El Economista - 70 años
Versión digital

jue 18 Abr

BUE 22°C

Sudáfrica: corrupción, pobreza y pandemia, las tres causas detrás de un estallido social

Sudáfrica es hoy una mezcla de corrupción, violencia urbana en alza, pobreza creciente y lentitud en la vacunación contra el Covid-19. O sea, un cocktail explosivo.

Ramaphosa-and-Zuma-credit-Gov-of-South-Africa-1
Ramaphosa-and-Zuma-credit-Gov-of-South-Africa-1
Luis Domenianni 24 agosto de 2021

Por Luis Domenianni

No es extraño, en los tiempos que corren, que un jefe de Estado o de Gobierno descalifique a sus antecesores, en particular, al último. Culpas sobre las situación económica y social las más de las veces aparecen dirigidas contra el que se fue. Pero, no es común, que el sucesor admita un estado de “corrupción endémica” de un Gobierno del que formó parte como número dos.

Es el caso de Sudáfrica. El presidente Cyril Ramaphosa así lo reconoció ante la comisión que investiga sobre el pillaje a las cajas del Estado durante el gobierno de su antecesor, el expresidente Jacob Zuma. Ramaphosa fue vicepresidente durante los nueve años que Zuma presidió el país. Pertenecen, ambos, al mismo partido político.

La comparecencia del actual presidente ante la Comisión Investigadora derivó, de manera inevitable, sobre su propio rol en aquellos años. Ramaphosa elaboró una explicación un tanto sofisticada para justificar su permanencia en un Gobierno catalogado por medios de comunicación y sectores sociales como corrupto a partir del 2016.

El actual presidente explicó que, desde ese año, “una red de individuos en aparente connivencia con altos funcionarios del Estado perseguía el objetivo de ocupar puestos claves en la administración y apoderarse de instituciones claves”.

Cinco, según el presidente, fueron las opciones que se le presentaban para decidir su propia conducta. Las enumeró como “la renuncia, la denuncia, la aquiescencia, el silencio o la permanencia en el cargo y resistir. Obviamente, eligió esta última”.

Y, justificó. Que así estaba en capacidad de “frenar los abusos de poder más flagrantes”. Y que, por el contrario, partir significaba “reducir su capacidad de contribución” (sic).

Ya durante una comparecencia anterior, Ramaphosa trató de justificar su conducta frente a Zuma en el afán de no ser despedido o de ver reducida “su capacidad de aportar al cambio”. Ahora, reconoció que la corrupción se extendió en el seno del Congreso Nacional Africano, el partido de Gobierno fundado por Nelson Mandela. Pero no supo decir desde cuándo.

En la cornisa entre la verdad y el cinismo, el final del mandatario fue casi apoteótico. Dijo que trazó “una línea en la arena” y que de ahora en más atacará “seriamente la corrupción”. Se autopreguntó por qué no lo hizo antes y contestó, sin pudor alguno, “más vale tarde que nunca”.

“Zupta” y “Guptagate”

El eje central de la corrupción durante la administración Zuma pasa por el llamado “Guptagate”, en razón del apellido -Gupta- de una hermandad de hombres de negocios de origen indio que obtuvieron lucrativos contratos del Estado e impusieron la designación de varios ministros.

Los Gupta son relativamente nuevos en Sudáfrica. Emigraron desde el estado indio de Uttar Pradesh, en 1993. Varios hermanos componen la cofradía. Ajay, Atul, Rajesh alias Tony, y los sobrinos de Atul, Varul, Ashish y Amol

El clan inició sus actividades en la fabricación de equipos informáticos y en poco tiempo abarcó medios de comunicación y empresas mineras.

Su crecimiento es atribuido a las relaciones con el expresidente Zuma.

Varios legisladores declararon que, durante la administración Zuma, les fueron ofrecidos, por los Gupta, puestos ministeriales a cambio de decisiones comerciales beneficiosas.

La ambición del grupo no reparó en límite alguno. Llegaron a contratar una compañía británica, Bell Pottinger, para generar tensiones raciales contra una de sus empresas -Oakbay- para luego reclamar indemnizaciones al Estado y, a la vez, desviar la atención sobre las acusaciones de corrupción. Como consecuencia, Bell Pottinger se derrumbó tras el escándalo.

Hoy los Gupta, tras huir de Sudáfrica, viven en Dubai, en los Emiratos Arabes Unidos.

Los vínculos de los Gupta con Zuma se remontan al 2003. Comenzaron con empleos “familiares”. Primero “empleó” -nadie sabe bien que función cumplía- a la esposa del por entonces vicepresidente Zuma.

Luego, Duduzane Zuma, hijo de Jacob fue designado director en varias empresas de los Gupta. Su hermana, Duduzile Zuma, integró el directorio de la empresa matriz de los Gupta, computadoras Sahara.

La estrecha relación Zuma-Gupta llevó al ingenio popular a crear una palabra, en rigor un apellido, para vincular todo lo referido a ambos: Zupta.

