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¿Ultima oportunidad para el peso?

Argentina-peso
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27 abril de 2021

Por Eduardo R. Ablin Embajador

“Por eso, el problema de la economía bimonetaria que es, sin dudas, el más grave que tiene nuestro país, es de imposible solución sin un acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales de la República Argentina. Nos guste o no nos guste, esa es la realidad y con ella se puede hacer cualquier cosa menos ignorarla” (?) “Es que la Argentina es el único país con una economía bimonetaria: se utiliza el peso argentino que el país emite para las transacciones cotidianas y el dólar estadounidense que el país -obviamente- no emite, como moneda de ahorro y para determinadas transacciones como las que tienen lugar en el mercado inmobiliario. ¿Alguien puede pensar seriamente que la economía de un país pueda funcionar con normalidad de esa manera?” (...) “Lo cierto es que ese funcionamiento bimonetario es un problema estructural de la economía argentina”.

Cristina Fernández de Kirchner, 27 de octubre de 2020

“A diez años sin él y a uno del triunfo electoral: sentimientos y certezas”

La cita que precede, contenida en una carta pública difundida hace exactamente medio año, dejaba abierto un interrogante de difícil respuesta, ya que si el bimonetarismo con el que Argentina convive hace al menos medio siglo presenta carácter estructural -“constituyendo el más grave problema que sufre nuestro país”, según reconoce el texto reproducido- cabe preguntarse los motivos por los cuales durante dos mandatos consecutivos la expresidenta no concentró su iniciativa en encarar un programa adecuado para superarlo.

En rigor, el diagnóstico relativo a las profundas distorsiones que el bimonetarismo impone a la economía argentina -originadas en un consuetudinario déficit fiscal que conlleva indefectiblemente un significativo impacto inflacionario, el cual finalmente afecta la estabilidad cambiaria- constituye un tema largamente abordado por la ciencia económica en nuestro país.

Por ello no deja de sorprender que mientras ahora aparece calificado por la expresidenta como el mayor problema económico argentino, al punto de “pensar seriamente si la economía de un país puede funcionar con normalidad de esa manera” las políticas económicas aplicadas entre diciembre de 2007 y 2015 no incorporaron ningún intento serio para promover la consolidación del peso como moneda capaz de preservar valor a lo largo del tiempo, evitando así el inveterado recurso de los argentinos a refugiarse en el dólar como forma de resguardo de su patrimonio frente a la persistente depreciación de la moneda nacional. ¿O acaso la vicepresidenta pudo adquirir oportunamente en pesos el inmueble donde habita en la zona de Recoleta en la CABA?

Sin embargo, si ahora la cita arriba transcripta reconoce que el dólar es utilizado como activo de ahorro sin distinción ideológica ni de clases por todos los niveles sociales de la sociedad argentina -así como para la comercialización de activos de naturaleza durable- puede concluirse que la comunidad en su conjunto desconoce al peso una función propia del numerario como reserva de valor, obligando así a quien aspira a acceder a determinados bienes a atesorar cualquier eventual excedente de sus ingresos en dólares. Por ello resulta un indudable acierto de la vicepresidenta haber reconocido -en la expresión citada- que ante la complejidad de esta enraizada conducta una solución “resultará imposible sin un acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales de Argentina”, a cuyo efecto se requeriría aglutinar todas las capacidades técnicas disponibles bajo un liderazgo político audaz y resuelto ¿Es este acaso uno más -entre otros mandatos ciclópeos- que la autora endosa al actual Ejecutivo en la expectativa que logre instrumentar una solución hasta ahora históricamente esquiva?

Cabe asimismo preguntarse si la expresidenta interpreta que para superar la convivencia bimonetaria de nuestra economía se requeriría apelar a medidas dirigidas a una apertura en materia de política comercial y cambiaria, acompañada de un inevitable disciplinamiento fiscal, con el objetivo de lograr el firme afianzamiento del peso como moneda plenamente legitimada en el ámbito nacional -y con ello símbolo del efectivo ejercicio de soberanía monetaria de Argentina-. O, si por el contrario su propuesta se orienta a la imposición de restricciones más estrictas en el plano cambiario, las cuales podrían eventualmente generar un efecto adverso.

