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Las fake news avanzan con el impulso de las emociones

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01 septiembre de 2020

Por Pablo Orcinoli (*)

“Verás que todo es mentira. Verás que nada es amor. Que al mundo nada le importa. Yira... yira”, decía el memorable tango escrito por Enrique Santos Discépolo en las postrimerías de la Década Infame

¿Qué cambió desde entonces y qué cosas se mantienen estables en esta época de mentiras y fake news, teniendo en cuenta que toda fake news es una mentira?

Si desde siempre la única verdad es la percepción de la realidad, con la irrupción del paradigma digital con sus métodos para estudiar al ser humano, segmentarlo, sobreinformarlo y condicionarlo; de la mano de la cosmovisión pretendidamente democrática de la transparencia donde todo es CO (co-creado, co-diseñado, co-producido, co-mpartido), pareciera que, parafraseando al filósofo porteño, efectivamente “percepción mata realidad”. La propia lógica actual, que pone tanto al votante como al cliente en el centro de la escena, sigue la metodología del empoderamiento, de un protagonismo sin “arreglo a fines” y paradójicamente invisible. En ese desorden, de la existencia en redes y de la sociedad emocional donde se privilegia lo inmediato y donde la información fluye descentralizadamente y sin intermediación, sin un ordenamiento como ocurría tiempo atrás (pero tal vez sí con algún sentido), resurgen y se potencian las fake news. Es que cuando llega una noticia falsa que coincide con lo que cada uno piensa, es viralizada: el hombre actual, en sus ansias de protagonismo, presume y desea sentirse poderoso brindando primicias de discutible procedencia, pero coincidentes con la percepción de la realidad del difusor. Y ello ocurre a menudo, seamos sinceros. Además de reforzar los sesgos intelectuales, las fake news típicamente apelan a la emotividad. Allí radica su éxito.

A nivel contextual, en este paradigma digital, lo que define nuestro consumo de información digital se encuentra determinado por el conocimiento previo que hay sobre el hombre, sus hábitos, valoraciones, expectativas y, sabiendo que somos seres emocionales, de qué manera nos llega cualquier tipo de mensaje: sobre asuntos públicos, con fines comerciales, pero siempre a gusto del consumidor, y esta es una de las claves.

En lo que respecta a las emociones hay otros datos que resultan relevantes: según investigaciones recientes, cuando un usuario ingresa a una red social ya sea desde su computadora, celular o tablet, asume el comportamiento de un adolescente. Es decir que cuando cualquier organización hace una campaña de redes se dirige, en promedio, a una persona mucho más joven, emocional, con un nivel de valoración (que se supone) distinta que una persona adulta. Dicho de otro modo, cuando un Gobierno tiene que hablar de reforma laboral en redes sociales, lo hará dirigido a alguien de trece años.

En relación al Covid-19, dada la explosión de noticias falsas, mientras algunas plataformas sociales como Facebook y Google se y las estafas en torno a la pandemia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha utilizado el término “infodemia” para referirse a la práctica de difundir noticias falsas o información incorrecta relacionada este fenómeno. En contraste e independientemente de estas voluntades circunscriptas en la mencionada corrección política, un informe de la consultora Gartner señaló que, para 2023, la mayoría de las personas va a leer más noticias falsas que reales. Es que la propia dialéctica del consumo de información en redes favorece la propagación de fake news. Así como aumenta el consumo de medios digitales, decrece el consumo de medios tradicionales que chequean (o por lo menos deberían) la información. El costo de acceso a información veraz, que se ahorra por la compra de diarios o suscripciones, se termina pagando por comprar contenido basura.

En ese barullo, sabiendo que la batalla es por la legitimidad y que el sentido del flujo de la comunicación no es más de uno a muchos, sino de muchos a muchos, la gran pregunta entonces sería: ¿de qué manera va a influir este tipo de consumo y difusión de la información en la política y en la democracia tal como la conocemos? Si la doctrina del algoritmo favorece el desarrollo de burbujas, que a su vez produce mayores niveles de fragmentación pero no de inclusión, donde la transparencia manifiesta es equivalente a invasión en el inconsciente de las personas, donde se anula el debate a favor de comportamiento de tinte tribal, lo que verdad está en juego es nuestra soberanía como individuos.

Así y todo, la red posibilita que haya más espacio para el desarrollo de redes horizontales de comunicación entre personas que no necesariamente estén representando espacios de poder, sino simplemente son parte de la sociedad civil. Es decir, bajo el manto de la fragmentación, el nuevo ciudadano crea comunidades que representan sus intereses y percepciones. El gran tema es dónde y cómo se produce el debate, si es que lo hubiera. Como ello no ocurre, mientras para Byung Chul Han estamos en presencia de la negación del otro, para Luigi Zoja asistimos a “la muerte del prójimo”. Dicho esto, si los medios tradicionales supieron ser el cuarto poder, ¿qué lugar ocupan hoy los dueños de nuestros datos?

Lo cierto es que actuamos en el mundo real con lo que creemos que está pasando, no con la experiencia directa. En esta posverdad, la imagen mental está compuesta cada vez por más filtros, más información, pero menos conocimiento. Asistimos en ese marco, como diría Federico Rey Lennon, a la era del “homo digitalis”, en donde la pantalla es como un espejo unidireccional que refleja sus pensamientos o emociones. El problema es que esta burbuja de filtros es invisible: no se elige entrar en la burbuja, ya se está dentro de ella. De modo que en el paradigma digital, las fake news corren más rápido bajo el soporte de un ser humano mucho más emocional que tiempo atrás: tendemos a creer cosas antes de ser analizadas, porque en nuestras burbujas, ese es el único input que recibimos. Y a su vez, las falsedades, a menudo, alcanzan un grado tan alto de sofisticación que se camuflan de noticias reales, aunque esto quizá no sea determinante. Tal vez, no importa si lo que trasciende sea verdad o mentira en tanto coincida con la aproximación a una opinión sobre determinado asunto.

Desde el punto de vista del propósito del ser humano, pasamos en la modernidad de buscar el progreso y el éxito, a buscar en la posmodernidad la propia e inconmovible identidad. Una identidad construida en base a respuestas emocionales. Con la ventaja de los datos, de la microsegmentación y de los estudios psicográficos que permiten conocer en detalle nuestro inconsciente -valoraciones, expectativas, miedos?, ¿asistimos a un verdadero hackeo de la mente? ¿Está el consumo de información determinado por este fenómeno? ¿Sería este terreno fértil para las fake news?

En un contexto donde saber implica costos y tiempo (y donde todo es co-), el ser humano de la era moderna lo ha reemplazado por el sentir. Y a su vez, ¿habrá una verdadera preocupación por las fake news? ¿Son una herramienta de gobernabilidad y de agenda setting? ¿Cuánto realmente molestan a los ciudadanos? Después de todo, ¿a quién le importa la verdad?

(*) Director de Prologus

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