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El G7 debería explicar el nuevo sustento de su liderazgo global

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Atilio Molteni 14 junio de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

Para quienes están familiarizados con los mecanismos informales del poder global, no es noticia que el Grupo de las Siete (G7) naciones que sesionaron el pasado fin de semana en tierra británica, tenga un muy lejano parentesco con los gobernantes y con los modelos de economía social de mercado que, desde 1973 hasta fines del Siglo XX, le dieron un largo ciclo de prosperidad a Occidente e hicieron posible manejar los complejos problemas de la Guerra Fría y de la beligerancia del Medio Oriente.

Hoy esas economías hegemónicas o adelantadas del capitalismo tradicional coquetean con diversas formas de mercantilismo populista y están redefiniendo con gran aspereza la necesidad de contener el expansionismo chino, la beligerancia de Rusia y el constante reflujo de conflictos en el Medio Oriente.

Al margen de tan complejo berenjenal, el planeta desde fines de 2019 quedó en jaque por la previsible pandemia del Covid-19, ya que ese tema fue tratado en las sesiones de los líderes del G20, quienes no consideraron prioritario tomar en cuenta las reflexiones y propuestas definidas por una reunión sectorial de sus ministros de Salud.

El G7 sólo representa a menos del 10% de la población mundial, y sus economías pasaron de representar el 70% a menos del 45% del PIB global y exhibe una capacidad militar que predomina en el campo de la ferretería armamentista, un patrimonio que no guarda relación con las ideas, la voluntad, las alianzas y las estrategias necesarias para limitar los exabruptos que pueden emerger en zonas calientes del Asia, el Medio Oriente o América Latina.

Fue en este escenario, en el que Joe Biden, presidente de Estados Unidos comenzó su visita oficial a Europa, donde sostuvo una prolongada reunión con el primer ministro Boris Johnson. El diálogo confirmó la voluntad de suscribir una moderna versión de la Carta del Atlántico, un gesto que reprodujo la ceremonia que 80 años antes sirviera para reflejar la voluntad de enfrentar los desafíos comunes y consolidar una “relación especial”.

Los mandatarios también dieron a conocer una Declaración de Principios, destinada a guiar los enfoques que se proponen desarrollar ante el enfrentamiento geoestratégico y la sensible competencia económico-tecnológica que sus respectivos países sostienen con Rusia y China.

Esa antesala bilateral precedió a las deliberaciones en las que se enfrascaron todos los líderes del G7, el que está integrado por los del país sede (en este caso el Reino Unido), así como por Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Italia y Japón. A ellos se agregaron las autoridades de la Unión Europea (UE) y, en calidad de invitadores especiales, los gobernantes de Australia, Sudáfrica, Corea del Sur y la India.

El foro en sí nació para hacer frente a la crisis del petróleo que siguió al derrocamiento del Shah de Irán, y sus miembros fueron convocados regularmente para definir las ideas y acciones globales sobre diversos temas prioritarios.

En la agenda de Cornwall tuvieron un espacio prominente la pandemia del Covid-19, la necesidad de estimular el crecimiento económico con políticas fiscales expansivas, programas multilaterales en favor de los países en desarrollo y la financiación de préstamos e inversión como alternativa a las políticas chinas, un sistema uniforme y coordinado de tratamiento fiscal para las empresas multinacionales y un compromiso de suministrar 1.000 millones de vacunas para dar impulso a los programas de vacunación en países que requieren ayuda internacional.

El jefe de la Casa Blanca incluyó en, estos programas, sendas reuniones de trabajo con la OTAN y con las autoridades de la UE en Bruselas, donde todo hace prever el deseo de reconstruir la alianza del Atlántico Norte que daño severamente el expresidente Donald Trump. El propósito de ambas gestiones es restaurar, todo lo que se pueda, la unidad de las potencias occidentales ante las exigencias de un nuevo equilibrio con el Gobierno de la Federación Rusa. Los líderes de Estados Unidos y el Kremlin se verán el 16 de junio en la ciudad de Ginebra (Suiza).

En una columna publicada antes de iniciar este viaje, Biden explicó, o más bien reiteró, su doctrina de política internacional. El núcleo del pensamiento de la Oficina Oval radica en aglutinar a las principales democracias de pensamiento similar (like minded) como un sólido, coherente y eficaz bloque alternativo, que pueda competir en los planos de la economía y la tecnología de punta con los niveles alcanzados por China y otros oferentes asiáticos. El enfoque incluye el mejoramiento de la infraestructura física, la economía digital y la oferta de servicios de salud que permitan respaldar el desarrollo global.