Los “favores” a los Gupta llegaron hasta una autorización para el aterrizaje de un avión con invitados a la boda de un miembro de la familia, procedente de la India, en una base militar sudafricana con el consiguiente salteo de todas las formalidades que deben cumplir quienes ingresan al país.

El incidente suscitó un escándalo de proporciones y las excusas o justificaciones del gobierno fueron tan absurdas y poco creíbles como “fomento del turismo” que el episodio fue bautizado en los medios como “Guptagate”.

Luego trascendieron los ofrecimientos de cargos ministeriales en el gabinete. En rigor se trató de denuncias de personas del Congreso Nacional Africano, legisladores y dirigentes, a los que los Gupta ofrecieron cargos ministeriales. Obviamente, se trató de quienes no aceptaron los ofrecimientos. Los otros guardan silencio.

Por supuesto, que los Gupta y Zuma niegan todo y se presentan como víctimas de vaya a saber qué conspiración. Aunque ellos minimizan, la lista de contratos de las empresas de la familia con el Estado sudafricano es interminable.

El todo aromatizado con blanqueos de dinero. Según un informe, confeccionado por académicos y presentado por el Consejo de Iglesias de Sudáfrica, las empresas Gupta sacaron de Sudáfrica por vías no legales hacia Dubai, la friolera de US$ 3.000 millones.

El corrupto Zuma

En cuanto a Zuma, sus antecedentes no son precisamente un dechado de virtudes. Es un zulú, nacido en la actual provincia de Kwa-Zulu-Natal, en 1942, con una educación formal limitada a la escuela primaria.

En 1959, con solo 17 años, se unió a las filas del Congreso Nacional Africano (ANC). Al poco tiempo fue arrestado por actividades “subversivas” y purgó una pena de prisión de 10 años en Robben Island, donde también era prisionero Nelson Mandela.

Tras su liberación, ingresó al aparato de inteligencia del ANC. Años después alcanzó la jefatura de dicho departamento. Pasó años fuera del país en Swazilandia, Mozambique y Zambia.

Tras su retorno a Sudáfrica, Zuma avanzó dentro de las estructuras partidarias hasta alcanzar la vicepresidencia del ANC y luego la vicepresidencia del país como segundo de Thabo Mbeki, quién lo despidió del cargo producto de las acusaciones y pruebas sobre corrupción.

Pese a ello y con el apoyo del ala izquierda del ANC, Zuma alcanzó la presidencia del partido en el 2007, cargo que retuvo por diez años. Dos años después, en 2009, resultó electo presidente del país y reelecto cinco años más tarde.

Como suele ocurrir, el escándalo que adquirió mayor repercusión no fue la relación cleptocrática con los Gupta, ni el cobro de sustanciosas “comisiones” por el reequipamiento de la marina de guerra sudafricana.

Fue el arreglo de su granja particular, pagado con fondos del erario público.

Sin sonrojarse, Zuma declaró que los arreglos estaban vinculados con la mejoría de la seguridad. La excusa quedó completamente desvirtuada cuando fueron descubiertas las consecuencias de los “gastos en seguridad”: una pileta de natación, un anfiteatro, corrales (kraal) para el ganado y un gallinero gigante.

El expresidente, aun en la presidencia, perdió el respectivo juicio y fue condenado a devolver los recursos empleados. No lo hizo. Siempre, Zuma se encargó de complicar las investigaciones y la aplicación de las decisiones judiciales. Sus abogados resultaron especialistas en lograr demoras mediante presentaciones de último momento de ningún valor probatorio.

Y es que Zuma, pese a todo, no perdió el apoyo partidario. Un apoyo fundamentado en la construcción de una nomenclatura dedicada a enriquecerse en un país con una crisis económica y social creciente.

Pero fue el principio del fin que se materializó cuando en el afán de eternizarse, Zuma militó por la presidencia de la AND a favor de una de sus esposas, Nkozasana Dlamini-Zuma. A ello se opuso el actual presidente Ramaphosa que ganó la pulseada y Zuma se vio obligado a dimitir de la presidencia de la República.

Convocado a declarar por 16 cargos criminales en su contra, el expresidente demoró su aparición hasta que finalmente el Tribunal Constitucional ordenó su comparecencia. No lo hizo y recibió una condena de 15 meses de prisión por desacato. Finalmente, se entregó el 7 de julio de 2021 cuando la policía ya contaba con la orden de arresto.

El estallido

Pero la cosa no quedó allí. En Kwazulu-Natal, donde la figura de Zuma continúa siendo popular, estallaron manifestaciones de apoyo al expresidente que, rápidamente, derivaron en protestas por la situación económico-social del país.

El salto a la violencia fue solo cuestión de un día. Miles de saqueadores pillaron almacenes y centros comerciales tanto en Kwazulu-Natal como en Gauteng, la provincia más rica del país. Como muchas veces ocurre en estos casos, la policía se retira o deja actuar a los saqueadores sin reprimir.

