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Estados Unidos: lucha por mantener una supremacía mundial amenazada

Con China y con Rusia en la vereda de enfrente, el presidente Biden cuenta con preocupaciones suficientes para prestar atención a situaciones adversas en otras latitudes.

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Luis Domenianni 29 julio de 2021

Por Luis Domenianni

Consolidar las alianzas en el Pacífico y en Europa parecen ser las decisiones estratégicas del presidente Joseph “Joe” Biden para los tres años y medio que le restan de mandato. Desentenderse o, al menos, limitar la atención frente a otros conflictos resulta casi una decisión natural ante la opción elegida.

Dicho en otras palabras, Estados Unidos ha dejado de ser el “gendarme” del mundo, como amaban exagerar algunos analistas, para concentrarse en sus hipótesis de conflicto. Hipótesis de conflicto que no resultan de una competencia entre ideologías políticas sino de una lucha por la supremacía mundial.

Para enfrentar esa lucha, el Gobierno del presidente Biden busca, en primer término, cerrar filas con los aliados tradicionales. Y a los aliados tradicionales se los ubica en el G7, o grupo de los siete países históricamente más industrializados. O sea, Estados Unidos más Alemania, Canadá, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido. Con el agregado de la Unión Europea.

Para contar con ellos hace falta superar las dificultades, los malos entendidos, las desconfianzas y las discusiones de los cuatro años de mandato del expresidente Donald Trump. Dicho objetivo fue el que intentó alcanzar el presidente Biden durante la reunión del G7, en la muy pintoresca región de Cornualles, en el suroeste inglés.

No se trató de una reunión más. Allí, en Cornualles, se tomó la decisión de fijar en 15% de las ganancias el impuesto mínimo que deberán pagar las multinacionales en los países en que actúan.

Ya no tributarían, en consecuencia, solo en los países donde tienen su sede, en muchos casos paraísos fiscales con imposición casi nula. El impuesto alcanzará a todas las firmas que facturen globalmente más de US$ 890 millones.

La decisión, consensuada previamente en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económica (OCDE) y en el Grupo de los 20, ordena el diferendo sobre el impuesto especial para las GAFA ?Google, Amazon, Facebook y Apple- que enfrenta a Estados Unidos con los países europeos, al punto que la Unión Europea anunció el congelamiento de dicho proyecto.

Generará, además, recursos adicionales para los estados en épocas de pandemia y, por ende, de alto gasto público en salud. Algo que la casi totalidad de las tesorerías del mundo saludan. Solo muy pocos fruncen el ceño, entre ellos, Estonia, Hungría e Irlanda que siempre radicaron empresas multinacionales sobre la base de una imposición muy baja.

“Estados Unidos y Europa” están soldados, preanunció el presidente Biden antes de partir hacia Cornualles. Y algunos diferendos de la etapa Trump quedaron superados como por ejemplo la suspensión de los derechos de aduana punitivos producto de la controversia entre las aeronáuticas Airbus y Boeing.

Tardó aún cuarenta días más, pero la espinosa cuestión del gasoducto Nord Stream 2, al que resta poca obra para su finalización, quedó saldada?con promesas de la casi saliente canciller federal alemana, Angela Merkel, sobre eventuales sanciones a Rusia en caso de “uso político” del gas, en particular, frente a Ucrania

Para el Gobierno de Estados Unidos, Nord Stream 2 representa incrementar la dependencia energética europea de Rusia, en particular, la de Alemania. Presentada como una cuestión estratégica, también cuenta con un costado comercial, el del interés de los Estados Unidos por convertirse en proveedor de gas natural a Europa.

La construcción del primer Nord Stream arrancó en 2005, finalizó en 2011 y comenzó a operar en 2012. A su vez, los trabajos de construcción del Nord Stream 2 arrancaron en abril del 2018 y quedaron interrumpidos en diciembre de 2019, ante la oposición y las sanciones para las empresas intervinientes por parte de Estados Unidos.

“Rescategiciel” y Ucrania

El Nord Stream 2 es uno de los diferendos que enfrentan Estados Unidos con Rusia. Otro es la piratería informática. Un tercero es Ucrania. Y un cuarto, es Bielorrusia.

Los presidentes Biden y Vladimir Putin mantuvieron una reunión bilateral en Ginebra, Suiza. Todo muy educado y apacible. Pero ninguna declaración conjunta. Tampoco una conferencia de prensa compartida.

El lenguaje diplomático define que ambos plantearon los contenciosos que aprecian como tales en la relación, pero en nada se avanzó. Nadie tomó compromiso. Nadie abrió expectativas. La excepción fue la decisión compartida de hacer retornar los respectivos embajadores a las embajadas de uno y otro, respectivamente. Poco y nada.

