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Washington intenta bajar su perfil en Medio Oriente

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Atilio Molteni 01 febrero de 2021

Por Atilio Molteni Embajador

Aunque todavía es temprano para detallar la futura política de Estados Unidos en el Medio Oriente, el nuevo jefe de su diplomacia brindó algunos elementos de gran interés. Como la noción de que el Gobierno de Joe Biden no se propone modificar los criterios históricos de esas relaciones, en especial los vínculos con Israel, país al que considera un referente de la democracia geoestratégica regional, ni los compromisos vinculados con la seguridad del Estado judío. Pero también destacó que ese nexo no impedirá actualizar y reducir los recursos y el tiempo que el Departamento de Estado dedica a la política del área.

Esas y otras definiciones permitieron que el Secretario de Estado, Anthony Blinken, consiguiera el fácil visto bueno del Senado de su país por amplio margen (78 votos a favor y sólo 22 en contra), hecho que parece demostrar la rápida evaporación del “América Primero” del expresidente Donald Trump. Tal humor político no incluyó el respaldo de los senadores republicanos a la propuesta de juzgar al exjefe de la Casa Blanca por “incitar a la insurrección”. Sólo cinco de los miembros de esa bancada apoyaron la iniciativa demócrata. Las evaluaciones más realistas sugieren que ese órgano legislativo no alcanzará los dos tercios de votos necesarios (67) con el fin de responsabilizarlo por las declaraciones que indujeron a la sangrienta ocupación temporaria de los recintos del Poder Legislativo.

Tras la confirmación de Blinken, cobraron mayor interés sus comentarios sobre la vigencia del rebalanceo geoestratégico en el Asia, algo que en su momento generó la Administración de Barack Obama, cuyas decisiones se orientaron a fortalecer la activa participación de Estados Unidos en el Asociación Transpacífica y otras acciones emblemáticas en ese rincón del planeta.

Las antedichas declaraciones sobrepasaron el enfoque orientado a dar visibilidad a la presencia estadounidense. En especial si se los compara con las movidas que protagonizara, por ejemplo, el expresidente George W. Bush, quien estuvo al mando del la Casa Blanca cuando su país era una potencia hegemónica y se hablaba sin eufemismos de modificar el orden regional a través del cambio de los regímenes políticos en algunos Estados, la intervención militar y del presunto interés de solucionar los múltiples conflictos existentes.

Los analistas sugieren que la gestión de Biden se inclinará a utilizar una mejor y más intensa acción de la diplomacia, a fin de evitar las implicancias negativas que podría originarse de la sobreactuación del poder nacional y del desconocimiento de las obligaciones que se derivan de los principios definidos por la Carta de la ONU.

Estiman que tal enfoque haría posible reducir la presencia militar en la región -que se extendió hasta la reciente partida de Trump-, y abarcar la intervención indirecta en otras crisis, como su apoyo a las acciones de Arabia Saudita contra los huties en la guerra civil en Yemen, las que generaron una visible crisis humanitaria, a pesar de las reticencias de Washington hacia el actual régimen saudí.

Apenas llegado a la Casa Blanca, el presidente Biden impuso la revisión de las voluminosas exportaciones militares al régimen de Jeddah y a los Emiratos Árabes Unidos, las que en estas horas forman parte de un proceso de evaluación global del vínculo con las naciones del Golfo.

En los últimos tiempos, el interés estadounidense en la oferta energética de los países de esa región perdió relevancia por el desarrollo de su producción nacional (la que promediará 11 millones de barriles diarios durante 2021) y es un sector que hoy pasa por serias dificultades económicas.

Muchos especialistas sugieren que Washington debería estar más atento a las urgencias domésticas, también jaqueadas por la crisis económica y social originada por la pandemia. En ese contexto, las autoridades del país todavía no resolvieron la secular prioridad de evitar la proliferación nuclear, prevenir acciones terroristas y consolidar sus propios intereses estratégicos, comerciales y financieros en Medio Oriente.

Uno de los temas centrales del nuevo jefe de la Casa Blanca reside en modificar la política de Trump hacia el Acuerdo Nuclear de 2015 con Irán (PAIC), quien consideró que la adhesión de Obama supuso una capitulación ante Teherán.

Sobre el particular, Blinken opina que la movida del Gobierno anterior no consiguió progreso alguno y aisló a Estados Unidos tanto de sus socios como sus aliados ad hoc (Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania).

La actual “hoja de ruta” estadounidense consistiría en volver a participar en el PAIC original y negociar otro plan de mayor alcance que otorgue seguridad a las futuras acciones geopolíticas que sean autorizadas al Gobierno iraní.

Para alcanzar tales objetivos, Washington tendrá que superar la animosidad y desconfianza que reinan entre ambos países desde la Revolución Islámica de 1979, el debilitamiento de la corriente pragmática encabezada por el presidente Hasan Rouhani (las elecciones destinadas a reemplazarlo se harán el 18 de junio), el enfrentamiento entre chiitas y sunitas, que incluyen a Estados que mantienen estrechas relaciones con Washington y que, junto a Israel, reclaman opinar sobre la renegociación del PAIC y, en última instancia, el deseo de alcanzar la distención regional sin convenir una nueva estructura de seguridad, lo que hoy suena a utopía.