No fue cosa de un día sino de varios. No solo crecían los pillajes, pasaba lo mismo con los muertos. Primero fueron 80, producto de los choques entre asaltantes y grupos de autodefensa armados, organizados tras la pasividad policial. Luego, el balance saltó a 117 caídos. Un día después, los muertos eran 212.

Finalmente, tarde, muy tarde, intervino el Ejército. Una intervención que llegó cuando los muertos sumaban 337. Cuando 1.199 comercios fueron vaciados. Cuando 200 centros comerciales quedaron en ruinas. Cuando 1.400 cajeros automáticos fueron destruidos en el afán de robo.

Sí, la intervención militar frenó la anarquía delincuencial, pero dos verdades o dos caras de la misma verdad restan por ser conocidas. ¿Cuál fue la responsabilidad de Zuma y sus partidarios en los desmanes? ¿Por qué el Gobierno tardó una semana en reaccionar?

Sin dudas, las respuestas serán negativas. Ni toda la responsabilidad deberá ser achacada a Zuma y sus partidarios. Ni la tardanza en resolver el problema puede atribuirse exclusivamente a Ramaphosa.

Aún así, no quedan dudas que Zuma manipuló la cuestión para forzar al gobierno y al poder judicial a liberarlo. Y que Ramaphosa es uno de esos políticos que creen que las cosas se resuelven por sí solas. Probablemente, para evitar que salten verdades incómodas.

Con todo, si Sudáfrica recuperó la paz no se debió a los políticos del ANC, ni a Zuma, ni al presidente Ramaphosa. Se logró gracias a la actitud de quienes no era responsabilidad impedirlo: la inmensa mayoría de ciudadanos que no se plegaron al pillaje, las compañías privadas de seguridad y, sobre todo, la organización semiespontánea de milicias barriales.

Etnias, pobreza y pandemia

Un componente étnico también planeó sobre los desmanes. Quedó claro que fue en el seno de la población Zulu, etnia a la que pertenece Zuma, donde la violencia comenzó bajo la forma de protesta instigada por los partidarios del ex presidente. Como siempre, se sabe cuando la violencia comienza y no cómo sigue, ni cuando acaba.

Más allá del conocido slogan de la “sociedad arco iris” que impulsaba, pregonaba y defendía Mandela, la división étnica del país corre el riesgo de profundizarse en tanto y en cuanto el conjunto del país se empobrece. Pobreza que afecta, en mayor medida, a los grupos africanos.

De los casi 59 millones de habitantes de Sudáfrica, poco menos del 80% se autoconsidera población negra; 9% se declara blanco; 8%, mestizo y 2,5%, indio y asiático.

Ahora bien, ni los negros, ni los blancos, conforman grupos homogéneos. Entre los negros, sobresale como primera minoría la etnia Zulu con el 23% de la población total del país, seguida por los Xhosa con el 16%. Y luego los Bapedi, los Tswana, los Ndebele, los Basotho, los Venda, los Tsonga y los Swazi.

Entre los blancos, se diferencian los Afrikaans, descendientes de holandeses y de hugonotes -protestantes- franceses, que hablan holandés, del resto de los blancos que se expresan en inglés.

De su lado, la pobreza crece en el país. No se limita al 2020 cuando el mundo sintió duramente los efectos de la pandemia del Covid-19. Y es que la economía sudafricana apenas experimentó un muy moderado crecimiento desde el 2014 a la fecha.

En ese período, el PIB nunca superó el 2% de aumento anual. En 2018, creció 0,8%; en 2019, el crecimiento solo fue del 0,2% y en el 2020, pandemia mediante, decreció 7%.

Pero todo es más grave si se mide el PIB per cápita. La razón es sencilla. El crecimiento demográfico es superior al crecimiento económico. Por ende, el promedio de ingresos desciende. En el 2018, los ingresos cayeron 0,6%; en el 2019, 0,8% y en el 2020, la friolera de 16,8%.

Agrava la situación la desconfianza de los mercados hacia el comportamiento de la economía sudafricana. Las notas de las tres clasificadoras internacionales de riesgo -Moody's, Standard and Poor y Fitch- coinciden en un BB-, con perspectiva negativa. Desconfianza que desaconseja la inversión en el país y que, en consecuencia, demorará la creación de empleos.

Por último, tampoco son alentadoras las cifras sobre la pandemia. Sudáfrica es el país número 16° en el triste ranking de mortalidad debida al Covid, con 78.00 muertos, es decir, 1.356 fallecidos por millón de habitantes (puesto 35).

De su lado, la vacunación contra el Covid va muy lenta. Al cierre de este análisis, solo 13,17% de la población recibió una primera dosis y un exiguo 7,81% está completamente vacunada.

Sudáfrica es hoy una mezcla de corrupción, pobreza creciente y lentitud en la vacunación, o sea, un cocktail explosivo.

En esta nota

LEÉ TAMBIÉN


Lee también

Seguí leyendo

Enterate primero

Economía + las noticias de Argentina y del mundo en tu correo

Indica tus temas de interés