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Cuarentena y futuro

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Carlos Leyba 30 abril de 2020

 Por Carlos Leyba 

El futuro es lo que hacemos. La cuarentena es, por definición, un paréntesis que se define “por lo que no hacemos”. La cuarentena no nos conecta con el futuro. No es el prólogo del futuro. Cuando pensamos en su final lo que vemos es el pasado. Un pasado que, de tanto paréntesis, terminamos añorándolo. La mayor aspiración en cuarentena es “volver al tiempo previo”.

El final de la cuarentena va a llegar y hay que pensar los escenarios en los que deberemos actuar. Hoy quizá la temática del futuro no es lo más urgente. Priorizamos el cómo salir del paréntesis para volver a vivir lo que vivíamos.

Muchos reclaman que el Gobierno nos saque del encierro suponiendo que, al salir, reenganchamos los vagones y la formación se vuelve a poner en marcha sobre una vías que serían las mismas que abandonamos con la cuarentena.

Al ingresar en la cuarentena estábamos muy mal. Pobreza, desempleo, pérdida del poder adquisitivo, economía en recesión. Veníamos de una década de estancamiento o caída que no es el “estado estacionario” de John Stuart Mill, sino la verificación de que, en las economías como lo nuestra, “es preciso correr para permanecer en el mismo lugar”, como Alicia en el País de las Maravillas. Hace 45 años que no corremos.

Hemos estado “creciendo” a 0,58% anual en el PIB per capita que, a esa tasa, se duplica cada 120 años. Para no derrumbarnos necesitamos “correr” o crecer a tasas muy altas.

Necesitamos salir de la cuarentena, volver al pasado, pero necesitamos no volver a las condiciones de las estructuras económicas del pasado.

La cuarentena sanitaria la hemos enfrentado muy bien. Precio alto en condiciones de vida.

Como en el juego de “las estatuas”, quedamos congelados. Las diferencias de hábitat se hicieron patentes. El congelamiento no las conserva, las profundiza. Los gobiernos, la sociedad civil, están haciendo mucho. Aunque nada puede modificar las condiciones iniciales sin una transformación mayúscula que, obviamente, es imposible realizar en esa condición de cuarentena.

Además la cuarentena de la economía a medida que se prolonga provoca deterioros adicionales. No sólo es la parálisis de la producción, el valor agregado que no se suma, los bienes y servicios que no se prestan, la caída de los ingresos, los endeudamientos y atascamientos enormes y diversos en las cadenas de pagos, de valor y de realización hasta ahora suspendidos. Es la caída de la generación de riqueza y la desorganización de la producción día tras día.

Ningún economista, empresario, dirigente sindical, dirigente político ignora lo que hay que evitar durante este período en el que está prohibido producir y comerciar algunas cosas. Hay que evitar que los trabajadores (formales o informales) no dispongan de los medios para los consumos esenciales y que no provoquen, con la falta de pago, la caída de los ingresos de otros sectores con los que están obligados.

Obviamente hay que evitar la pérdida de los puestos de trabajo y la reducción de las plantas de personal existente. Pero también hay que impedir el cierre de las empresas, de las unidades de producción y de servicios, el corte de las cadenas de pagos.

Se trata de evitar, por todos los medios, que la cuarentena no sea más que un paréntesis que, al abrirse, nos remita al pasado al menos en el mismo estado en que lo dejamos.

La administración de ese proceso tiene un solo instrumento posible y ese es el dinero público. Cómo se financie el Estado es otra cosa.

A nadie se le escapa que esa financiación, básicamente la única posible, es la emisión monetaria. Todas las demoras, las ingenierías, las tangentes, son escapes inútiles de la realidad.

La “nacionalización de los salarios” y “la financiación a largo plazo y a tasas de subsidio” de los potenciales impagos que pueden romper la cadena, es una obviedad y una necesidad. Es una solución pésima.

Pero infinitamente menos pésima que la alternativa de crisis social inmediata y prolongada y una desorganización de las unidades de producción que será imposible de revertir.

De no hacerlo de inmediato, anunciarlo y darle el automatismo que aún no se dio, el fin de la cuarentena nos encontrará con una economía material, real, con muchísimo menos potencial y muchísimos más problemas que la que dejamos antes del coronavirus.

Por cierto el déficit fiscal, la cantidad de dinero, las presiones cambiarias, el riesgo de fuertes mecanismos de propagación inflacionaria, estarán presentes de una manera muchísimo más perturbadoras que al comienzo de la cuarentena.

Pero la base material, las plantas de personal disponibles, las plantas de producción organizadas, si las mantenemos, permitirán que la formación se ponga en marcha y que, con una fina artesanía, podamos conectar los vagones y arrancar.

Para entonces además de los problemas financieros heredados previos a la cuarentena, sumaremos una problemática financiera de extrema complejidad. El tren de la actividad en marcha, generará con el tiempo los mecanismos de absorción.