Un desarrollo significativo de este escenario fue la llamativa conferencia especializada el jefe de Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF), Aviv Kochavi, quien se manifestó vigorosamente en contra de la renegociación del PAIC.

Según ese referente militar, así como el acuerdo original llevaba a la nuclearización del Medio Oriente, algo parecido habrá de suceder con cualquier texto futuro que impida neutralizar los conocidos adelantos logrados por la tecnología nuclear de Irán.

Kochavi sostuvo que había ordenado la preparación de planes adicionales de ataque para prevenir un escenario en el que Teherán alcance capacidad núcleo-militar, decisión que le correspondía adoptar al Gobierno israelí.

Semejante declaración genera mayúsculos interrogantes acerca de la capacidad concreta de Israel de realizar una incursión aérea sin la cooperación de Estados Unidos y si el Gobierno judío puede lograr el consentimiento para sobrevolar los países del Golfo en virtud de la distancia que lo separa del territorio iraní.

Cabe recordar que, en 1981, Israel atacó y destruyó al reactor que estaba por funcionar en Osirak (Iraq) y, en 2007, hizo lo mismo con una construcción nuclear en Siria, acción que se llamó “Doctrina Begin”, cuya esencia reside en no permitir que un Estado enemigo tenga armas nucleares.

El otro dato es que una política dura de Benjamin Netanyahu en este tema tiene precedentes. El 5 de noviembre de 2012, en víspera de las elecciones estadounidenses (en las que fue reelecto Obama), el entonces primer ministro reiteró su voluntad de atacar las instalaciones iraníes, aun cuando ello suponía hacerlo en soledad, recordando episodios históricos en los que el Estado judío adoptó decisiones que no previeron el visto bueno de Washington. Esas y otras declaraciones se concibieron con la finalidad de llevar a que Obama adopte una posición intransigente con Irán, movimientos que no obstruyeron la concreción del PAIC.

El presente escenario cambió sustancialmente. Biden y Netanyahu se conocen mucho y bien. Además, el nuevo Secretario de Estado ya anunció en las audiencias del Senado que Washington intenta consultar a Israel y los países del Golfo acerca de las negociaciones que se vayan realizando, un proceso que daría la oportunidad de coordinar ideas sobre los vínculos con Teherán.

Una acción militar preventiva quedaría fuera del artículo 51 de la Carta de la ONU, cuyas disposiciones autorizan la legítima defensa, un escenario que legalizaría eventuales represalias de Irán. Semejante enfoque limitaría los progresos del plan iraní sin neutralizar su progreso, ante las características y dispersión de sus instalaciones nucleares. Y en adición a ello, estos hechos unificarían a la población iraní frente a Occidente. Todas esas aristas desestabilizarían aún más el precario equilibrio que hoy rige en el Medio Oriente.

Por otra parte, el secretario Blinken también adelantó en el Senado algunas señales de la posición negativa del Gobierno Biden hacia la propuesta de Trump (de enero de 2020) de “Un Plan de Paz para la Prosperidad” y su apoyo a los asentamientos israelíes.

Entonces destacó que, si bien el estatus reconocido a Jerusalén como capital de Israel no se va a alterar, la única manera de asegurar su futuro como Estado democrático y judío, sería otorgar a los palestinos la titularidad del Estado al que tienen derecho conforme a la fórmula aceptada por la comunidad internacional de “dos Estados conviviendo en paz y seguridad”. El mismo reconoció que era justo pero irreal imaginar que dicha tesis podría ser una opción inmediata.

Un esquema más prolijo exigiría crear condiciones para una nueva negociación entre las partes, teniendo en cuenta que esta fórmula implica la existencia de un Estado palestino soberano, basado en las líneas de cese del fuego de 1967, con intercambios de territorio con Israel, Jerusalén como capital de los dos Estados (en áreas respectivas que se deberán negociar) y un arreglo equitativo de la cuestión de los refugiados palestinos. Esos criterios fueron desarrollados en diciembre de 2016 por el entonces secretario de Estado John Kerry, quien alegó la existencia de un consenso internacional sobre el tema. En ese momento nuestro país apoyó las resoluciones correspondientes del Consejo de Seguridad de la ONU.

Asimismo resulta obvio que el paquete será consistente si incluye la renovación política de Palestina. El presidente de la AP, Mahmoud Abbas, creada por los Acuerdos de Oslo, anunció elecciones legislativas (22 de mayo) y presidenciales (31 de julio), las que tendrán lugar por primera vez desde 2006. Y no obstante el escepticismo asociado con la ejecución de este plan, también es parte del paquete encontrar una solución al gran enfrentamiento que existe entre el Partido Fatah y Hamas, el que controla la Franja de Gaza.

En este entuerto interesa mucho saber qué cartas jugará la nueva política estadounidense y la cooperación de otros países árabes. De concretarse tal proceso, sería posible esperar mejores instituciones democráticas en Palestina y un mayor respeto básico al derecho y a los derechos humanos, lo que haría obsoleta el eterno axioma israelí de que “no hay con quien negociar”.

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