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Rusia: Navalny un rival de fuste para el presidente Vladimir Putin

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Luis Domenianni 22 febrero de 2021

Por Luis Domenianni

¿Alcanzan las movilizaciones en toda Rusia en reclamo de la libertad del opositor Alexei Navalny para derribar al régimen autoritario del presidente Vladimir Putin? ¿Es la presión internacional europea un elemento suficiente para liberar a Navalny? ¿Estados Unidos se sumará a dicha presión o se mantendrá al margen como con el ex presidente Trump?

Como siempre en política, nadie puede anticipar sin riesgo de equivocación el desarrollo de los acontecimientos. No obstante, a la fecha, el régimen instaurado por el presidente Putin (68 años), no parece correr riesgos pese al “enojoso” asunto Navalny.

Negado por el Gobierno ruso, pero comprobado por un laboratorio alemán, otro francés y otro sueco, el abogado Alexei Navalny (44 años) fue envenenado con un tipo de Novichok, agente neurotóxico desarrollado como arma química por la Unión Soviética durante la década de 1970.

Ocurrió el 20 de agosto del 2020. Los síntomas del envenenamiento aparecieron al abordar un avión en la ciudad siberiana de Tomsk para retornar a Moscú. Hospitalizado de urgencia en la también ciudad siberiana de Omsk ?sin T-, Navalny fue poco después trasladado a Berlín, Alemania, donde permaneció hospitalizado en recuperación.

Lejos de investigar los hechos, el Gobierno ruso hizo todo cuanto le fue posible para desacreditar el envenenamiento. Nada resultó. El mundo democrático quedó convencido del envenenamiento y de la culpabilidad del Servicio Federal de Seguridad (FSB), heredero de la tristemente célebre KGB de la época soviética.

Y un día, repuesto, el opositor regresó a Rusia. Fue el 17 de enero del 2021. Nomás puso un pie en suelo ruso, Navalny fue arrestado. Un día después, reunido de apuro en una comisaría de Khimki, un suburbio moscovita, un tribunal lo condenó a 30 días de prisión por violar su libertad condicional al no presentarse ante la policía mientras estaba?en coma en Alemania.

Desde entonces, redes sociales mediante, las manifestaciones en favor de la libertad del opositor, inmediatamente después condenado a cumplir una vieja condena en suspenso desde 2014 que lo depositó en la cárcel por dos años y medio, se sucedieron con mayor o menor intensidad a lo largo de toda Rusia.

Es que buena parte de la sociedad rusa comienza a dejar de ser un sujeto pasivo como lo fue durante la dictadura soviética de la que el propio presidente Putin formó parte como jefe de la oficina de la KGB en Alemania.

Mientras la sociedad inicia su aprendizaje sobre la libertad, el régimen no consigue aceptar el disenso. Allí está la clave de condenas, prisiones, negativas de candidatura y hasta envenenamiento de Alexei Navalny. Se trata de callar a quién no se calla.

Y el ruido, aun si los medios estatales permanecen sordos, favorece al opositor. Es que el recurso a las redes sociales opera como sustituto de los medios tradicionales a la hora de las convocatorias. Es allí donde Navalny planta sus denuncias sobre corrupción.

Del otro lado, el presidente Putin jamás nombra por su nombre al opositor. Su estrategia no sirve. No lo nombra pero se ve obligado siempre a referirse a él. Para contradecirlo, para desmentirlo, para descalificarlo. El todo, menos ignorarlo.

De seguir esta lógica la sociedad rusa reclamará mayor libertad y la probable respuesta del régimen resulte mayor represión y menor tolerancia aún frente al disenso. Es futurología, pero con altas probabilidades de comprobación.

¡Ay, Europa!

Esta vez fue el caso Navalny. Antes, el separatismo pro ruso y la anexión de Crimea, en Ucrania. O la separación de Abjazia y Osetia del Norte de Georgia, invasión de tropas rusas mediante. O la secesión también pro rusa de Transnistria en Moldavia.

¿Qué tienen en común? Pues la consabida protesta de la Unión Europea al gobierno del presidente Putin. Es decir, solo palabras que cuando, alguna vez, fueron más allá, nunca llegaron a ser catalogadas como sanciones, sino como?medidas restrictivas. ¿Prudencia, timidez o pusilanimidad?

Con las protestas por el envenenamiento y por el posterior encarcelamiento del opositor Navalny, otra vez quedó demostrado que, a la hora de la acción, la Unión Europea es poco y nada cuanto consigue.

Sencillamente, porque no se pone de acuerdo. Algunos van por todo como los bálticos Estonia, Letonia y Lituania, a los que siempre se suma Polonia. Otros, al contrario, casi pueden ser considerados aliados de los rusos, como Hungría. Otros pretenden una relación de igual a igual como Francia. Y otros cuidan sus intereses como Alemania.

No solo le ocurre con Rusia. También con China cuando se habla de los uigures, los tibetanos u Hong Kong. O con Turquía y sus intervenciones en Siria, Libia o sus provocaciones en el Mediterráneo Oriental. O con Arabia Saudita, tras el asesinato del periodista Jamal Kashoggi en Estambul. En todos los casos, Europa discute y?nada.

