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Nueva York 2001, los escombros

Estados Unidos, fines de los '90. ¿Qué rival podía surgir con una economía marchando a paso de vencedores, con Rusia y China dentro del bolsillo y una OTAN que se expandía a la zona de la extinta URSS?

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09 septiembre de 2021

Por Daniel Montoya

Franklin Roosevelt pergeñó con el New Deal una respuesta creativa y experimental de la política y el Estado al crack del '29, bien diferenciada de la ola mundial de estados totalitarios estilo Alemania y Japón, aludida por James Burnham en "Revolución Gerencial". Por cierto, una idea que sedujo a George Orwell para su magnum opus "1984".

Ronald Reagan emprendió una misión distinta. No se subió a un clima de época, sino que lo promovió. Inflación, desempleo, carga tributaria y endeudamiento, fueron sus primeras referencias discursivas. “Las enfermedades que hemos sufrido por décadas no se irán en meses, pero igual desaparecerán”. Se trataba de estimular un nuevo marco ideológico, disruptivo con el pasado reciente, pero también activador de ideas en boga durante el Siglo XIX y principios del XX.

“El gobierno no es la solución a nuestros problemas, es nuestro problema”, decía Reagan. Imposible una convocatoria más explícita al revival de la mano invisible de Adam Smith. Con las cenizas de la ex Unión Soviética todavía flotando en el ambiente, todo fue como por un tubo para sus sucesores. Ambos discursos inaugurales no dejaron espacio para ninguna discusión de carácter doctrinario.

Por el contrario, tanto George H. W. Bush como Bill Clinton hasta coincidieron en sus metáforas. “Soplan nuevos vientos y un mundo renovado por la libertad parece revivir”, dijo el pater familias de la dinastía empresarial y política texana. A la par, el exgobernador de Arkansas remarcó, en sintonía, “una generación nacida a la sombra de la Guerra Fría asume nuevas responsabilidades en un mundo entibiado por el sol de la libertad, pero amenazado aún por viejos odios y plagas”. Discurso premonitorio, por doble vía.

En primer término, Estados Unidos comenzaría a irradiar a escala mundial la ola de reformas liberales proclamadas por Reagan durante los '80. Por otro lado, un todavía desconocido Osama Bin Laden demostraría tener algún plan macabro respecto de los viejos odios.

La recesión económica de principios de los '90 interrumpió el ciclo político republicano en la Casa Blanca inaugurado por el exactor que, en la política, consiguió el protagonismo nunca alcanzado en el cruel mundo del cine.

“¡James Stewart para gobernador, Ronald Reagan como su mejor amigo!”. Así lo humilló el zar cinematográfico Jack Warner al inicio de su larga carrera política. De esa forma, Bush cerró una ventana de 16 años inaugurada por Jimmy Carter en 1976, con la anomalía de dos presidentes de un solo mandato. “Es la economía, estúpido”.

Con ese histórico hit de la comunicación política del asesor de campaña James Carville, Clinton probó que no alcanzaba con los oropeles de la coalición internacional liderada por Estados Unidos en la Guerra del Golfo, con las ruinas del Muro de Berlín, ni con el enorme capital político generado por el fin de la Guerra Fría. Entraba en escena política la víscera más sensible del hombre, el bolsillo, in memoriam Juan Domingo Perón.

Equilibrio fiscal, reducción de tasas de interés, inversión privada. Tridente noventista que fue, al pie de la letra, el catecismo reaganiano aún distante de instrumentación en los '80, pero ya en firme incubación en el ámbito de un sector financiero que pasó de representar seis veces el PIB estadounidense al final de la era Reagan, a ocho veces durante la era Clinton.

Inclusive, con una fuerte señal de continuidad entre ambas etapas: Alan Greenspan en la Reserva Federal. Primero como artífice intelectual, luego material, de semejante marcha triunfal del sector financiero iniciada a fines de los 80 y no interrumpida hasta el tercer gran terremoto moderno, la crisis financiera, mal llamada de las hipotecas, de 2008.

“3G” dicen en el terreno del fútbol. Gana, gusta y golea. Sayo que le cupo bien a la administración Clinton. La última saga de expansión de Estados Unidos hasta el presente. En especial, mediante la recuperación del ritmo de 4% de expansión anual de la posguerra. Eso sí, por una década, no por tres.

En el plano instrumental, el hito distintivo de la marca Clinton frente a la escudería Reagan fue la materialización de la globalización, en la faz comercial especialmente, a una escala inédita. No hay modo que se expanda con fuerza el comercio mundial, tal como lo hizo en los 90 y primera década del Siglo XXI, si no es por vía de la apertura de su principal economía, aquella que representa un 15% del PIB global, como Estados Unidos.

En números, el intercambio de bienes y servicios creció, en ambas fases, en una proporción equivalente al 10% del producto mundial. 300 acuerdos de libre comercio, ratificación del Nafta con Canadá y México, normalización de las relaciones comerciales con China e integración dentro de la Organización Mundial de Comercio, apertura de los mercados internacionales a través de la finalización de la Ronda Uruguay del GATT, pacto de libre comercio y de alivio de deuda para países africanos, acuerdos para sectores de alta tecnología, entre otras muchas iniciativas.

Otra vez, como en la era Reagan, la vida reía y cantaba. A la par, semejante proceso de prosperidad económica fue acompañado en el plano estratégico por la incorporación de Hungría, Polonia y República Checa a una OTAN involucrada militarmente en los conflictos de Bosnia y Kosovo. En el plano de las alianzas internacionales, la administración Clinton fortaleció su amistad con Corea del Sur y Japón, al igual que con una Rusia que entraba a la economía de mercado, con tanto furor como corrupción originada por la turbulenta disolución del régimen soviético.

De igual modo, Estados Unidos consolidó su acercamiento con China mediante su adhesión a los acuerdos de no proliferación de armas químicas y biológicas, apenas un complemento de la estrategia de asimilación económica de China, a través de la Organización Mundial de Comercio. Medio Oriente, Balcanes, India y Pakistán, Grecia y Turquía, Irlanda del Norte. Todos pilares de una estrategia de participación activa en todas las canchas mundiales.

Al igual que Fabio Zerpa, in honorem Andrés Calamaro, Fukuyama tenía razón. El balance victorioso de la década sellaba su vaticinio acerca del “Fin de la Historia”. ¿Qué rival podía surgir a la vista con una economía marchando a paso de vencedores, con Rusia y China dentro del bolsillo y con una OTAN que se expandía a la zona geográfica de influencia de la extinta URSS?

Solo quedaban en pie las eventuales amenazas provenientes de algún Estado paria como Corea del Norte o Libia. Inclusive, la omnipresente amenaza de algún grupo terrorista perpetrando atentados como el del World Trade Center en 1993 o, más lejos en el tiempo, al estilo del avión de Pan Am sobre Lockerbie en 1988 o la masacre de Múnich en los juegos olímpicos de 1972.

En definitiva, todos eventos poco significativos, en comparación a las amenazas militares que quedaron sepultadas en Berlín. No obstante, la historia se obstinó, una vez más, con lacrar su final. Por primera vez, en suelo norteamericano, Nueva York precisamente.

(*) Extracto del libro "Estados Unidos versus China, Argentina en la nueva guerra fría tecnológica"

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