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El retiro de Afganistán debilitó la imagen global de Estados Unidos

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Atilio Molteni 23 agosto de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

Ningún observador digno del oficio halló aristas positivas en el nuevo “blooper” de política exterior que diera a luz la Casa Blanca. Hace más de un cuarto de siglo que Washington dejó de pensar y actuar con la mentalidad de quien aspira a ser la mayor potencia militar del planeta.

Todavía resulta difícil entender cómo y por qué Donald Trump salió en forma individual y estrepitosa del plan destinado a controlar el desarrollo nuclear iraní que se adoptara en 2015; o por qué se le ocurrió generar persistentes conflictos en la OTAN debido a cuestiones presupuestarias, o los objetivos que persiguió al concretar el unilateral sabotaje a casi todos los mecanismos y alianzas estratégicas montadas por su gobierno en los grandes foros de cooperación global, inclusive en ámbitos informales como el G20.

Estos desarrollos también incluyeron el abandono, a la buena de Dios, de casi todas las áreas conflictivas y estratégicas del Medio Oriente y Asia Central, en las que prevaleció el guion del “sálvese quien pueda”, con el que se concibió el fin de la presencia de las fuerzas militares estadounidenses en Afganistán.

Enfoques similares dieron por terminadas las reglas del Consenso de Washington. Desde la llegada de Bill Clinton a la Casa Blanca sus mandatarios quisieron rechazar, uno por uno, los acuerdos de libre comercio, ya que sus votantes le tienen alergia a la idea y la Oficina Oval no veía en sus reglas de juego una clara presencia hegemónica en las decisiones.

Con igual desatino la diplomacia de ese país se caracterizó por hacer la plancha o sabotear la OMC, los planes de reconversión del Fondo Monetario Internacional y la mayoría de las entidades multilaterales, lo que incluye el Acuerdo sobre Cambio Climático de París, la Unesco y la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Bajo esa perspectiva, el Gobierno de Trump también revirtió los criterios destinados a replantear la muy compleja y peligrosa relación comercial con China, cuyo gobierno ya venía reconduciendo sus profundos vínculos económicos, industriales, comerciales y tecnológicos con Estados Unidos. Pekín dejó de ser el mercado y socio apetecible para lanzar una peligrosa estrategia destinada a competir y copar la cancha en el plano estratégico, económico y tecnológico. Hoy la moneda de esa relación está en el aire y nadie se atreve a vaticinar qué pasará cuando toque el piso.

El pináculo de estos enfoques fue el dogma “América Primero”, concebido para rendir culto a la burda pretensión mercantilista de Trump y sus apóstoles. Una de las líneas de esa gestión fue negociar con el Talibán la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán. Ese intento fue un disparo de salva al no incluir un entendimiento entre los islamistas y el Gobierno de Kabul, y con ese planteo le dejó una brasa ardiente a su sucesor, Joe Biden, quien en abril avanzó hacia el caos al no advertir que los acontecimientos suceden a la velocidad de la luz cuando Washington opta por abandonar su liderazgo natural y convierte un espacio conflictivo en tierra de nadie.

El actual mandatario estadounidense optó por defender reiteradamente la decisión de retirar las tropas de su país del teatro de operaciones en Afganistán. Su argumento de no dejar el problema a sus sucesores es sabio y tiene una lógica de la que carecieron, luego, las acciones prácticas destinadas a poner fin a la presencia armada de su país en una guerra que no se podía ganar.

La historia del proceso no puede ser peor. Fue la más larga de las intervenciones bélicas que protagonizó Estados Unidos. Y si bien es difícil calcular los recursos financieros reales que aprobaron los poderes de Washington, el balance es terrible. Al momento de la retirada, las tropas salientes habían dejado en el campo de batalla 2.448 soldados y miles de heridos. El origen de la medida que adoptó el jefe de la Casa Blanca tuvo origen en el deseo de cumplir con su compromiso electoral, ya que la opinión pública venía demandando desde 2008 una acción de esa índole. Los inconvenientes en su ejecución no invalidan el hecho de que el enfoque sustantivo fue correcto y una medida que debió concretarse hace más de una década.

Además, es cierto que, en estos días, el pueblo estadounidense no asigna a lo que pasa en Afganistán la misma importancia que le diera hace 20 años. Ya no es la “guerra necesaria y justa”, el conflicto diferente al mamarracho armado en Irak por la familia Bush. Pero fue un intento poco racional construir un país democrático en Afganistán.

Occidente no se concentró en lograr el objetivo que importa: que el gobierno local controlara su territorio para apoyar la estabilidad regional y evitar que un eventual gobierno islámico reintroduzca la idea de que es un territorio liberado y acogedor del terrorismo internacional.

La Casa Blanca adjudicó la rápida caída del Gobierno afgano y las escenas caóticas que se vieron en el aeropuerto de Kabul a la negativa de los militares locales de enfrentar seriamente al Talibán. En el contexto militar, el error consistió en olvidar que tales fuerzas se organizaron para dar batalla con el apoyo de Washington (y otros grupos aliados) motivo por el que, cuando se anunció el retiro de los soldados estadounidenses y sus asesores, el Gobierno local no tenía posibilidad alguna de vencer a los grupos armados que retomaron el poder.

