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El plan de Convertibilidad

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08 julio de 2021

Por Pablo Mira

Los años '80 dejaron una huella indeleble en la economía argentina. El régimen de alta inflación con tasas de entre el 15% y 25% mensuales hacía muy difícil la actividad normal, y mucho menos un despegue al desarrollo.

La democracia había traído la desagradable novedad de que era incapaz de resolver por sí misma las calamidades de la economía argentina. Las dos hiperinflaciones de 1989 actuaron como auténticas purgas, y anticiparon un cambio drástico en la dirección de la política económica.

Si bien “crisis” no significa “oportunidad” en ningún idioma, es cierto que los contextos catastróficos otorgan grados de libertad a las autoridades para llevar adelante reformas profundas. ¿O debo decir experimentos?

Domingo Cavallo aprovechó las condiciones imperantes y desarrolló un plan con tres ingredientes centrales: dolarización opcional en todas sus dimensiones; apertura comercial y financiera y reformas estructurales.

En abril de 1991 se introdujo una nueva moneda, el peso (convertible) y se fijó el tipo de cambio por ley. Una balanza comercial que había girado abruptamente hacia un superávit acumular reservas para asegurar a los argentinos que podían cambiar sus pesos por dólares en cualquier momento si así lo deseaban.

Cavallo hizo famosa una foto poniendo a la par un peso y un dólar. Un símbolo poderoso que, lejos de crear la sensación de pérdida de soberanía monetaria, sugería que la moneda argentina, finalmente, valía.

Los resultados sorprendieron a todos. Tras unos meses de inflación residual, la economía ingresó en una estabilidad duradera, algo que el país no experimentaba al menos desde hacía medio siglo. El éxito inicial permitió profundizar la apuesta, y aparecieron las declaraciones afirmando no solo que “el 1 a 1” duraría para siempre, sino además que el caso argentino establecía un hito en la reducción de la cantidad de monedas soberanas en el mundo.

Para ser exitosas, sin embargo, las reformas monetarias deben estar sustanciadas en cambios concretos en la economía real. Para ello, Cavallo diseño un agresivo plan de apertura y liberalización como sostén de la estabilización. La apertura comercial debía operar disciplinando precios que no se ajustaran al cambio fijo, y eventualmente como un estímulo para mejorar la productividad.

Otro conjunto de decisiones inéditas para Argentina fue la desregulación, que eliminó restricciones de todo tipo en el comercio y otras actividades. Era la época en que se regulaba un solo mercado, el cambiario, y se liberalizaban todos los demás.

La apertura financiera local e internacional fue bienvenida por los incumbentes, pero planteó serias dudas entre ciertos analistas. La razón es que el antecedente inmediato de esta estrategia había sido un colapso mayúsculo del sistema financiero en 1981, cuando voló por el aire el programa de pautas cambiarias del infausto ministro de la dictadura José Alfredo Martínez de Hoz.

Si bien se tomaron algunos recaudos para no repetir la experiencia, las vulnerabilidades de una economía potencialmente dolarizable eran muchas, y se revelaron violentamente a partir de 2001. La apertura financiera no buscaba únicamente transformar más eficazmente ahorro en inversión, sino fundamentalmente financiar el gasto público con deuda externa durante la etapa de despegue, para evitar fastidiar a la política.

Pero la movida más dramática fue sin dudas la reforma estructural. Se llevó a cabo el programa de privatizaciones probablemente más ambicioso y veloz en un país capitalista. Con el periodista Bernardo Neustadt llevando a cabo la fácil tarea de criticar el pésimo funcionamiento de los servicios públicos, la resistencia social fue mínima.

La estrategia atrajo capitales externos deseosos de hacer negocios en un sector sin competencia y exigua regulación, y si bien algunas privatizaciones redundaron en una notable mejora en la calidad del servicio, otras rozaron el escándalo y el fraude.

El resultado no ambiguo en el corto plazo fue un violento aumento de la desocupación en una economía que prácticamente desconocía el fenómeno. “Ramal que para, ramal que cierra”, amenazaba el presidente Carlos Menem a los devaluados sindicalistas ferroviarios, dando a entender que la mayoría de la sociedad toleraría cualquier empeoramiento coyuntural de las variables sociales con tal de salir de perdedores.

La Convertibilidad tuvo su momento de gloria entre 1991 y 1994, con un crecimiento a tasas chinas (por la época no se llamaban así) del 8% anual. En 1995 el modelo rindió examen tras el “efecto Tequila”, un contagio del colapso cambiario en México. Pero el trauma se superó, la confianza en la Convertibilidad se fortaleció, y la economía recuperó un alto dinamismo por dos años más.

A partir de allí se produjo una agonía lenta pero persistente de casi cuatro años y, tras ella, el precipicio de fines de 2001.

¿Qué derrumbó la Convertibilidad? Como siempre hay varios factores, pero el más sintomático fue que el enorme ingreso de capitales se reflejó en un déficit en cuenta corriente sistemáticamente negativo, lo que representaba una deuda externa creciente. Cavallo minimizaba las críticas. “No tenemos déficit en cuenta corriente, sino superávit en la cuenta capital” insistía, interpretando las inversiones como una señal de confianza en un país pujante.

Pero la deuda es una daga que pende sobre nuestras cabezas, y el hilo que la sostiene es la etérea confianza de los acreedores. Cuando arreciaron las dudas porque la economía no crecía, el financiamiento se acabó por la simple razón de que no se estaban generando los recursos para repagar. La estabilidad y las reglas de libre mercado, aparentemente, no fueron suficientes para calmar el apetito de los inversores internacionales.

No pasaría mucho tiempo hasta que se probara otro experimento de endeudamiento furtivo, pero ahora sin el “error” del tipo de cambio fijo. El resultado tampoco fue bueno y tropezamos una vez más con aquella piedra, porque a veces decidimos no verla y simplemente asumimos que no está allí.

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