A la fecha, el punto central de conflicto es la piratería informática que el presidente Biden imputa a Rusia. La respuesta del presidente Putin es que el Estado ruso nada tiene que ver.

Difícil de creer a simple vista dada la “privatización” sobre distintas materias que el gobierno ruso llevó a cabo para evitar responsabilidades. Desde lo militar hasta la inteligencia, el grupo privado Wagner reemplazó al Estado ruso en tareas calificables como “sucias”.

El 10 de julio de 2021, el jefe de Estado norteamericano llamó por teléfono a su contrapartida rusa para “casi intimarlo” a actuar en contra de lo que se denominó como “rescategiciel”, las demandas de dinero a las empresas por parte de “hackers” para rehabilitar su funcionamiento.

Biden fue más allá. Aseguró que Estados Unidos tomaría todas las medidas necesarias para defender sus habitantes y sus empresas. Preguntado sobre si “habrá consecuencias”, contestó con un lacónico y terminante, “sí”.

La técnica hacker para el “rescategiciel” (ramsonware, en idioma inglés) consiste en introducirse en las redes de una entidad o empresa para encriptar sus datos. Luego reclamar un rescate, generalmente en bitcoins, a cambio de la clave para desencriptar dichos datos.

El último asalto del tipo, a la fecha, fue contra la sociedad informática Kaseya. Según la inteligencia norteamericana dicha piratería fue llevado a cabo por hackers “rusoparlantes”.

Además de Kaseya, se conocen los ataques contra la industria agroalimentaria JBS, la empresa de gestión de oleoductos Colonial Pipeline y contra colectividades locales y hospitales. En el caso de Colonial Pipeline el rescate alcanzó los US$ 4,4 millones.

El caso ucraniano, casi abandonado a su suerte durante la gestión del expresidente Trump, retoma interés para los Estados Unidos, dentro del pleito con el gobierno ruso. Rusia ocupó y anexó la península de Crimea y sostiene a dos gobiernos secesionistas pro rusos en los “oblast” (provincias) de Donetsk y de Lugansk, en la región oriental ucraniana del Donbás.

De momento, Ucrania solo obtuvo gestos. Fueron las denuncias de la Secretaría de Estado sobre la actitud belicosa rusa, y la presencia de su titular, Anthony Blinken, en la capital ucraniana, Kiev, a lado del presidente Volodimir Zelenski a quién le aseguró la alianza con los Estados Unidos mientras profería advertencias a Rusia.

Desde hace un quinquenio, Ucrania cuenta con un tratado de libre comercio con la Unión Europea. Fue un avance insuficiente. El punto central de las demandas ucranianas es su ingreso a la alianza ofensiva-defensiva de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), tal como ocurrió con los países bálticos que también formaban parte de la Unión Soviética.

Nadie, ni americanos, ni mucho menos europeos, se atreven a dar el paso. El presidente Putin lo tiene bien en claro y, en consecuencia, provoca como cuando concentra tropas en la frontera con Ucrania. De momento, la respuesta es poco más que palabras.

La supremacía

El caso bielorruso muestra características distintas. Allí, el problema es el autoritarismo del presidente Aleksandr Lukashenko, las denuncias de fraude por su quinta reelección, sus 27 años de gobierno (seis mandatos) y la represión ante los reclamos ciudadanos pacíficos contra el citado fraude y su continuidad en el cargo.

Claro que Lukashenko es un aliado ?bastante díscolo, por cierto- del presidente Putin. De allí en gran medida, el interés norteamericano por el país. La respuesta fueron algunas sanciones para responsables bielorrusos.

Pero la situación se agravó con el desvío militar y aterrizaje forzoso de un avión comercial en el aeropuerto de la capital del país, Minsk. El hecho culminó con la detención de un periodista opositor que se desplazaba en el avión.

En este caso, el Gobierno de Biden endureció las sanciones que abarcaron no solo a más responsables, sino a empresas bielorrusas que no podrán comercializar sus productos en Estados Unidos.

Pero el principal desafío a Estados Unidos no proviene de Rusia, mal que le pese al presidente Putin, sino de la China del presidente Xi Jinping.

Se trata, ni más, ni menos, que de la lucha por la supremacía mundial. Una supremacía mundial que los Estados Unidos detentan, en mayor o menor medida, desde la finalización de la Primera Guerra Mundial en 1918.

Aunque de distinta naturaleza, es el tercer desafío al liderazgo norteamericano en los 103 años que transcurrieron desde entonces. Primero fueron las dictaduras de extrema derecha de Japón, Alemania e Italia. Luego el comunismo soviético. Ahora, la ambición china.

El desafío abarca todos los campos. El informático, el comercial, el de las vías de comunicación, el empresarial, el financiero y, por supuesto, el político y el militar.

