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Estanflación y controles: más problemas a la vista

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Héctor Rubini 20 abril de 2021

Por Héctor Rubini (*)

La inflación de marzo superó hasta los pronósticos privados más pesimistas, pero también es una señal de varias alertas para las autoridades: a) la suba de precios minoristas está en inequívoca aceleración desde noviembre pasado, b) la misma refleja el también evidente fracaso de la estrategia de control de precios y destrato a empresarios privados, y c) también muestra claramente las limitaciones del atraso de tarifas públicas y del tipo de cambio como anclas nominales.

Las subas de combustibles iniciadas en agosto pasado dieron origen a una seguidilla de aumentos con inmediato traslado a precios, cuyo final es hoy muy difícil de predecir. En el caso particular del gas natural, se aplicarían subas sensiblemente inferiores a lo pedido por las empresas del sector para los próximos meses, pero también se descongelarían A esto cabe agregar el ajuste de precios administrados (ya se vio el fuerte impacto del aumento de precios por subas en la educación privada en marzo), los aumentos de peajes, prepagas y algunos otros por razones estacionales.

Todo preanuncia una inflación que quizás pudiera desacelerarse un poco en mayo y junio, en la mejor hipótesis imaginable. Nadie hoy puede dar crédito al pronóstico oficial de 29%. Tampoco a la argumentación oficial echando culpas a “los precios internacionales”. Si ese fuera el caso, toda América Latina, incluida Venezuela, debería moverse al compás de la inflación argentina. Venezuela sigue en su hiperinflación y América Latina en general tiene tasas de inflación más cercanas a los de los países desarrollados que a la de nuestro país.

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Las explicaciones oficiales giran en torno de una idea que parece confundir nivel con tasas de variación de precios: la inflación sería fruto de una “puja distributiva” y de “los grupos concentrados”. Palabras más o menos, similar diagnostico comparten de manera más explicita en algunos casos, o con silencio tácito en otros, asesores y allegados al equipo económico.

Basta con leer en redes sociales el esfuerzo sobrehumano que aplican para sostener que “money does not matter”. La realidad es implacable: en 2020 el IPC aumentó 36,1%, los precios mayoristas (IPIM) aumentaron 35,4% y la base monetaria 30,3%. ¿Money does not matter?

El enfoque oficial deriva de una visión que vemos en cierta tradición local que ya encontramos en las discusiones de casi 40 años atrás: la suba de precios de Argentina es por la “concentración empresarial”. Pero en varias actividades y mercados de buena parte de Sudamérica y otros países más al norte, la concentración económica (monopólica si se quiere) es aún mayor, pero la inflación es sustancialmente inferior.

Salvo Venezuela, no hay país con administraciones que compartan la visión conspirativa que apela simplemente a la concentración y a la “puja distributiva”. Como acertadamente sostuvo Adrián Guisarri en su libro “La Argentina Informal”, es una frase que solo contribuye a calmar nervios de quienes la esgrimen, pero que esquiva la esencia del problema inflacionario: exceso de demanda de bienes con exceso de oferta de dinero.

La salida elegida, como observamos la semana pasada, es una estrategia en base a un régimen de controles, permisos, autorizaciones y según ha trascendido en otros medios, amenazas explícitas atribuidas a una funcionaria de segunda línea que se habría dirigido a varios empresarios en términos no muy diferentes a los habituales entre 2008 y 2015: “Ahora te toca perder (?) seguí llorando (?) nosotras vamos a apretarte con resoluciones y controlarte todo el negocio (?) vos sos el culpable de la inflación”.

La metodología pareciera inspirarse en la retórica y contenidos del libro III de “El Capital” de Karl Marx, con una visión del empresario como delincuente, ladrón y alguien que debería estar estrictamente subordinado a las órdenes discrecionales de la Secretaría de Comercio Interior, o desaparecer como tal y transformarse en un empleado público que obedezca órdenes de ese organismo o un ente centralizado de planificación estatal.

Para algunos alarmistas la fuente de inspiración remite a un ejercicio de política práctica en línea con la Venezuela de Maduro, la Cuba de los Castro o la ex Unión Soviética. Pero, como lo advirtiera hace unos años atrás el Premio Nobel de Economía Edmund Phelps es un modus operandi ya observado en otros regímenes paternalistas, como la Italia de Mussolini.

La visión del empresario como un delincuente, o como una suerte de animal silvestre a ser amaestrado por las mentes superiores de funcionarios públicos, también fue la regla en el nacionalsocialismo alemán de la Segunda Guerra Mundial. Otto Nathan, en su libro de 1944 “Nazi War Finance and Banking”, editado por el National Bureau of Economic Research, señalaba entre otros puntos los siguientes sobre dicha experiencia.

En los seis años entre la victoria fascista en Alemania y el estallido de la Segunda Guerra Mundial se erigió un sistema de producción, distribución y consumo que no era capitalismo en sentido estricto.

No era capitalismo de Estado: el Gobierno no tenía ningún deseo de apropiarse de los medios de producción. Tampoco era socialismo ni comunismo: todavía existían la propiedad privada y las utilidades privadas. El sistema combinaba algunas características del capitalismo y de una economía altamente planificada.

El cambio más importante fue la abolición del sistema tradicional de mercados autónomos en los que se encuentren la oferta y la demanda, coordinando las actividades económicas de millones de individuos.

Una vasta red de organizaciones se montó para englobar a cada factor de producción, la distribución y el consumo. Dominando esta estructura organizativa para dictar órdenes a cada empresario y exigiendo estricta obediencia a todos, el Gobierno logró el control completo de la economía

El Gobierno decidía y ordenaba en qué y cuánto debía invertirse, producirse, distribuirse consumirse o almacenarse. Un sistema de controles “directos” fue sustituido por el mecanismo de precios que “regula indirectamente” las actividades económicas en el capitalismo tradicional.

¿Estamos en en curso de un giro hacia alguno de estos experimentos que lejos han estado de ser exitosos en el Siglo XX? ¿Habrá intención de advertir sus riesgos y peligros? Si algo resulta ser hoy más que evidente, es que en cualquiera de esas alternativas nadie, ni siquiera sus entusiastas, podrán evitar resultados muy diferentes: dificultades para volver a crecer, crear empleo, alinear la inflación a los niveles internacionales, y reducir la conflictividad política y social.

Si a esto se suman los cortocircuitos en torno de la creciente endeblez de la administración de la pandemia del Covid-19, no será nada fácil revertir la persistente estanflación que prevalece en la última década. Al menos si se persiste en insistir por un sendero de estatismo paternalista y con resabios autoritarios, que no son más que una repetición de experiencias desastrosas de nuestro país, y de otros países del mundo.

(*) Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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