En efecto, si se imaginara por un instante que su preocupación respecto a la economía bimonetaria se inclina por el refuerzo de las limitaciones al acceso o inclusive la tenencia de moneda extranjera por parte de la ciudadanía, podría vislumbrarse la profundización de la incertidumbre y desconfianza percibidas por parte de ahorristas e inversores -locales y extranjeros- sobre la estabilización futura de la economía local. Así, aún cuando los profesionales de la disciplina económica más próximos a la expresidenta se han alineado tradicionalmente hacia la consolidación del peso como exclusiva moneda transaccional y de ahorro en nuestro país, cabe interrogarse acerca de que cursos de acción priorizaron para que la vicepresidenta hiciera suya esta temática con la relevancia que sus expresiones reiteradamente le atribuyen.

Al respecto cabe recordar que nuestro país ha sustituido sucesivamente 4 líneas monetarias a lo largo de los últimos 50 años -las que llevan registradas una vida promedio en torno de 12 años-. En efecto, el primigenio “peso moneda nacional” de 1881 se convirtió en el “peso ley 18.188” (1970), para transformarse luego en el “peso argentino” (1983), reemplazado a su vez por el “austral” (1985) hasta evolucionarse hacia el “peso” (1992) -aún vigente-. En dicha secuencia -hasta el advenimiento del actual “peso”- el originario “peso moneda nacional” perdió 13 ceros, resultado de las profundas y reiteradas devaluaciones impuestas por las autoridades a nuestros sucesivos signos monetarios, motivadas a su vez por el incesante proceso inflacionario que obligó al reemplazo de dichas denominaciones monetarias.

De esa forma, el poder adquisitivo de 1 “peso moneda nacional” previo a su desaparición en 1970 equivalía a 10 billones -acorde la aritmética europea continental 10 millones de millones (10 a la 12, expresado como potencia)- del actual “peso” al momento de su introducción, pudiendo observarse de forma más gráfica que este último ascendía a su advenimiento en 1992 a 0,0000000000001 “pesos moneda nacional”. Más aún, tal sustitución nominal no contempla los efectos sobre el signo monetario derivados de los niveles inflacionarios acumulados en los casi 30 años transcurridos desde la entrada en vigor del “peso” todavía utilizado.

En efecto, si se considera que la tasa de inflación promedio de Argentina alcanzó 16,70% anual entre los años 1992 y 2020 (un aumento del 7.530% en 28 años), lo que significaría que al culminar 2020 resultaban necesarios $75,30 para equiparar el poder de compra de 1 de aquellos emitidos en 1992. Asimismo, desde otra perspectiva no cabe olvidar que la serie de “pesos” aún en circulación nació con la denominada “convertibilidad” por lo que un peso equivalía formalmente a un dólar, mientras que a diciembre de 2020 se requerían casi $90 (cambio oficial en el Mercado Unico y Libre de Cambios o MULC) para adquirir un dólar -siempre que se pudieran cumplir los requisitos para poder acceder al mismo- mientras que en el caso del “mercado libre” o “informal” dicho valor ascendía entonces a $166.

Así, la devaluación real de la moneda -a valores oficiales- superó en 20% a la inflación registrada durante el período considerado, y en torno a 180% en el mercado “informal”. De allí cabe inquirir -retomando la profunda preocupación de la expresidenta- quién estaría dispuesto a ahorrar en pesos a la luz de esta experiencia histórica, más allá de toda aspiración promovida por cualquier Gobierno a tal efecto.

En efecto, como acertadamente se pregunta la expresidenta (“¿Alguien puede pensar seriamente que la economía de un país pueda funcionar con normalidad de esa manera?”), “lo cierto es que esa operativa bimonetaria es un problema estructural de la economía argentina”. Por ello, como alternativa a la dualidad reflejada en el bimonetarismo de facto reinante en el país diversos expertos han sugerido en variadas ocasiones la opción de “dolarizar” totalmente la economía -mediante el reemplazo liso y llano de la moneda nacional por el dólar estadounidense, siguiendo el criterio adoptado en este siglo por países como Ecuador, El Salvador y Zimbabwe- llegando incluso aquellos profesionales más dogmáticos en la materia a proponer la desaparición del BCRA.