Hasta el inicio de la pandemia, el plan chino del presidente Xi, marchaba viento en popa. Los préstamos para infraestructuras a terceros países ?que debían contratar empresas y trabajadores chinos- tentaron a muchos gobiernos del mundo a confiar en la iniciativa conocida como Nueva Ruta de la Seda.

Pero la pandemia cambió la dirección del viento. Por las deudas, ahora impagables, contraídas por dichos países. Por la desconfianza aún no dilucidada sobre el origen de la pandemia. Por la política expansionista ?militar- en el Mar de la China meridional. Por las violaciones, a los derechos humanos respecto de la etnia uigur. Por la represión en Hong Kong.

Ya con el presidente Trump, todos estos aspectos colocaron a la China como rival principal de la primacía norteamericana. Con el presidente Biden, dicha política continuó y continúa.

Incluye una estrategia militar centrada en la defensa de Taiwan, y una comercial, la negociación de libre comercio entre Estados Unidos y Taiwan. Incorpora el acuerdo militar del “Quad” que conforman Australia, Estados Unidos, India y Japón. Profundiza el apoyo a los países ribereños del Mar de la China en sus disputas con el gobierno de Pekín.

Entre las medidas decididas por Biden contra China deben contabilizarse la decisión de investigar ?agencias de inteligencia, mediante- la relación de distintas aplicaciones con “gobiernos extranjeros” y la prohibición a las empresas norteamericanas de asociarse o invertir en 59 empresas sospechadas de ser satélites del gobierno chino.

También cuentan los ejercicios militares conjuntos con terceros países. El último, ocurrió en mayo del 2021, con los ejércitos y las marinas de guerra de Estados Unidos, Japón y Francia, en el Océano Pacífico.

Conflictos “menores”

Con China y con Rusia en la vereda de enfrente, el presidente Biden cuenta con preocupaciones suficientes en materia de política exterior como para prestar poca atención a situaciones adversas para el interés norteamericano que se desarrollan en otras latitudes.

El retiro de las tropas norteamericanas de Afganistán es una muestra de ello. El presidente Biden recibió a su colega afgano Ashraf Ghani, en Washington. Aseguró que no lo abandonaría. Puede ser una buena intención pero, de momento, los Talibán que buscan derrocar la imperfecta democracia afgana y reemplazarla por un Estado islámico, ganan terreno.

En las actuales circunstancias no abandonar a los afganos implica, al menos, bombardear desde el aire ?drones o aviones- los despliegues de combatientes Talibán. Posible, pero complejo. Afganistán es un país mediterráneo. Sin salida al mar, rodeado por países que son poco amistosos con los Estados Unidos.

Otro foco conflictivo es el Medio Oriente. También se achica, paulatinamente, la presencia norteamericana en Irak, aunque no del todo. Se trata de Irak pero sobre todo se trata del régimen teocrático de Irán y su eventual desarrollo de la bomba nuclear.

Irán influye sobre las milicias chiitas de Irak, el Hezbollah libanés y el régimen sirio del dictador Bashar al-Assad. Estados Unidos persigue el objetivo de controlar el proceso de enriquecimiento de uranio ?necesario para su empleo militar- con el que Irán amenaza y avanza.

Claro que en dicha región, Estados Unidos cuenta con aliados poderosos: las monarquías árabes del Golfo Pérsico y el Estado de Israel, este último con una no reconocida capacidad nuclear.

En el Africa, Estados Unidos retrae su presencia al suministro de inteligencia y transporte a Francia en el Sahel subsahariano y a la base militar en Yibuti, en el llamado Cuerno de África, sobre el Océano Índico.

En la América mal llamada Latina, los problemas políticos para Estados Unidos son Venezuela, Nicaragua y Cuba, en particular esta última tras la inédita movilización popular contra el régimen comunista.

En ninguno de estos casos, Estados Unidos parece dispuesto a una intervención directa. Presta apoyo de distinto tipo a las oposiciones respectivas y no mucho más. Una vez más, con la administración Biden, como ocurre desde la finalización de la Guerra Fría, el resto de la región americana no cuenta entre las prioridades norteamericanas.

No obstante, una excepción: la inmigración centroamericana. Un tema que no tomó en sus manos el presidente Biden pero que delegó en la vicepresidente Kamala Harris que viajó a México y Guatemala para asegurar un apoyo norteamericano?

Por ahora no pasa de las buenas intenciones. Aquellas, de manual, que dicen que para solucionar el problema de la inmigración masiva y, puntualmente, de mano de obra de escasos conocimientos, hace falta crear condiciones de empleo en los países de origen.

Nada más cierto, solo que no resulta fácil conseguir inversiones que se radiquen en países donde la seguridad dista mucho de ser.

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