Los analistas señalan que la estrategia del mandatario estadounidense aspira a concretar una nueva relación, reforzar el sistema de normas y una acción global inspirada en los principios de la convivencia entre los Estados. Aunque ciertos proyectos de ley indican lo contrario, el anunció el deseo de crear sociedades abiertas de mejor calidad, consolidando un orden de las relaciones internacionales asentado en los modelos de paz, libertad y prosperidad que siempre impulsaron las democracias liberales.

Esta aproximación supone el vertical y horizontal replanteo del proyecto bautizado como “América Primero” por Trump, cuya puesta en marcha dejó de lado la histórica dimensión de la alianza y la unión transatlántica, el insólito saboteo al papel de la OTAN y peligroso acercamiento a líderes autocráticos como el presidente de Rusia, Vladimir Putin.

La reunión de la OTAN figura en la agenda del lunes 14 de junio y coincide con el momento en que esa Organización y Estados Unidos darían por concluida la prolongada, costosa y estéril operación militar en Afganistán. Ese epílogo no será fácil y fue ensamblado en un marco de seguridad muy complejo, ya que coexiste con su respuesta a la expansión geoestratégica de Rusia y China.

Por su lado, el Gobierno de Moscú continúa con lo que se considera una conducta de alto riesgo, mediante una oleada de masivas presencias que van del Ártico al continente africano, la intimidación de sus vecinos, la salvaje represión de los opositores políticos en su país y la tangible ola de ataques cibernéticos e híbridos a los países de la OTAN.

Con menor ruido, China está consolidando su primacía en el escenario de la región Asia-Pacífico y numerosos proyectos sensible alrededor del planeta, lo que supone un claro apetito de futuro dominio de los desarrollos tecnológicos.

Y si bien la OTAN no considera a Beijing un adversario estratégico, la conducta de la dirigencia representa un concreto desafío al poder económico y a la diplomacia Occidental. En poco tiempo China será la mayor economía del mundo, tendrá segundo presupuesto de defensa y la marina más importante de todo el planeta. Esa expansión aclara el sentido de sus acciones de control de infraestructuras críticas de enlace con Europa y los trazados del camino de cintura, los trazados viales y las conexiones portuarias que unen todos los canales de comunicación estratégicos.

Pero el diagnóstico central de Occidente hasta ahora descansa en el hecho de que Beijing no comparte los valores esenciales del capitalismo tradicional. Sus autoridades crearon un sistema de vigilancia y control del pueblo que no tiene precedentes (ahora extendido a Hong Kong), mediante el que se reprime a las minorías religiosas, amenaza a Taiwán (y a otras regiones vecinas), con acciones que restringen la libertad de navegación en el Mar del Sur de la China. Y si bien en la actualidad tales medidas no son visiblemente agresivas, la Organización no descarta que puedan tener lugar crisis militares o conflictos limitados (como ocurrió con India en el Himalaya), o a través de guerras protagonizadas por “proxis”.

El consenso occidental parece residir en que ningún país puede hacer frente a estos desafíos en forma individual. Sólo una acción estratégica y concertada en el ámbito de la OTAN, que no sólo es una alianza militar, sino también un fuerte nexo político, dará viabilidad a una respuesta coordinada en todos los frentes. Ello permitiría asegurar una mejor defensa colectiva y preventiva ante cualquier tipo de amenazas.

En Bruselas Biden piensa reunirse con el actual presidente del Consejo Europeo de la UE, Charles Michel, un órgano que representa a los 27 Estados miembros, y con la presidente de la Comisión Europea, doctora Úrsula von der Leyen. A diferencia de Trump, el jefe de la Casa Blanca considera a la UE como un aliado en la promoción del comercio internacional, la lucha contra el cambio climático y las operaciones destinadas a poner fin a la pandemia del Covid-19. Ambos interlocutores parecen coincidir en la necesidad de investigar el origen de la pandemia sin interferencias de ninguna especie, lo que implica poner contra la pared a la dirigencia china.

El viaje presidencial serviría de escenario apto para terminar la disputa comercial existente entre Washington y la UE sobre los subsidios a sus industrias aeronáuticas de sus respectivos países y regiones. También fijarían un plazo para resolver la controversia sobre las tarifas punitivas de Washington a las industrias del acero y el aluminio del Viejo Continente, cuya ilegalidad es obvia.

Lo único que podría interponerse con estos objetivos, es que la UE quiere resguarda sin excepciones su “soberanía estratégica” para legislar. Adicionalmente, quiere manejar a su modo la interlocución con China.

Los europeos consideran que la interdependencia económica originada por la globalización, limita abusivamente los distintos puntos de vista e intereses de sus miembros. Que las reuniones lleguen a buen puerto depende de esos y otros factores de alta complejidad, los que no conviene debatir sin estar en el cerebro de estos grandes interlocutores.

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