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El complejo nexo entre democracia y autocracia

El Gobierno de Joe Biden busca mejorar su relaciones con Turquía en un intento de propagar los valores de la democracia

Biden-Erdogan
Biden-Erdogan
Atilio Molteni 05 julio de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

El diálogo que sostuvieron el 14 de junio en Bruselas, en el ámbito de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), los presidentes de Estados Unidos y Turquía, Joe Biden y Recep Tayyip Erdogan, respectivamente, fue otro de los escalones programados por Washington para configurar un nuevo equilibrio global en las regiones calientes del mundo.

Hace tiempo que el régimen encabezado por el segundo de los mandatarios no es compatible con la noción de aliado confiable que exhibe la mayor parte de la membrecía activa de esa organización.

Aunque es difícil saber si el intercambio sirvió para alcanzar ciertos entendimientos básicos de interés bilateral y multilateral, está claro que ambos protagonistas necesitaban saber dónde están parados y qué papel aspiran a satisfacer para el manejo de diversos asuntos internacionales de gran complejidad. Pocas naciones tienen la facultad de terciar en los grandes conflictos que nacen y se propagan en esa región donde la Europa sensible y el Medio Oriente belicoso son vecinos.

La versión de las relaciones y alianza transatlántica que Biden trajo a la Oficina Oval se orienta a propagar los valores democráticos y a fortalecer el papel de la OTAN, un despliegue que no encaja con el perfil del impredecible mandatario turco.

En el pasado reciente, Erdogan aprovechó las desavenencias y los conflictos generados por el expresidente Donald Trump, en distintos puntos del planeta, para salirse del libreto Occidental. Como sucedió con Vladimir Putin, la Casa Blanca dirigida por ese excéntrico mandatario generó estrechos y extraños vínculos con las naciones que históricamente desconocieron las líneas rojas y los intereses de las naciones referenciales del Atlántico.

El presidente Erdogan lidera un Gobierno que desempeñó un papel protagónico en varias de las crisis que inciden sobre la estabilidad y seguridad tanto del Medio Oriente como de Asia Central. Si bien en el pasado sus relaciones con Estados Unidos fueron pendulares, el grado de oscilación no tenía nivel de deslealtad. Según el Secretario de Estado, Antony Blinken, los intereses de Washington con Turquía eran y son visibles en el ámbito de la seguridad internacional, como se advierte en el manejo de la situación de Siria y Afganistán, o en la relación de Ankara con los gobiernos de Rusia e Irán.

Tras la reforma constitucional de 2018, Erdogan pudo acentuar su perfil populista y autoritario. Con los nuevos poderes exacerbó el relato nacionalista y la presencia del Islam político, hecho que implicó dejar en el olvido el equilibrio secular que introdujo el fundador del Estado turco, el General Ataturk. En adición a ello aprovechó la cultura social de su país, cuya gente se siente representada por los gobiernos poderosos, una clara herencia del Imperio Otomano.

Erdogan lleva veinte años de ejercicio del poder, ciclo en el que ajustó los objetivos geopolíticos del país a su visión de la coyuntura internacional. Los observadores le atribuyen un análisis lúcido al exponer su visión de la competencia global de Washington con Moscú y Beijing, un escenario donde intenta sacar partido a través de negociaciones paralelas con todos los centros de poder.

Mientras tanto, la candidatura turca de ingreso a la Unión Europea (UE) se ve cada día más lejana.

Los profundos cambios del sistema internacional tuvieron directo resultado en una Turquía que intenta promover, desde 2016, una política intervencionista y asertiva con el objeto de consolidarse como poder hegemónico de su ámbito regional.

La intervención militar de Ankara en Siria y Libia agigantó su elevado prontuario. Su apoyó a Hamás en la Franja de Gaza afectó sus relaciones con Israel; no tuvo reparo en enfrentar a países árabes como Arabia Saudita y Egipto ni acicatear a las tensiones con Grecia, Chipre y otras naciones europeas por la explotación de los yacimientos de gas en el Mediterráneo del Este. Otro ejemplos: sus acciones en favor de la denominada República Turca del Norte de Chipre, la construcción de bases en Catar y Somalia y su colaboración con Azerbaiyán en el conflicto con Armenia respecto de la región de Nagorno Karabakh.

Tanto Washington como sus aliados no van a olvidar fácilmente que, en julio de 2019, Turquía le compró a Rusia el sistema de defensa S-400, hecho que irritó al conjunto de la OTAN. En ese momento Estados Unidos suspendió su participación en el programa de aviones de combate de última generación F-35, alegando la posibilidad de que dicho equipamiento comprometía sus características técnico-operativas. Tras cartón, en diciembre de 2020, le aplicó las sanciones bilaterales que prevé la relevante legislación nacional.

La antedicha penalidad fue incluida en la agenda de los mandatarios, debido a que Turquía convive con una importante crisis financiera, cuya magnitud se agravó por los efectos de la pandemia y la subsiguiente caída del turismo. Ambos mandatarios optaron por derivar el tema a quienes pueden elaborar soluciones técnicas.