No obstante, cabe tener presente que la opción de una dolarización plena presentaría al presente complejas limitaciones, dado que el BCRA carecería de reservas suficientes para poder rescatar las dos variables mínimamente indispensables para tornar dicho programa viable, es decir: a) la base monetaria, o sea el circulante en poder del público, cheques cancelatorios y depósitos en cuenta corriente de las entidades bancarias en el BCRA, comúnmente denominados “encajes”, y b) el stock de instrumentos de regulación monetaria existentes, en particular las Letras de Liquidez (Leliq), que constituyen títulos de deuda que el propio BCRA introdujo y colocó compulsivamente a las instituciones del sistema bancario con el objetivo de esterilizar el nivel de pesos excedentes en el circuito financiero, intentando así moderar la dinámica inflacionaria impulsada por el colosal nivel de emisión monetaria, agravado desde 2020 por las erogaciones en el ámbito de la salud y el apoyo a diversos sectores sociales y productivos durante la pandemia.

¿Podría por ende en la actual situación económica, agravada por el curso de la aún imprevisible pandemia, considerarse -aún imaginando la existencia de voluntad política en tal dirección- una solución de este tipo? En cualquier caso, no puede dudarse que el aliento a la dolarización se ha visto sustentado tradicionalmente por la continua inestabilidad macroeconómica registrada en el país y su correlato en períodos de elevada inflación, la falta de credibilidad en los programas de estabilización intentados en el pasado (hasta el propio Presidente Alberto Fernández manifestó su escepticismo respecto a los planes económicos) y la debilidad de los factores institucionales capaces de garantizar un control efectivo sobre las finanzas públicas y la emisión monetaria.

Así, aún cuando el actual Gobierno ha intentado atribuir la demanda doméstica de dólares a una conducta “cultural”, dicha propensión sólo podría haber respondido a la memoria social acumulada a lo largo de al menos medio siglo de frustraciones en la búsqueda de un sendero efectivo para la protección del patrimonio por parte de los ciudadanos, reflejada en la satírica evocación popular de la sentencia del ministro Lorenzo Sigaut en 1981 (“el que apuesta al dólar pierde”), seguida de una devaluación de la moneda local del 30%.

Cabe reconocer en cualquier caso que una “dolarización” formal no garantizaría una solución a todos los problemas de la economía argentina, aunque probablemente pudiera permitir morigerar a mediano plazo algunos de sus flagelos perennes, en particular la inflación consuetudinaria, y con ello la imposibilidad de la moneda de cumplir su función de preservación de valor. En efecto, hace ya décadas -como recuerda la vicepresidenta- que una serie de operaciones como la compraventa de inmuebles se transan exclusivamente en dólares, bajo la presunción de que dichos activos físicos actúan como una alternativa a la “sustitución monetaria” de pesos por dólares, presumiéndose que dichos activos conservan de manera análoga a la moneda física el poder adquisitivo de los ahorros.

Así, debe tenerse presente que, aún sin haberse intentado una dolarización formal, Argentina transita ya un proceso de dolarización informal de larga data. Como ya se ha argumentado, dicha dolarización informal resulta de un proceso espontáneo en respuesta al deterioro en el poder adquisitivo de la moneda local, que impulsa a los ciudadanos a proteger sus ahorros, contemplando a lo largo de diversas etapas la sustitución de activos en pesos -comenzando por la adquisición de moneda física (billetes de dólares)- que son atesorados localmente por diversos niveles sociales sin necesariamente involucrar la concreción de inversiones en el exterior.