En julio, distintas fuentes de inteligencia hicieron notar que el Gobierno anti-talibán de Kabul podía garantizar su continuidad en el poder por cierto tiempo, pero modificaron su apreciación el 3 de agosto ante el avance del Talibán y sostener que la capital no podía defenderse ante un ataque frontal a esa ciudad, proceso que concluyó con la huida del entonces Presidente Ashraf Ghani.

El resultado final es que, el 11 de septiembre, la fecha en que se pensaba conmemorar el 20 aniversario de los ataques de Al-Qaeda a las Torres del “World Trade Center” de Nueva York en conjunto con las tropas de Estados Unidos fuera de Afganistán, el Talibán tendrá el control de esa ciudad y de gran parte del país. Este desarrollo equivale a un golpe letal al prestigio estadounidense.

El 12 de agosto gran parte de los diplomáticos estadounidenses dejaron la ciudad de Kabul, y un grupo siguió trabajando en el aeropuerto, pero sin coordinar el proceso de salida con las naciones que se aliaron a Washington con buena voluntad política, tropas y recursos bélicos, cuando sus representantes siguen en esa ciudad tratando de poner orden en el que es hoy un violento y caótico repliegue pues sus nacionales sienten el peligro que emana de los distintos grupos del Emirato Islámico que acaban de recuperar los sillones y símbolos del poder sin grandes luchas armadas.

Biden reconoció que la estructura del Gobierno no consiguió aportar un pronóstico certero de las consecuencias. A pesar de esos factores, el Presidente tomó el atajo de dirigirse a la opinión pública el pasado 15 de agosto, momento en que se produjo un enorme caos en el aeropuerto de Kabul, donde miles de civiles trataban de huir de cualquier manera. Muchos recordaron la caída de Saigón (Vietnam) registrada en 1975.

Así se explica el dramático asalto a las plataformas y a los aviones militares, actividades que forjaron imágenes que van a tener un alto costo para la gestión del primer mandatario, una tendencia que puede dañar sus alianzas y su estatus interno. Las fuentes del Poder Ejecutivo indicaron que no hubo un plan adecuado de retiro en una situación de crisis en Kabul, un intento de cuantificación de daños o de los imponderables del esfuerzo migratorio.

Al día siguiente de los primeros disturbios, las instalaciones pudieron ser controladas por nuevos contingentes de soldados estadounidenses para asegurar la evacuación de miles de personas diarias, pero la situación coquetea con el caos, algo que el Presidente estimó inevitable. También el hecho de que el cinturón de seguridad impuesto por los refuerzos convocados quedó afectado por las presencia de las tropas del Talibán, debido a la dificultad de llegar a las instalaciones aéreas por parte de quienes pugnan por salir del país, incluyendo a los extranjeros y a los afganos que han colaborado con los países occidentales.

Así, la caída del Gobierno afgano anti-talibán significa una nueva dinámica del poder tanto en el país como en la región, en tanto la nueva teocracia o Emirato Islámico dice proponerse dar marcha atrás para regir con menos tensiones la vida social.

Pero los acontecimientos en Afganistán hicieron temblar el tinglado geopolítico en China y Rusia, rivales estratégicos de Estados Unidos que se proponen extender parte de su poderío en ese país.

Pekín estima posible equilibrar la realidad afgana con el apoyo de Pakistán. La potencia comunista desea ver estabilidad en Afganistán, país vecino en donde le vendría bien un compromiso de no incursión en sus asuntos internos a fin de tranquilizar la región del Sinkiang, un área donde tiene problemas con su población musulmana, los uigures y un territorio clave para expandir su influencia en el Asia Central.

Para Rusia, Afganistán siempre fue un territorio traumático y de gran importancia política. El Kremlin se vio forzado a retirarse vencido en febrero de 1989, un acontecimientos que favoreció la creación del Talibán (y la caída final de la URSS).

La suerte de los afganos que no son parte del Talibán depende de las ideas y métodos que decida imponer el Emirato, si realmente tiene la voluntad de cambiar las políticas que rigieron en su anterior Gobierno, cuando ejerció el poder desde 1996 hasta 2001. En esa etapa el régimen fue nefasto y tuvo la enorme influencia de Al-Qaeda, demostrando una fuerte tendencia nacionalista, así como una clara devoción por preservar un islam fundamentalista como la base de su religión, cultura e instituciones de la política.

En una conferencia de prensa realizada en Kabul por los líderes del Talibán, éstos se presentaron como una fuerza moderada y estabilizadora. El mensaje definió el propósito de crear un Gobierno “inclusivo”, con vocación pacífica, que dejaría atrás su pasado de violencia y represión. Tal política habrá de generar una amnistía total y la no persecución de los antiguos enemigos. Dichas expresiones incluyeron el deseo de respetar los derechos de las mujeres dentro del marco establecido por las disciplinas de origen islámico.

El lector entrenado sabe que la implementación de esas ideas está sujeta a múltiples interrogantes y que, al menos por ahora, la nueva dirigencia no oculta su interés de reducir la ansiedad de la comunidad internacional ante el nuevo proceso. Quienes están al mando no ignoran la necesidad de gobernar un país que tiene una frágil situación financiera y humanitaria, por lo cual requiere sí o sí de la ayuda internacional.

El problema es que las palabras no alcanzan para reducir los temores y escepticismo de miles de afganos, cuya intención de convertirse en refugiados es muy sólida. En estas horas todos exhiben más preguntas que respuestas.

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