Tampoco acercaron posiciones al debatir la guerra civil en Siria. En enero de 2018, Turquía se zambulló en una segunda operación militar contra el enclave kurdo de Afrin y luego estableció una zona de control a lo largo de su frontera en el noroeste del territorio sirio, donde cuenta con la colaboración de los restos de la insurgencia sunita que lucha contra el Gobierno de Al-Assad.

Esa jugada se antepuso al enfoque que adoptara, en 2014, el expresidente Barack Obama, quien estableció una cooperación con los sirios de las Unidades de Protección Kurdas (YPG) para enfrentar al Emirato Islámico (EI), medida que permitió evitar la expansión de la presencia militar estadounidense en el terreno, y librar de enemigos el valle del Éufrates.

En el Noreste de Siria existe hoy una región controlada por los kurdos, bajo la “Administración Autónoma del Norte de Siria” (cuya sigla inglesa es AANES). A pesar de que el componente militar de esa operación son las “Fuerzas Democráticas de Siria”, aún permanecen 900 soldados estadounidenses desplegados en el área para evitar un resurgimiento de los terroristas de EI y Al-Qaeda. Pero de hecho también impiden una acción militar de Turquía con el objetivo de desalojar a los kurdos de ese territorio.

Estos arrebatos bélicos impidieron, en 2020, que se llevara a cabo la decisión de retirar las tropas estadounidenses de Siria, la que Trump hizo suya por sugerencia de Erdogan, una medida que sólo pudo ejecutarse a medias debido a la oposición bipartidaria que surgió en el Senado.

El Gobierno de Biden eligió no modificar las cosas ni accedió a una nueva solicitud de Erdogan, quien pidió el cese de la colaboración con el aludido grupo étnico, al que su gobierno considera una amenaza nacional por su vinculación con el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (AKP) de Turquía.

Esos enfoques complicaron aún más la situación existente en el Norte de Siria, donde hay más de 2 millones de refugiados en zonas de imposible control por parte del gobierno central de ese país. Esa masa humana depende de la ayuda internacional que recibe del territorio turco a través de un único paso de funcionamiento autorizado (Bab al-Hawa) por una decisión del Consejo de Seguridad de la ONU, la que expira el 10 de julio.

Por el momento fracasaron todos los intentos destinados a resolver la guerra civil en Siria, cuyo desarrollo supera los 10 años. Nadie esperar una mejora de este cuadro mientras no se definan el objetivo real de los actores, su viabilidad y los diversos intereses de los países y grupos políticos intervinientes, incluida la complejidad del tema.

Paralelamente, el mediador de la ONU, Geir Petersen, declaró, en el Consejo de Seguridad, el pasado 25 de junio, que los miembros podían utilizar los elementos de la resolución 2254 (2015) sobre Siria y subrayó la necesidad de un nuevo dialogo internacional para avanzar en un proceso político creíble, sustentable e inclusivo. Una apología de buenas intenciones.

Un gesto positivo que surgió de la reunión bilateral fue la propuesta de que los efectivos turcos estacionados en el aeropuerto de Kabul, Afganistán, que son parte de las fuerzas de la OTAN, continúen allí tras el retiro de las tropas estadounidenses en septiembre, cuando sólo quedarían en suelo afgano los 650 soldados que tienen la misión de proteger a la Embajada de Estados Unidos en ese país.

Tal decisión se cumplirá a pesar de que el Gobierno de Kabul y el Talibán no consiguieron acordar cómo funcionará el país después de la mencionada evacuación militar de Estados Unidos. Las últimas evaluaciones de inteligencia indican que el actual gobierno puede caer en manos de los insurgentes en un plazo de entre 6 y 12 meses, ya que esas fuerzas están copando varios frentes y las principales ciudades del norte.

El análisis induce a pensar que habrá una guerra civil y que se podría repetir una situación caótica similar a la caída de Saigón en 1975, motivo por el que el aeropuerto de Kabul tendrá relevancia para la evacuación de civiles y otros fines.

Otro tema irresuelto entre los gobiernos de Washington y Ankara es el reconocimiento el 24 de abril, por parte de Biden, que la campaña de exterminio del Imperio Otomano en 1915 contra los armenios hace más de un siglo, constituyeron un genocidio. El jefe de la Casa Blanca sostuvo que es un aniversario en el que resulta indispensable comprometerse para que no se repitan semejantes atrocidades.

En los últimos años, respaldaron ese diagnóstico Estados Unidos y otros treinta países (entre ellos Argentina), cuyas representantes se sumaron a los que califican de genocidio la matanza de armenios.

Esa definición jurídica fue desarrollada en 1944, treinta años después de las masacres, por el abogado polaco Rafael Lemkin, quien inspiró la Convención contra el Genocidio de la ONU de 1948. Para ese pensador, el caso de los armenios y el Holocausto están contemplados en sus enfoques e inspiraron su concepción jurídica.

La declaración de Biden sobre la matanza, en la que no se acusó directamente a Turquía por lo dispuesto bajo el anterior régimen otomano demuestra que el compromiso de la Casa Blanca con la defensa de los derechos humanos es un pilar de su política exterior y de su lucha contra las autocracias.

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