En ese sentido, en períodos de creciente incertidumbre económica y política crece la denominada “sustitución monetaria”, reflejada en una propensión de la población a adquirir billetes físicos tan pronto percibe sus remuneraciones, especulando con que los mismos los protegerán -al menos temporalmente- de los elevados márgenes inflacionarios que conlleva la iterativa depreciación del peso, afectando directamente su capacidad de consumo. En efecto, ante el reiterado peligro de escasez de oferta o desabastecimiento causado por la combinación inflación/depreciación de la moneda, diversos productos pasan a cotizarse directa o indirectamente en moneda extranjera -destacándose el caso de los insumos fabriles y diversos semidurables- en previsión del impacto de potenciales devaluaciones sobre el valor de su contenido importado.

De esta forma, tal tendencia histórica -verificada una vez más durante el período 2018/2021- tiende a deteriorar severamente el funcionamiento económico del país, al tornar inestable la demanda de dinero ante el rechazo de la población a conservar la moneda doméstica, dificultando así las posibilidades de la autoridad monetaria para controlar la inflación y estabilizar la economía. Por ende resulta evidente que una dolarización informal no resulta inocua, al generar presiones sobre el tipo de cambio como resultado del incremento de la demanda de dólares físicos, fenómeno que reduce sensiblemente la posibilidad de determinar objetivos de política ante la relevancia de la masa monetaria global integrada por dólares radicados en la plaza doméstica cuyo control no puede la autoridad local ejercer. En efecto, una parte sustantiva del dinero en circulación -en este caso moneda extranjera cuyo volumen exacto los reguladores sólo pueden estimar- no permite evaluar con precisión la composición de la demanda de dinero, por lo que el control inflacionario por vía del manejo de la oferta monetaria se convierte en un ejercicio vano ante la inviabilidad de su adecuada estimación.

Como corolario de este proceso resulta inevitable un deterioro del poder adquisitivo de los ingresos denominados en moneda local, incluyendo salarios y jubilaciones -así como de ciertos contratos tales como los alquileres- que se retraen pari passu con la periódica devaluación de la moneda local ante el avance de la dolarización informal, y en particular el progresivo ritmo de traslado de la depreciación a los precios domésticos.

Finalmente, otra consecuencia indirecta de la dolarización informal se refleja en la distorsión de las tasas de interés en moneda local, que se tornan más elevadas ante el progresivo desincentivo para el ahorrista frente al riesgo devaluatorio, no obstante los intentos de la autoridad monetaria para estimular el mantenimiento de pesos por parte de la población. En consecuencia, la dolarización informal tiende a agravar la eventual desconfianza del público respecto de la solidez del sector financiero, dado que la carencia de ahorro en moneda local contrae la liquidez bancaria, y eventualmente su solvencia, pudiendo generar así una profecía autocumplida.

De tal forma una creciente dolarización informal asume características muy gravosas para la conducción económica, en tanto restringe el campo de acción de las políticas monetaria y fiscal, al incrementarse el riesgo cambiario y crediticio del sistema financiero mientras se reduce el poder adquisitivo de los sectores asalariados y pasivos. Así, podría imaginarse que la escasa probabilidad de restablecer a mediano plazo la credibilidad y consistencia monetaria doméstica culminara impulsando finalmente una dolarización formal.

Frente a tal pronóstico -y ante el rechazo de diversas corrientes políticas a la resignación de la soberanía monetaria derivada de una dolarización plena- podrían tal vez analizarse mecanismos alternativos más flexibles, sustentados en el sencillo recurso a la teoría económica, con el objeto de explorar eventuales vías alternativas superadoras del bimonetarismo. Así, una adecuadamente planificada convivencia del peso y el dólar durante un período preestablecido no debería ser descartada, en tanto podría tal vez contribuir a restaurar la solidez del peso para su preservación como exclusiva moneda local. A tal efecto se requiere poder estimar con algún grado de certeza el stock de dólares requerido para sostener un fluido funcionamiento del sistema económico doméstico durante un plazo que cubriera al menos dos períodos presidenciales, como señal de consenso político. Sólo así podría aspirarse al “acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales de Argentina” propuesto por la vicepresidenta.

El presente artículo forma parte de una serie que será publicado en las próximas ediciones

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