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Una imperfecta pero sólida alianza de política exterior  

Angela Merkel terminará su labor oficial poco después del 26 de noviembre. Líder europea indispensable, a pesar de que durante sus cuatro mandatos como Canciller tuvo momentos difíciles, sus niveles de aprobación nunca fueron bajos. El avance de la extrema derecha en Alemania.

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26 julio de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

Quienes suelen asegurar que nadie es irremplazable, deberían verificar sus puntos de vista cuando la canciller Angela Merkel suelte las riendas del Gobierno alemán y deje de ser la mayor referente política de la Unión Europea (UE).

Ello ocurrirá el día que el mundo se dedique a evocar su integridad personal y su tangible liderazgo. En el momento en que todos nos veamos forzados a lidiar con las derivaciones de la crisis sanitaria, económica, climática e internacional que seguirá a la pandemia y los demás epicentros de inestabilidad.

Merkel terminará su labor oficial poco después del 26 de noviembre, fecha prevista para la próxima elección parlamentaria, debido a que ella descartó de plano su eventual candidatura para presidir un Gobierno que sea consecuencia de esta votación.

Así se explican algunos de los motivos que llevaron al Presidente Joe Biden a recibirla, el pasado 16 de julio, en la Casa Blanca.

Fue la primera mandataria europea que convocó el actual Gobierno demócrata para discutir políticas de alta sensibilidad, como el futuro de la alianza atlántica, en un Washington que toma muy en serio su notable legado y su sofisticada percepción de los hechos. Todo indica que los mandatarios no necesitaron una larga parrafada para exaltar los sólidos vínculos forjados entre ambos países tanto a nivel de sus gobiernos, como en el sustantivo diálogo personal.

Tampoco demandó gran esfuerzo borrar las tensiones originadas por la política del expresidente Donald Trump hacia Alemania, o sus ataques al valor de las instituciones multilaterales. Esa visión incluye a la superficial queja de la anterior Casa Blanca acerca del origen y el trato que merece el déficit comercial de los Estados Unidos, así como sobre el supuesto incumplimiento de Berlín de acrecentar, en el marco de la OTAN, el nivel de los gastos militares al 2% de su PIB.

En su corto andar, el Gobierno del Presidente Biden ya dio algunos pasos significativos para desterrar tales diferencias. No dudó en aumentar el nivel de las tropas estadounidenses destacadas en Alemania y en anular sanciones que impuso en 2019 su país al desarrollo del gasoducto Nord Stream 2.

Y si bien el segundo de esos proyectos es muy controvertido, ya que se trata de una gigantesca tubería (de unos 1.200 kilómetros) que atraviesa el Mar Báltico, todo indica que el emprendimiento será finalizado por la compañía rusa Gazprom a fines del corriente año, duplicando la llegada del fluido al territorio alemán.

Tanto los críticos de esa obra que la objetan desde Estados Unidos, o desde otros países de la UE, sostienen que el suministro que beneficia a Moscú puede afectar la seguridad de Ucrania, país que dejaría de percibir una parte de las regalías de otros gasoductos que cruzan su territorio y verá reducido el volumen de sus ingresos (en US$ 2.000 millones). Algo parecido sucede con otros abastecedores energéticos del este y el centro de Europa, quienes podrían ser presionados con mayor facilidad por el régimen de Vladimir Putin (como Polonia).

Estados Unidos tiene profundas diferencias geopolíticas con el nuevo gasoducto, pero tuvo en cuenta que es un hecho consumado, de gran valor económico para Alemania y el interés prioritario de reconstruir sus vínculos bilaterales. El resultado fue que, el 21 de julio, convinieron que Berlín utilizará diversas fórmulas destinadas a brindar seguridad financiera a Ucrania mediante el apoyo a sus proyectos energéticos, se comprometió a limitar las importaciones rusas si el Kremlin “intenta utilizar la energía contra Kiev” y a otorgar cierto respaldo diplomático frente a Rusia.

La convivencia entre Washington y sus interlocutores europeos, reflejada en la llamada “unión transatlántica”, siempre fue un ejercicio relativamente discreto y complejo. Si bien el Jefe de la Casa Blanca logró resucitar el vínculo con Bruselas para consolidar la defensa y seguridad común en el marco de la OTAN, no pudo involucrar a Alemania en su proyecto de coalición geopolítica frente a China.

La canciller Merkel nunca quiso tomar partido o confrontar, por razones geopolíticas, con poderes hegemónicos en pugna. Prefirió que Alemania resguarde su “soberanía estratégica” a la hora de enfrentar los problemas regionales y globales, ya que algunos escenarios pueden originar sustantivas divergencias tanto con China como con Estados Unidos.

En el plano comercial, Alemania origina por sí sola la mitad de las exportaciones totales de la Unión Europea (UE). Es una economía que tiene marcado interés por el mercado global de productos con alto valor agregado con gran tracción en la futura economía global de postpandemia.

Los analistas tienden a olvidar que, para Berlín, hablar de las relaciones con China es aludir a su principal cliente internacional. No en vano la canciller Merkel visitó 15 veces a esa nación asiática y se puso al frente de importantes misiones comerciales. Tampoco ocultó el deseo de liderar y suscribir, junto a sus socios de la UE, en diciembre de 2020, el Acuerdo Comprensivo de Inversiones (ACI). Y quiso hacerlo antes de finalizar su presidencia en el Consejo Europeo, a pocas semanas de asumir Biden como presidente de Estados Unidos.

