos científicos y tecnológicos valiosos, no existen experiencias de desarrollo donde hayan sido solo las empresas las impulsoras primigenias. La razón es simple: la C&T tiene características de los bienes públicos y genera fuertes externalidades positivas. Si la firma logra limitar el uso del conocimiento y apropiárselo, entonces la sociedad perderá los beneficios de la explotación de esas ideas. Si la firma no logra esta apropiación, entonces seguramente no invertirá en tecnología. Este dilema solo lo puede resolver la acción pública, y no el mercado.

(*) Economista

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