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Los ataques del 11S y la era de la economía desequilibrada

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08 julio de 2021

Por Gabriel Burin

En la mañana del 11 de septiembre de 2001, ante la mirada estupefacta de millones de televidentes, unos militantes de la red islamista Al Qaeda chocaban tres aviones de línea contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono cerca de Washington, en un ataque terrorista sin precedentes que alteraría el curso de la historia y activaría una serie de cambios mayores en el orden de la posguerra.

En el plano político, Estados Unidos dejó de lado la apertura globalista de décadas que había tenido su punto más alto en los'90, reemplazándola por el énfasis en la seguridad interior y el unilateralismo. El presidente republicano George W. Bush lanzó su guerra contra el terrorismo, liderada por un sector “neoconservador” que sacó de la escena a otros más moderados, produciendo un primer alejamiento de la globalización.

A nivel económico, la estrategia de Washington se volcó a la aplicación de medidas extremas para impulsar la recuperación doméstica, revirtiendo una larga trayectoria de políticas más prudentes. Un abrupto alivio monetario, la acumulación de déficits fiscales, la devaluación del dólar y algunas acciones proteccionistas germinaron una nueva era de desequilibrios que continúa en la actualidad.

Inmediatamente después de los ataques del 11S, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, dispuso un drástico recorte de tasas de interés y una potente inyección de liquidez para resucitar a los mercados financieros, que habían quedado paralizados en medio del pánico. La rápida intervención del prestigioso banquero central hizo funcionar de nuevo al corazón del capitalismo.

En paralelo, el Tesoro habilitó un aumento enorme del gasto para pagar las campañas militares en Afganistán e Irak, junto con nuevos recortes de impuestos como los que había implementado unos meses antes del 11S. Todo esto sacó a la economía del pozo al que había caído tras el estallido de la exuberancia de las “puntocom” al comienzo del siglo, favoreciendo la reelección de Bush en 2004.

Pero con su activismo extremo, la administración también fomentó una nueva burbuja de activos colosal, que estalló poco después. En 2007, una escalada inflacionaria forzó a los deudores “subprime” a incumplir los pagos de sus hipotecas, detonando al banco de inversión Lehman Brothers, que había apostado a ellas, y gatillando la crisis financiera del año siguiente.

La única solución era inocular una dosis aún mayor del remedio que se había usado para superar el impacto del 11S, pese a sus contraindicaciones. Así que la Fed puso en marcha por primera vez en EE.UU. la “flexibilización cuantitativa” (QE) suministrando liquidez en forma masiva por medio de compras de bonos, al tiempo que el Tesoro sumaba nuevos gastos en programas de asistencia a la economía real.

El sistema volvió a recuperarse, con una larga expansión que ya lleva aproximadamente una década. Sin embargo, en lugar de basarse en una economía mixta equilibrada, el crecimiento pasó a depender del desorbitado balance de la Fed y de un cuadro fiscal preocupante, agravados por los billones de dólares en asistencia estatal de las recientes iniciativas de respuesta al colapso económico que causó la pandemia del coronavirus.

En Washington parece existir un diagnóstico acertado de los riesgos macroeconómicos. Por un lado, en la Fed ya se habla de empezar a reducir la QE, y por el otro, el Gobierno del presidente demócrata Joe Biden pretende fortalecer las finanzas públicas por medio de un impuesto a los ricos. Con Wall Street en un estado de euforia, se requerirá una pericia considerable para implementar un ajuste que evite un revés financiero serio.

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