En la actualidad el ACI está en la carpeta de asuntos pendientes del Consejo Europeo y después tendrá que superar el rechazo que hasta el momento registra en el Parlamento Europeo, donde hay notorias dificultades políticas para su ratificación.

El futuro Gobierno alemán no podrá soslayar que la actual política “de cambio a través del comercio”, no es un tema inocuo en las negociaciones entre China y Estados Unidos.

Washington considera que Beijing es el único competidor con la capacidad potencial de utilizar sus poderes económicos, diplomáticos, militares y tecnológicos para desafiar a un sistema internacional abierto y estable, por lo cual la subsistencia del predominio de Occidente dependería de la plena o semiplena cooperación de sus aliados.

Es difícil contradecir al semanario británico “The Economist” cuando sus columnistas sostienen que Merkel (67 años) es la líder europea indispensable. Al hacerlo recuerda que fue la primera Canciller en asumir tal puesto nacida y educada como científica en Alemania Oriental, donde vivió hasta la unificación del país concretada en 1989, cuando comenzó su carrera política en la Unión Demócrata Cristiana (CDU, en alemán).

Ahí escaló posiciones que la llevaron a ser secretaria adjunta del Partido (1991/1998); a integrar el gabinete del excanciller Helmut Kohl y luego a encabezar la CDU hasta llegar al Parlamento. Su arribo al liderato democristiano siendo protestante, divorciada y con una formación profesional muy alejada de la política, no es un hallazgo común.

A pesar de que durante sus cuatro mandatos como Canciller tuvo momentos difíciles, sus niveles de aprobación nunca fueron bajos. Sus reflejos la movieron al centro del espectro político, a buscar consensos en un país donde los votantes pretenden estabilidad y seguridad, una carrera que la indujo a olvidar su visión conservadora en 2011, al decidir un drástico cambio energético. Después del traumático fin de tres centrales nucleares debido a un tsunami en Fukushima (Japón), lanzó el proceso destinado a cerrar las plantas alimentadas con ese combustible en su propio país, iniciativa que fue respaldada por el 70% de los habitantes.

Pero no tuvo igual éxito en 2015, al estallar la crisis de los refugiados (en su mayoría provenientes de Siria, Iraq y Afganistán). Ante la falta de un acuerdo regional en la UE, la Canciller optó por seguir una política de “puertas abiertas” destinada a resolver los problemas de quienes se encontraban en Hungría o estaban cubiertos por acuerdos humanitarios, lo que significó admitir más de un millón de personas al país.

Este salto copernicano, sostenido por la idea de que las reglas sobre asilo existentes ya no eran válidas, le valió severas críticas. Tal oposición no evitó que adoptara medidas para facilitar la integración comunitaria. Negoció con el Presidente Recep Erdogan de Turquía, un acuerdo que se orientó a garantizar ayuda financiera para que unos 3 millones de refugiados permanezcan en ese país, como retribución a un estricto control fronterizo.

Como subproducto de tal conflicto interno surgió el Partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD), una fuerza de características no conocidas por su país desde la Segunda Guerra Mundial. Dicho aluvión llegó al Parlamento en 2017 con 6 millones de votos y con gran respaldo en el este del país, donde mucha gente propicia el cierre de fronteras a la inmigración. Algunos observadores sostienen que ese fenómeno menoscabó el liderazgo de Merkel y generó un escenario muy volátil ante las próximas elecciones.

Otro curioso rasgo de la Canciller es su indudable pragmatismo, ya que no tiene una personalidad magnética ni gran capacidad oratoria. El talento abreva en su capacidad de dirigir situaciones o acontecimientos críticos, como la anexión de Crimea en 2014 y otras acciones que desestabilizaron a Ucrania, en las que promovió e impuso las decisiones de la UE que motivaron la aplicación de sanciones a Rusia sin que la magnitud de las relaciones comerciales de Alemania con ese país le hiciera temblar el pulso.

Algo similar ocurrió ante la crisis del euro de 2009, en la que inicialmente Merkel sostuvo que el sistema económico financiero europeo contaba con fortaleza suficiente para sortear el problema, una lectura que probó ser errónea. Era la época en que los sectores inmobiliarios de España, Irlanda y Portugal demostraron una gran burbuja y Grecia colapsó por las enormes falacias estructurales de su economía.

Al ver los hechos de frente, ella modificó su posición y lideró el enfoque de la UE destinado a apoyar a esos países y desarrolló un programa de siete puntos que incluyó estímulos financieros importantes como parte de un Nuevo Tratado que permitió recuperar la confianza de los prestamistas hacia los compromisos soberanos que asumiera la UE.

Y no se quedó en palabras. Su propio Gobierno otorgó enormes garantías financieras, una decisión muy impopular entre los votantes alemanes.

Al volver de Washington, Merkel visitó las zonas de Alemania devastadas por las recientes grandes inundaciones y las atribuyó al cambio climático.

La ferocidad de semejante fenómeno natural podría incidir en las elecciones de noviembre y favorecer una coalición que otorgue prioridad al medio ambiente, entre el candidato demócrata cristiano Armin Laschet (del CDU-CSU), el Partido que detentó el poder durante 50 de los 70 años de la historia democrática de Alemania, incluyendo a los cuatro mandatos de Merkel, y las fuerzas “verdes”. Sería una culminación espectacular de un indiscutible liderazgo.

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