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Racionalidad antivacuna

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06 abril de 2021

Por Pablo Mira (*)

Robert F. Kennedy Jr., sobrino del famoso expresidente de EE.UU., señaló ante una audiencia de miles de personas en Berlín el año pasado que “a los gobiernos les encantan las pandemias por la misma razón que les gustan las guerras (porque) les permite controlar a la población de una manera que, en otras circunstancias, jamás se aceptaría.”

Este activista lleva ya dos décadas alegando que la vacunación en general es perjudicial para la salud humana, y no perdió la oportunidad de sumar a su militancia su oposición a las vacunas contra el Covid-19. El desarrollo de estas vacunas, afirma Kennedy, no ha sido impulsado por la preocupación por la salud, sino por las corporaciones que buscan beneficios y por lo que él denomina las “élites autoritarias del gobierno”.

A juzgar por la cantidad de gente que vemos que se vacuna a diario en el mundo, este mensaje antivacunación no parece haber sido tomado demasiado en serio. Pero esto ocurre en parte porque por ahora se vacuna sin mayores problemas a quienes confían en la ciencia. Cuando le toque al grupo escéptico, en cambio, todo el proceso de vacunación podría entorpecerse. En el gran país del norte, el 38% de los adultos no vacunados insiste en que no quiere ser vacunado, pero esta actitud no se limita a Estados Unidos.

De hecho, se han notificado bajas tasas de aceptación de la vacuna en Oriente Medio, Europa del Este, Africa y otros países europeos, incluyendo economías desarrolladas como Francia e Italia. Esta actitud se suma a las regiones de escasa o nula disposición de vacunas, que pueden albergar nuevas variantes del Covid-19 que se diseminen a nivel mundial, deteniendo el progreso hacia la inmunidad de rebaño.

Es importante notar que los movimientos antivacunas no son la consecuencia de una reacción particular al estado presente de las instituciones o a las suspicacias contra los líderes políticos de turno. La historia demuestra que las posiciones anticiencia en general, y antivacunas en particular, no son nada nuevas.

El caso más funesto para la humanidad fue el de la vacuna contra la viruela. A pesar de los beneficios de aplicarla que el tiempo ha puesto de manifiesto, este método debió superar una importante oposición popular en todo el mundo, y se necesitaron casi dos siglos para eliminar la enfermedad.

La desconfianza contra las vacunas lleva a las familias incluso a arriesgar a su propia prole. Los padres que no vacunan a sus hijos parecen tener menos confianza en las autoridades de la salud pública que en los referentes antivacunas, muchas veces celebridades sin ninguna formación científica. En parte, esto refleja que los seres humanos se dejan influenciar por personas que creen que conocen en profundidad, y en las que confían casi ciegamente. En una época donde los medios insisten en castigar a las instituciones públicas, y en el que prevalece un sistema médico inequitativo y disfuncional, un personaje carismático y sus teorías absurdas logran captar fácilmente la atención de muchos.

Este estado de cosas es, desde luego, muy triste para el desarrollo humano, pero podría ayudar a alertarnos sobre dos cuestiones. Primero, la vacunación, por muy eficaz que sea, no sustituye a las condiciones sociales subyacentes que contribuyen a las enfermedades humanas, incluida la falta de acceso a una atención sanitaria de calidad. Muchas personas en el mundo sufren y mueren de enfermedades infecciosas debido a sus circunstancias particulares de vulnerabilidad económica y social. La defensa responsable de la salud pública debe abordar con urgencia las problemáticas sociales y económicas que traen consecuencias sanitarias. Si bien esta realidad no justifica una posición antivacunación, redefine las prioridades de mucha gente.

Segundo, una cantidad notoria de individuos no se comporta, como se asume normalmente en la teoría económica tradicional, como agentes que pretenden maximizar su bienestar de largo plazo. Por el contrario, un porcentaje nada desdeñable de homo economicus parecen estar dispuestos a arriesgar su vida y la de su familia tomando una decisión a todas luces equivocada. Para ellos, debemos considerar políticas que no incluyan solamente incentivos económicos esperando una decisión basada su buen juicio. Es necesario seguramente llevar adelante un conjunto de medidas originales que contribuyan a que la “arquitectura decisoria” de estos individuos enmarque el problema de modo de maximizar la posibilidad de que opten por una alternativa que salve su vida, la de su familia, y la de todos los demás. Entre estas ideas, no deberíamos descartar usar los mismos trucos publicitarios que usan las celebridades que se oponen a la ciencia.

(*) Docente e investigador de la UBA

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