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Plan Austral: un intento de estabilización heterodoxa

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07 julio de 2021

Por Ricardo Delgado

La economía argentina de los años ochenta se asemeja a un paciente terminal que por un breve lapso logró transitar una efímera mejoría. La dictadura le heredó una inflación explosiva (los precios se habían multiplicado por 32 entre 1981 y 1983) y una deuda externa que creció dos veces y media.

En el primer año del presidente Raúl Alfonsín hubo un intento de convivencia entre las nuevas demandas sociales a la democracia (más salarios, más actividad, más empleo) y las impostergables correcciones que requería la macro argentina. Fue en vano: la inflación de 1984 superó 600%, la actividad económica seguía cayendo y el FMI suspendió el acuerdo Stand By.

En febrero de 1985, con un nuevo equipo económico, la inflación se convirtió en la prioridad del Gobierno radical, aun cuando un vertiginoso IPC crecía 30% en abril y mayo y 40% en junio.

Juan Vital Sourrouille y su gente tenían un diagnóstico más amplio que el de la visión ortodoxa. Creían, en línea con gran parte de la profesión, que el déficit fiscal y la emisión monetaria eran parte, pero no toda la historia.

Formados en las corrientes estructuralistas de los sesenta, pensaban que esa inflación se explicaba por un irresuelto conflicto distributivo que dominaba las expectativas. Además, con inflaciones altas y persistentes, los precios se formaban mirando el pasado, dificultando la estabilización. La inercia del fenómeno era parte del problema a resolver.

La alta inflación se había convertido en un “régimen” a desarticular. Era lógico pensar que con tasas de dos dígitos mensuales la inflación pasada fuese una buena aproximación a la inflación presente. Todos los contratos privados, en especial los salarios, se ajustaban de esa forma, indexando la economía al pasado. Sólo un compromiso contundente de estabilidad podría desarmar el meccano.

No había espacio para el gradualismo y sólo con ortodoxia fiscal y monetaria, aunque necesaria, no alcanzaba. Un programa de shock que atacara a la vez todas las fuentes de inflación, incluyendo el cambio de moneda, era el norte.

Como requisito de ese shock aparecía la necesidad de que la inflación bajara violentamente de modo de aumentar la demanda de dinero y los ingresos fiscales. Estaba el convencimiento de que un programa antiinflacionario así concebido sería expansivo, a la inversa de lo habitual.

El apoyo del Tesoro y la Reserva Federal norteamericanos para contar con recursos suficientes del FMI y del Banco Mundial primero y luego, de los bancos acreedores, era crucial. Los Estados Unidos, preocupados por una crisis de deuda sobre sus propios bancos, apoyaron el esquema.

La preparación de lo que sería el Plan Austral comenzó en el verano, con sucesivas devaluaciones del peso, fuertes ajustes en las tarifas públicas y los combustibles y subas en productos básicos de consumo, como la carne y el pan. Se empezaba a gestar un “colchón” de los precios relevantes que luego serviría para comenzar a “desinflar”. Alfonsín, en tanto, empezaba a hablar de economía de guerra.

El 14 de junio fue el día: el peso era reemplazado por el austral y la paridad con el dólar quedaba fija, para anclar las expectativas, a la usanza de otras experiencias locales y de casos de hiperinflación, como el alemán de 1923. El Banco Central asumía el compromiso de no emitir para financiar el déficit fiscal, se aumentaban los derechos sobre las exportaciones y los aranceles de importación, se imponía un “ahorro forzoso” a empresas e individuos y se congelaron todos los precios, los salarios públicos y privados y las jubilaciones. Se estableció un tope a la tasa de interés (5% mensual) y como novedad se obligó a “desagiar” los contratos para eliminar la inflación futura incorporada en ellos.

Los impactos iniciales fueron muy significativos: la inflación se desplomó, los bancos no perdieron depósitos, la brecha cambiaria se redujo y la actividad económica, en línea con el diagnóstico de Sourrouille, se aceleró fuertemente porque los salarios reales crecían al 10% anual. Cuatro meses después, el gobierno ganaba cómodamente sus primeras elecciones, incluso en varias provincias peronistas.

A partir del éxito desinflacionario y la victoria electoral, Alfonsín creyó posible fundar el “Tercer Movimiento Histórico”, heredero del ideario de Yrigoyen y Perón, para avanzar sobre las tradicionales estructuras del peronismo, como el sindicalismo, a quien asociaba con el atraso y el autoritarismo.

Pero la inflación no había quedado atrás: del 2% mensual en la segunda mitad de 1985, pasó al 4% un año después, y al 6% a fines de 1986. El tipo de cambio fijo empezaba a crujir y el mundo tampoco era de ayuda.

La Reserva Federal de los tiempos de Ronald Reagan subió las tasas de interés tan sólo un mes después del lanzamiento del Austral, lo que fortaleció al dólar y desplomó los precios de las exportaciones argentinas más de 20% en menos de un año. La caída de los términos del intercambio de ese período sigue siendo hoy la mayor desde el regreso de la democracia.

Lentamente, los precios relativos volvieron a desequilibrarse y regresó la indexación a los contratos. En abril de 1986 comenzaron las minidevaluaciones y la flexibilización tarifaria. Los aumentos salariales superaban las pautas y los precios privados abandonaron el corsé. La caída de los precios externos impactó sobre los recursos fiscales, el agro logró que bajaran las retenciones y el BCRA volvió a emitir para financiar el déficit. Un año después, el Austral perdía buena parte de su esencia.

En 1987, regresaron la incertidumbre y el estancamiento. Hubo nuevos congelamientos de precios y salarios con el “australito”, una versión deshilachada del Austral, cuestionada tanto por empresarios y la CGT de Saúl Ubaldini. El radicalismo perdió las elecciones y la inflación mensual volvió a los dos dígitos.

¿Qué determinó el fracaso tan veloz de una estrategia antiinflacionaria inteligente? La falta de un compromiso político firme con el equilibrio fiscal y monetario, con las nuevas reglas del juego, es parte de la explicación. No se comprendió la importancia de mantener los precios relativos iniciales, que eran adecuados para lograr ciertos equilibrios políticos y sociales. Pero también se pensó ingenuamente en la indexación, creyendo que apenas una ingeniosa “tablita de desagio” la erradicaría de las conductas empresariales y sindicales. No sucedió.

La efímera experiencia del Plan Austral deja varios aprendizajes para el momento actual, aun enfatizando que ésta inflación no es aquella inflación. En primer lugar, vencerla es una decisión eminentemente política, que debe incluir compromisos más o menos explícitos, que primero fije reglas para el sector público y luego acuerde con los sectores empresariales, del trabajo y de las organizaciones sociales. Porque la desinflación lleva tiempo, costos y la necesidad de precios relativos adecuados en su arranque (salarios, tasas de interés, tarifas, tipo de cambio, etcétera). En segundo término, que se precisa un apoyo externo sólido que sostenga la estrategia. Sin dólares suficientes que permitan una adecuada administración monetaria y cambiaria es imposible. Por último, que no existe la magia, ni los funcionarios iluminados, que logren domarla.

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