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El gradualismo no es una opción sino una necesidad imperiosa

22 noviembre de 2016

por Pablo Mira (*)

¿Qué relación hay entre la política contracíclica y el crecimiento de largo plazo? Normalmente, los teóricos postulan que una política de demanda agregada flexible y contraria al ciclo permite suavizar la evolución macroeconómica y evitar los costos de que la economía se sitúe fuera de la llamada “tendencia potencial”.

En general, todos entendemos que durante una recesión la expansión fiscal o monetaria es lo más deseable, ya que en estos períodos los factores de producción no están siendo utilizados en toda su capacidad, dando lugar a ineficiencias y costos sociales de distinto tipo. La política de control del gasto durante las expansiones, en cambio, requiere postular costos asociados a la sobreutilización de la capacidad instalada. En particular, se suele argüir que la excesiva presión de demanda induce costos inflacionarios que reducen la tasa de crecimiento de largo plazo de la economía, principalmente debido a su desincentivo sobre las inversiones de largo plazo.

El problema con este diagnóstico es que la economía argentina presenta todavía una situación de estanflación, es decir, estancamiento con inflación. En estas circunstancias, ¿debe llevarse a cabo un ajuste o una expansión de la demanda? La respuesta que dan los manuales tradicionales de macroeconomía es que la estanflación es posible y que ésta se produce porque las expectativas de inflación están fuertemente arraigadas en los agentes económicos. En estas circunstancias, las políticas expansivas lo único que logran es más inflación, sin ganar en reducir el desempleo o crecer. La solución propuesta, que se parece bastante a la que están practicando las autoridades en Argentina, consiste en llevar a cabo una política monetaria continuamente contractiva hasta desanudar las expectativas de inflación. Con la inflación controlada, retornaría la capacidad de ejecutar con éxito la política contracíclica. Esto es aproximadamente lo que hizo el presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, durante la estanflación de los '70 en Estados Unidos.

La mala noticia es que Argentina no es Estados Unidos. El daño que provoca en una economía como la nuestra una tasa de interés real permanentemente elevada es muy distinto, y se da en dos planos. El canal tradicional indica que las tasas altas atentan contra el financiamiento de las firmas y el crédito, y también sobre las finanzas públicas. Pero además, las tasas altas tienden a producir un atraso cambiario sistemático que se traduce en importantes ganancias en dólares, que desvían el gasto productivo hacia la especulación financiera, creando las bases para un riesgoso endeudamiento externo tanto del sector privado como del sector público. En una economía aún dolarizada como la nuestra, esta dinámica es potencialmente peligrosa aun en el corto plazo, y puede retrasar la recuperación productiva.

Brasil ha sido un caso notorio de política sostenida de tasas altas para controlar la demanda agregada, y los resultados no han sido buenos. Es más, los efectos de esta política podrían haber sido catastróficos si no fuera porque Brasil no tiene tantas debilidades como nuestro país. Su economía no piensa en dólares como la nuestra, y si bien en los últimos años se resintió, su estructura industrial es todavía mucho más vigorosa que la de Argentina, permitiéndole diversificar exportaciones por tipo de bien y por destino.

Argentina es mucho más vulnerable que Brasil a una política contractiva sostenida, y es posible que esta medida afecte su capacidad productiva de manera permanente. Por eso, las políticas gradualistas en Argentina no son una opción, sino que son una necesidad imperiosa.

(*) Economista

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