por Javier Cachés (*)
Hoy llega a su fin la carrera presidencial más atípica de la Historia moderna de los Estados Unidos. La singularidad de los candidatos, el nivel de beligerancia de los debates y los múltiples escándalos cruzados (con acusaciones de fraude incluidas) han hecho de esta una campaña electoral diferente a todas las anteriores. Para agregar más dramatismo, los sondeos de opinión pronostican un escenario parejo entre Hillary Clinton y Donald Trump.
Los promedios ponderados de encuestas de The New York Times, Five Thirty Eight y Real Clear Politics (tres sitios de referencia en la materia) ubican a la candidata demócrata en la delantera por una diferencia menor a los tres puntos porcentuales, brecha que llegó a alcanzar casi los dos dígitos y que se fue acortando en las últimas semanas. Es decir, la ex secretaria de Estado llega al tramo final a la cabeza, pero con una ventaja leve, que no es para nada definitiva ni segura. Trump, por su parte, corre de atrás (como lo hizo toda la campaña), aunque está en remontada, con un camino a la Casa Blanca que, si bien es difícil, no es imposible.
Como el ganador se define por Colegio Electoral, y no por voto directo, la competencia presidencial en Estados Unidos es, en rigor, una carrera de 50 elecciones simultáneas (una por Estado). La contienda, como es de costumbre, se va a dirimir en una decena de swing states, distritos cuyas preferencias partidarias no están predeterminadas y donde los candidatos suelen centrar sus esfuerzos de campaña. Florida (el tercer Estado más grande con 29 votos electorales, y centro de la controvertida victoria de George W. Bush en el 2000), Ohio (que desde la década de los '60 vota al aspirante que resulta ganador) y Carolina del Norte (que en 2008 acompañó a Barack Obama, pero en el 2012 se inclinó por Mitt Romney) son algunos de estos escenarios estratégicos que, sin dudas,suscitarán una gran atención a lo largo de la jornada.
Hillary Clinton tiene un mayor margen de error porque parte de un piso más alto: si se contabilizan las elecciones presidenciales desde 1992 hasta la fecha, 18 estados (que suman 242 representantes en el Colegio Electoral) han votado consistentemente a los candidatos del partido demócrata. Cifra muy cercana a los 270 delegados necesarios para alcanzar la Casa Blanca. De este modo, la ex primera dama se puede dar el lujo de perder alguno de esos preciados estados péndulo sin resignar sus perspectivas de triunfo. Para Trump la historia es muy distinta: para acceder a la Casa Blanca necesita imponerse la mayoría de los swing states y tratar de quebrar la coalición electoral demócrata que comenzó a gestarse en 2008.
Es una redundancia hablar de las consecuencias planetarias de esta elección. Condicionada por la base progresista del Partido Demócrata, una presidencia de Hillary probablemente se asemeje bastante a un tercer mandato de Obama (diferenciándose, así, del legado de su marido Bill Clinton, el más republicano de los mandatarios demócratas). Una victoria de Trump transformaría, sencillamente, los cimientos básicos sobre los que se sustenta la democracia norteamericana. De llevar adelante su programa electoral, advendrían cambios drásticos en política internacional, comercio exterior e inmigración.
Con todo, al que resulte triunfador deberá gobernar un país profundamente dividido, algo que se percibió durante la campaña presidencial. A diferencia de lo que ocurrió en otros momentos de su Historia, la naturaleza fundamental de esta división no viene dada por lageografía (Norte-Sur) ni por la raza (blancos-afroamericanos), sino por la pronunciada polarización de los partidos mayoritarios. Traduciendo las tensiones existentes entre los perdedores y los ganadores de la globalización, republicanos y demócratas han reforzado en las últimas décadas sus disidencias ideológicas. Como resultado de este proceso, las instituciones de Washington se han vuelto en la actualidad una arena de verdadero conflicto político. La alta impopularidad tanto de Hillary como de Trump no permite ser optimista respecto a la capacidad del próximo presidente de sobrellevar y encauzar esas diferencias.
Hay mucho en juego hoy en Estados Unidos. El resultado de la votación tendrá incidencia en los tres poderes del Estado. La ciudadanía elegirá al sucesor de Obama, renovará un tercio del Senado y la totalidad de la Cámara de Representantes e influirá indirectamente en la integración de la Corte Suprema de Justicia. Ocurre que el que ocupe la Casa Blanca en los próximos cuatro años tiene probabilidades de nombrar tres o cuatros jueces del Máximo Tribunal (dada la avanzada edad de muchos de sus miembros, más la vacante que ya hay). Quizá como nunca antes en la Historia, al acudir hoy a las urnas, los estadounidenses no elegirán simplemente un presidente: van a redefinir el futuro político, económico y social de su país.
(*) Politólogo