(Columna de opinión de Pablo Schiaffino, economista y profesor de la Universidad Torcuato di Tella)
Un hecho observado indica que algunas de las recientes crisis económicas han comenzado con una promesa de cambio que configuró una nueva idea del mundo. Sin ir más lejos, podemos tomar dos ejemplos recientes que ilustrarán este punto. Por un lado, el mundo desregularizado de los mercados financieros (particularmente en los Estados Unidos) tensando anclas en las aguas del libre mercado. Por el otro, la creación de una área monetaria común dentro la Unión Europea. Las similitudes, entre otras cosas, son más que la diferencias: comienzan a fines de la década del '90, se fundamentan en rigurosos artículos de la academia y, aunque sus beneficios quedan representados hoy por hoy bajo grandes signos de pregunta, ambos nacieron con la promesa de mejorar el bienestar agregado. Justificaciones y razones, en ambos casos, existieron.
La introducción del euro a la derecha del Atlántico y la proliferación de los instrumentos financieros a la izquierda del mismo configuraron una estructura económica nueva y diferente donde la población quedaba sujeta a un período de aprendizaje para los procesos y las decisiones venideros. Esto evidenció, en notables oportunidades, que algunos sectores alzaran la voz sobre las recurrentes fallas que los nuevos mundos comenzaban a mostrar.
En el caso europeo, ya a mediados de 2005 fluyeron las críticas sobre los persistentes déficit que las cuentas fiscales y externas de los países menos productivos mostraban. Pero esta vez, era diferente: los futuros cambios en la productividad compensarían las alicaídas cuentas y, en todo caso, una promesa de leve austeridad podría calmar a los inversores. En el caso de los Estados Unidos el núcleo de la historia no fue muy distinto. Los altos precios de los activos y el exceso de endeudamiento privado y público encontraban diversas explicaciones tanto periodísticas como académicas y políticas. Ben Bernanke atribuyó los desbalances al exceso de ahorro asiático que mantenían bajas las tasas de interés e incentivaban el consumo. Para Alan Greenspan, el predecesor de Bernanke (y también para el ahora hipercrítico Paul Krugman), la burbuja inmobiliaria podría desinflarse sin grandes sobresaltos con un ajuste hacia la baja de 30% en los precios. Los cambios estructurales durante la década del '90 hacían que esa aparente burbuja ?en otros tiempos tan amenazadora? fuese poco peligrosa: esta vez, era diferente.
Eventualmente, la realidad se cayó por si misma desparramando con ella toda su verdad: las creencias, racionalizadas en su momento, fueron insuficientes para convencer a los mercados de continuar prestando a economías excesivamente endeudas. Y con las dudas aumentó la demanda por liquidez, el ahorro y la desconfianza, que, combinados con un detenimiento en el flujo de crédito, resultó a ambos lados del Atlántico en una caída de la actividad y el empleo. De esta manera, la generación de cambios estructurales que generarían certidumbre y prometían aminorar las fluctuaciones económicas, desencadenó en un mundo de incertidumbre, alta volatilidad y expectativas pesimistas.
Al caos, devino la aceptación, el arrepentimiento y la acción. Europa optó por planes de austeridad que devolvieran la certidumbre y manteniendo la eurozona. Estados Unidos tuvo una política fiscal y monetaria más agresiva. El punto común de ambas historias, es que, aunque algo tarde y posiblemente no de la mejor manera, se reconoció la existencia de un grave problema en base a errores del pasado que, ahora, debían ser corregidos.
La Argentina
El caso argentino también aplica a nuestra historia, aunque de una manera algo distinta. El mundo posconvertibilidad se caracterizó por una reducción fuerte del desempleo, tipo de cambio real depreciado, inflación moderada y superávit fiscal y comercial. Los éxitos se evidenciaron por si solos con tan solo mirar la mejora significativa en los indicadores sociales, muy golpeados con el último coletazo de la convertibilidad. Pero la estructura macroeconómica comenzó a cambiar ?en algún momento de 2007? por la aceleración en la tasa inflación que erosionó gran parte de la competitividad ganada.
Con ello, comenzó a disminuir el superávit en las cuentas y algunos componentes de la demanda agregada. Mediante diversas medidas, de control y restricción, se intenta sostener los beneficios de un mundo que se cree que existe pero que en realidad ya no existe, a saber: el del tipo cambio real alto. Yace aquí el punto central de nuestro argumento. La virtud de los procesos económicos está en reconocer a tiempo los cambios que están ocurriendo para actuar en función de ellos. En los casos europeo y estadounidense, mucho antes de la crisis se coincidía en la descripción de los síntomas existentes que eventualmente llevaron al colapso. La discrepancia, en todo caso, estaba en el modo de accionar y si esos síntomas que ponían en riego a la macroeconomía eran transitorios o permanentes.
En el caso argentino, el problema trascendental es y ha sido la negación constante de la existencia del síntoma inflacionario luego de haber multiplicado el tipo de cambio por cuatro, cinco o seis y el correlato que eso tiene a medida que la economía se aproxima al pleno empleo. Considerar que la estructura económica correspondiente al tipo de cambio real depreciado con superávit fiscal-comercial está en riesgo a causa de la incertidumbre de la economía mundial (y, además, del recurrente fetiche argentino por elevar la demanda de dólares) es, por lo menos, un error serio. La lección que desde aquí se desprende no es otra que a mayor demora en aceptar la realidad y tomar acciones concretas, peor serán las consecuencias a futuro.