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Chile: vientos de cambio, y con varios nubarrones

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Héctor Rubini 17 mayo de 2021

Por Héctor Rubini (*)

La pandemia, las cuarentenas y su impacto en la actividad interna y en la salud de la población seguirán en el foco de las noticias, al igual que el camino hacia la reforma constitucional. La elección de constituyentes se percibe dentro y fuera de Chile como un instrumento útil para iniciar la etapa final de los enfrentamientos recientes, pero no es claro que garantice soluciones automáticas o “mágicas”. Sobre todo para el futuro de la economía chilena.

La clave para la economía estará dada por el rol del Estado que emerja del nuevo texto: si se le asignará efectivamente un rol más presente en la provisión de servicios como los de salud y educación, o si mantendrá la postura de un Estado “subsidiario” en la materia. Siendo, además, una convención convocada luego de la fuerte movida feminista mundial de los últimos tres años, se espera que el nuevo texto provea menciones específicas para asegurar la igualdad de género en el acceso a cargos ejecutivos, así como en lo que respecta a la escala salarial. También que tengan fuerte voz (y no sólo voto) los pueblos originarios. De los 155 constituyentes, 17 deben ser para los 10 pueblos originarios, principalmente mapuches, aymaras, quechuas y diaguitas. En este caso estará en la mesa de debate la demanda por consagrar a Chile como un Estado plurinacional como Bolivia, más bien que el simple reconocimiento de la diversidad cultural, como en Colombia.

Desde una perspectiva macro, no es per se la antesala de una reforma estructural fundamental para la generación de ingresos, sino respecto de los mecanismos de redistribución, y sobre si efectivamente la eventual redistribución de la renta minera y de las ganancias de empresarios del resto de las actividades hacia los sectores de menores ingresos ahuyentará o no a inversiones locales y del exterior, y si será o no la fuente de nuevos y más graves conflictos.

Algunos cambios ya están en marcha y no sólo respecto del uso de los fondos ahorrados por los trabajadores en sus fondos de pensión. Esta última alternativa resultante de la resistencia de la administración de Sebastián Piñera a tomar deuda pública. La economía chilena mantiene hasta la actualidad su perfil de sistema predominantemente de mercado, con niveles de gasto público, recaudación, gasto social y deuda pública, notablemente inferiores a los niveles promedio de la OCDE. Los ingresos fiscales representan el 20,2% del PIB (33,9% en el grupo de países de la OCDE); el gasto público, el 25,3% del PIB (41,2% en la OCDE); el gasto social, el 10,9% del PIB (20,4% en la OCDE) y la deuda pública, el 25,6% del PIB (OCDE: 66,6%). Un perfil que no ha variado demasiado en la posdictadura, tanto bajo los gobiernos de Piñera, como bajo los de la centroizquierda de la Concertación. Y esto coexiste con una distribución de la renta extremadamente desigual, que se refleja en el hecho de que el 1% de la población de mayores ingresos concentra casi el 28% del ingreso nacional. Además, varias estimaciones dan cuenta de que la tasa media de los impuestos a la renta sobre ese segmento es inferior a la que efectivamente recae sobre los segmentos de ingresos medios. En ese contexto, emergió desde fines del año pasado la inquietud por iniciar la discusión del régimen tributario, comenzando por los impuestos a la minería.

El Impuesto Específico a la Actividad Minera -IEAM- vigente desde 2010 se aplica una vez descontados los costos operativos, sobre el precio de venta de los minerales. La alícuota efectiva va de 0,5% a 1,93% para ventas entre 12.000 y 50.000 toneladas de cobre fino o equivalente en el caso de otros minerales, y de 5% a 14% para ventas superiores a 50.000 toneladas de cobre fino o equivalente. Las empresas con ventas anuales inferiores al equivalente a 12.000 toneladas de cobre fino están exentas. En la práctica esto implica que esta exención incluye a las firmas con ventas inferiores a los US$ 100 millones anuales. El sistema de exenciones (o “gasto tributario” como lo conocemos en nuestro país) permite a algunas empresas contar con una disminución de la base imponible equivalente al régimen anterior a 2005 (caso de Anglo American Glencore en Collahuasi, BHP en Escondida y AMSA en Los Pelambres, que hasta ahora gozan de ese beneficio hasta 2023).

