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Demoliendo mitos sobre la pobreza en Argentina

31 julio de 2019

Por Jorge Paz

La pobreza debería ser un tema central de la agenda electoral actual, pero las propuestas específicas no aparecen aún en la primera plana del debate entre las/os candidatas/os. Es más, podría decirse que es un tema central en Argentina, dado que el país tiene 16 millones de personas que viven con ingresos menores que los que se necesitan para cubrir una canasta elemental de bienes y servicios, y 10 millones bajo pobreza multidimensional.

Desde un punto de vista humano y basado en la equidad, esta situación es insostenible, aún más reconociendo que de esos 16 millones, más de 7 millones son niñas y niños. Pero también es insostenible desde otras perspectivas por lo común no consideradas: a) desde la fiscal, dado que sus ingresos no autofinancian ni su situación actual ni futura (jubilaciones); b) desde la eficiencia (crecimiento económico), por la inempleabilidad de estas personas pobres por su bajo nivel de capital humano y por una productividad situada por debajo de los estándares para un crecimiento económico sostenido y sustentable.

Como todos los temas cruciales, alrededor de la pobreza se construyen diversos mitos que son alimentados por políticos, periodistas y economistas poco informados. He seleccionados los que creo que son los principales. A continuación, se exponen en orden, evaluando primero por qué se trata de un mito, es decir de una creencia que no tiene que ver con la realidad, o al menos con la realidad que muestran los datos que disponemos para evaluar estos fenómenos y, discutiendo luego por qué deberían revisarse esas opiniones si lo que se busca es pensar salidas del problema.

El primero tiene que ver con la definición de pobreza. Está muy claro que la pobreza es más que la falta de dinero, pero reconocer esto no significa que el ingreso (o el consumo) pierda su poder para definir la pobreza. Sigue siendo un criterio central para identificar personas y hogares pobres. Desde una perspectiva práctica, esto es, orientada a la acción, es útil pensar en dos tipos de pobreza: la que se refiere a ingresos insuficientes (pobreza monetaria) y aquella otra que apunta a privaciones no monetarias y que tiene que ver con cuestiones estructurales: acceso a la educación, a la salud, a la vivienda adecuada, al saneamiento básico y al agua potable. Una y otra requieren políticas específicas y diferentes.

La pobreza no se soluciona sólo con trabajo. Si bien el empleo contribuye a la reducción de la pobreza, el trabajo no es el único determinante, ni siquiera el más importante de todos. De hecho, hay trabajadores pobres y hogares en los que sus miembros tienen trabajo, trabajan a tiempo completo y que, a pesar de esto, son pobres. La dimensión “calidad del empleo” adquiere en este contexto importancia clave. La reducción de la pobreza no requiere tanto de la creación de empleo como de la promoción y creación de empleo de calidad.

La incidencia de la pobreza no es la misma para toda población. No se puede hablar de “pobreza” sin pensar en características específicas que hacen a su estructura. Así, la pobreza (tanto la monetaria como la no monetaria) difiere según las etapas del ciclo de vida de las personas: es más intensa en la niñez y se reduce a lo largo del curso de vida, para alcanzar los niveles más bajos entre las personas mayores. En este perfil de la pobreza aparecen no sólo cuestiones económicas (ingresos laborales o de fuentes no laborales como la seguridad social), sino también demográficas: fecundidad, mortalidad, migraciones y dinámica familiar.

La pobreza es mayor entre las mujeres que entre los hombres y se da con mayor frecuencia en hogares monoparentales con jefatura femenina que en otro tipo de hogares, como los nucleares (con y sin hijos) y los monoparentales con jefatura masculina. Eventos tales como la separación o la viudez afectan de manera diferencial la situación de bienestar de las personas, siendo por lo general las mujeres las que asumen la conducción de los hogares, lidiando con un mercado laboral hostil, que premia de manera diferencial a los hombres por sobre las mujeres, a lo que se suma una sobrecarga familiar que no sólo tiene que ver con niñas y niños, sino también con personas mayores. En suma, enfrenta los obstáculos que le plantea la sobrecarga de cuidado, en la concepción más amplia del término.

El crecimiento no es la panacea. La experiencia muestra que el crecimiento económico favorece la reducción de la pobreza sin que cambie la distribución del ingreso, pero se trata, en todo caso, de una condición necesaria pero no suficiente. No todo crecimiento contribuye a la reducción de la pobreza y no toda pobreza es sensible al crecimiento económico liso y llano. Nuevamente, la dimensión “calidad del crecimiento”, juntamente con la desigualdad económica, juegan, en este sentido, un papel fundamental.

Los aumentos en la pobreza no siempre se deben a la entrada de las personas a la pobreza, puede deberse a un atascamiento en la puerta de salida. Este punto es fundamental. Es muy común leer y /o escuchar “?x millones de argentinos se sumaron a la pobreza?” O, “? hay x millones de nuevos pobres en la Argentina.” En este sentido, la foto que saca el Indec, semestre tras semestre, puede asemejarse a un vagón de ferrocarril en el que, en cada parada, bajan y suben personas. Es sencillo darse cuenta de que ese “vagón” puede llenarse ya sea porque suben más que los que bajan (más entradas a la pobreza que salidas) o porque bajan menos que los que suben (menos salidas de la pobreza que entradas). Los 16 millones de personas ¿son los pobres de siempre o son siempre diferentes? Considerar esto es crucial dado que aquellos factores que promueven la salida y que hacen bajar la pobreza por esa vía no son siempre los mismos que obstruyen la entrada, y que también provocan bajas en la pobreza.

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