A la fecha, el Gobierno persiste en el error de la ausencia de una voz capaz de anunciar un programa para administrar la cuarentena económica, no anuncia las medidas imprescindibles, no logra el automatismo de las soluciones que promueve.

¿Hay un error de composición de lugar? La actitud es la de un consejero externo. No la de un protagonista. Todo es a un ritmo y una velocidad cansina y de una visión del mundo por pedazos. De a poco. Como si quisieran ahorrar o como si todo lo hicieran con falta de convicción.

No se anuncia una visión. Es probable que no la haya. ¿Hay quién decida?

Mientras tanto la gran incógnita es la deuda externa, la economía transpira en el aguante de la resolución de la deuda. Con el coronavirus se agregó una nueva incógnita: si no sabemos cuanto dura, muy simple, hay que llenar la bodega o generar la certeza que la bodega se llenará.

Es insensato que el ministro que ayuda negocie con el BCRA. No debe ser así.

Tal vez los bancos no sean el instrumento para administrar decisiones que por definición no son de economía de mercado. Las decisiones necesarias, y también las que se han tomado, son decisiones de una economía de control, no de mercado.

Y las decisiones de economía de control no son posibles de ser intermediadas por los bancos sin romper sus reglas.

Los bancos pueden ser intermediarios de delivery y nada más. La incertidumbre, la falta de discurso, la demora, el incumplimiento de la primera norma de la política que es “la ideología antes de la noticia”, deteriora el cuadro de situación al que la realidad le esta tirando un chorro de ácido muriático.

Sin duda las medidas destinadas a administrar la cuarentena son prioritarias y todas pasan por el delivery de recursos alimentarios y financieros. Pero además hay que poner un faro potente que ilumine el futuro y despeje las sombras. Porque tenemos sombras propias, las autogeneradas que se proyectan sobre el futuro y las sombras que nos vienen de la crisis mundial.

Nouriel Rubini, señala riesgos planetarios que habrán de condicionar nuestros días. Entre ellos la tendencia a los déficits públicos y privados y al incumplimiento de deudas. En ese marco se encuentra nuestra deuda externa y los riesgos de desfinanciación futura.

El observa un riesgo de deflación al que no podemos menos que asociar el futuro poder de compra de una economía tan dependientes de insumos importados como la nuestra.

En ese mismo marco apunta la tendencia a la desglobalización, que requiere de una estrategia anticipatoria de parte nuestra y a la que se suman los conflictos geopolíticos entre nuestra área natural de pertenencia y el desarrollo de nuestros mercados.

Ese panorama que, tensiones mas tensiones menos, describe problemas que se avecinan y que nos obligan a despejar los telones que cubren nuestro escenario del futuro más allá de la administración de la coyuntura.

En primer lugar, el telón de la deuda externa. La propuesta de Martín Guzmán es razonable. Y hay muchas razones para pensar que será aceptada, si bien será necesario mejorar algunas condiciones. Tal vez no se pueda anticipar nada en este sentido.

Pero hay muchas maneras de señalar que Argentina no quiere un nuevo default que, cualesquiera sean las nuevas condiciones mundiales, nos inhabilitaría para llevar a cabo un verdadero programa de desarrollo que necesita de una gigantesca transformación de la infraestructura de la producción. Necesitamos el financiamiento y la tecnología de los países del primer mundo para una revolución ferroviaria, porturaria, de las vías navegables, del almacenamiento, de las energías renovables.

Financiamiento y transferencia tecnológica son posibles si no caemos en default y sin necesidad de acuerdos de libre comercio. Son programas de desarrollo para nosotros y de potenciación de los llamados campeones nacionales de esos países. El default es un cierre de posibilidades para el sector público y para el sector privado.

La otra cuestión, el otro mensaje, es que ahora (al igual que el despeje del default) es necesario definir que realmente queremos una estrategia de desarrollo industrial en el que la sustitución de importaciones es un capítulo esencial.

Haberla abandonado tempranamente, abortado, por razones ideológicas o de negocios espureos, destruyó una trayectoria de expansión, empleo y progreso social.

Recuperarla comienza por poner, como mínimo, en pie de igualdad a las empresas locales impidiendo la comptencia desleal de importadores poderosos e impidiendo las trabas a las exportaciones con gravámenes que destruyen valor agregado y por cierto terminan no recaudando impuestos.

Pasar la cuarentena sanitaria y la económica es un trago demasiado amargo. Pero suponer que nuestro destino es sólo volver al pasado de economía a tranco de hormiga y sin siquiera la capacidad de carga de una hormiga es proponernos un imposible.

Lo único posible para nuestra Nación es tener la expectativa de un programa de desarrollo que, además de crecimiento, sea el de la ocupación del territorio y la derrota de Argentina extractiva de cabeza enorme y de cuerpo raquítico. “Sin industria no hay Nación”, Carlos Pellegrini. Lo que hay que hacer.

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