Dos semanas atrás la Cámara Baja aprobó un proyecto de reforma para gravar las ventas con una tasa creciente de 3% hasta 10,3% si el precio es igual o mayor a US$ 3 por libra, pero que llega 21,5% si el precio del cobre es de US$ 4 por libra. Algunas consultoras extranjeras han hecho circular reportes la semana pasada afirmando que el rango de las alícuotas efectivas va, en realidad, del 15% al 75%, aunque suena más bien a cifras infundadas, para ejercer un “lobby” de último momento en contra de esta reforma.

Sus impactos son difíciles de cuantificar. Dependen específicamente de las características y rentabilidad de cada yacimiento en particular. Pero en principio parece que tendería a castigar más la rentabilidad de las inversiones en períodos de precios relativamente bajos (3,5 dólares por libra o menos) que en períodos de precios altos. Un punto a definir en el nuevo proyecto es si se aprobarán o no las nuevas afectaciones específicas: al Ministerio de Ciencias, a la preservación ambiental en explotaciones mineras, a financiar una renta básica y universal y a un fondo (a crearse) de “Convergencia Regional”. El impuesto actual va a rentas generales, no a usos específicos.

Muchos hoy se preguntan si esto ya anticipa lo que se viene con la reforma constitucional. Y esto abre varios interrogantes sobre la nueva etapa institucional para el futuro económico de Chile: a) si se abren nuevos márgenes de discrecionalidad para el Poder Legislativo y el Ejecutivo para crear nuevos impuestos por caso sobre la renta del litio, los recursos pesqueros, el agua, el espectro radioeléctrico, y formas diversas de contaminación contaminación ambiental, b) si se va a priorizar la voracidad fiscal desdeñando consideraciones de costo-eficiencia, los incentivos a la inversión privada, y la generación de empleo, c) si forzosamente van a tener asignación específica o no, restando grados de libertad de acción a los futuros ministros de Hacienda y de Finanzas, d) si se va a abandonar o no el sistema de pensiones de cuentas de capitalización o no, e) si se va a adoptar un sistema de federalismo fiscal sujeto a permanentes tironeos como en nuestro país, f) si se mantendrán o no las garantías efectivas a la propiedad privada.

Todo indica que el debate por la reforma constitucional va a seguir estando bajo la fuerte influencia de consideraciones políticas en torno de las reivindicaciones que motivaron los gravísimos disturbios iniciados en octubre de 2019. Sin embargo, junto a dicha reforma, se viene una etapa de fuertes debates sobre el futuro de las instituciones fiscales, que puede ir bastante más allá de 2022, y que promete ser de una ferocidad no menor a los debates políticos sobre cómo revertir la crónica desigualdad en la distribución de la renta, de la riqueza, y del acceso a buenos servicios de salud, a educación de alta calidad, y a mejores oportunidades laborales.

A mediados de abril, la OCDE publicó una serie de recomendaciones para Chile, con énfasis en que “el país (no simplemente la administración Piñera), se tome el tiempo necesario para evaluar las recomendaciones recibidas y en una política tributaria que alinee los diferentes objetivos: aumentar la recaudación, manteniendo la eficiencia y fortaleciendo la equidad”. Habrá que ver si la próxima administración, que deberá lidiar con dichos debates y reformas, tomará en cuenta esta razonable recomendación, o incurrirá en los habituales errores en reformas parciales, apresuradas y poco debatidas como parece ser la regla tanto en nuestro país como en el resto de la región.

(*) Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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