Frente al caso Navalny, la sanción por excelencia debió ser ?aún no está totalmente descartada, pero casi- la interrupción de los trabajos en el gasoducto submarino Nord Stream 2.

Se trata del segundo gasoducto que unirá Víborg, puerto ruso sobre el Mar Báltico, en la región de Carelia ?fue ciudad finlandesa hasta su ocupación por la Unión Soviética tras las dos guerras ruso-finlandesas de la década de 1940- con el puerto hanseático báltico de Greifswald, en Pomerania, Alemania.

Desde la visión comercial rusa, la obra es prioritaria debido a la mayor venta de gas futura. Pero mucho más lo es desde el punto de vista geopolítico.

Es que al igual que su predecesor, Nord Stream1, el gasoducto sorteará los estados hostiles para Rusia de las tres repúblicas bálticas, Estonia, Letonia y Lituania, y la no menos hostil Polonia.

Pero, además, inclinará la dependencia energética de Alemania, empeñada en sustituir sus centrales eléctricas carboníferas y nucleares. Con el agregado que la futura operación de Nord Stream 2 queda en manos exclusivas de la petrolera rusa Gazprom. A diferencia de la participación de empresas como la alemana Eon o la francesa Engie, en Nord Stream 1.

¿Si para Rusia, Nord Stream 2 es prioritario, lo es también para Alemania? No tanto. Existen otras fuentes de aprovisionamiento como Noruega, Estados Unidos o el norte de África.

El Instituto Alemán de Investigación Económica es terminante cuando considera a Nord Stream 2 como “innecesario en términos de energía, perjudicial para el medio ambiente y poco rentable desde el punto de vista empresarial”.

El resultado de la eventual pulseada está casi decidido. Los cien kilómetros que faltan para concluir el nuevo gasoducto se llevarán a cabo. Y el volumen de gas ruso que llega a Europa Central quedará duplicado.

Desde la geopolítica y la política el duro presidente Putin se habrá salido nuevamente con la suya. Resta saber si alguien, alguna vez, le pondrá coto.

Seguro no será el jefe de la diplomacia europea, el español ?catalán- Josep Borrell. Es que contra la opinión de algunos gobiernos, viajó a Moscú para entrevistarse con el ministro de Relaciones Exteriores ruso, el experimentado Serguei Lavrov.

No le fue mal. Le fue peor. Mientras estaba en Rusia y sin aviso previo, tres diplomáticos europeos ?un alemán, otro polaco y otro sueco- fueron expulsados por “participar de las movilizaciones” pro Navalny.

Borrell volvió a Bruselas hecho una furia e intentó devolver la estocada. Como siempre, solo con palabras. Pero, el daño ya estaba hecho. A la eterna voluntad de diálogo de la dividida Unión Europea, Rusia respondió con hechos. Y la obra de Nord Stream 2 continúa.

Sí, Alemania, Polonia y Suecia devolvieron la expulsión de sus diplomáticos con una decisión similar respecto de tres representantes rusos. Pero, ni el presidente Putin, ni su ministro Lavrov, visitaban Berlín, Varsovia o Estocolmo. No es lo mismo.

Estados Unidos y el resto del mundo

Tras cuatro años de “vista gorda” del ex presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, sobre el autoritarismo y la relativización de los derechos humanos por parte del gobierno ruso, la asunción del demócrata Joe Biden presagiaba una tirantez en las relaciones ruso-americanas.

No fue así. O, al menos, no fue así completamente. Es que el 05 de febrero de 2021 vencía el Tratado de Limitación de Armas Nucleares, conocido como Nuevo Comienzo (New Start, en inglés). El 29 de enero de 2021, Rusia prolongó su vigencia por cinco años. Cinco días después, el 03 de febrero, Estados Unidos hizo lo propio.

Buena noticia que la vocera presidencial de Estados Unidos, Jen Psaki, se encargó de limitar al dejar en claro que su país “trabajará para que Rusia rinda cuentas de sus actos antagonistas de los derechos humanos.

El Tratado establece un máximo de 1.500 ojivas nucleares para cada país y restringe a 800 sus rampas de lanzamiento y sus aviones bombarderos pesados capaces de transportarlas. Menos que la capacidad bélica de hace 20 años pero suficiente para destruir varias veces el planeta.

Más allá del acuerdo, los principales contenciosos entre Rusia y Estados Unidos son cinco: Ucrania, Navalny, el pirataje masivo sobre instituciones norteamericanas, los pagos a los Talibán afganos para que asesinen militares norteamericanos y la injerencia en las elecciones presidenciales de noviembre del 2020.

Y quedan las aventuras bélicas rusas en Africa y Medio Oriente.

En África, parece ser el continente elegido por el Kremlin ?más allá de las latitudes de la ex Unión Soviética- donde el gobierno ruso cifra sus ambiciones de retorno como superpotencia. En particular, la avanzada se centraliza sobre Libia y sobre la República Centroafricana.

Si bien las facciones libias que se combaten en la guerra civil han llegado a un acuerdo para organizar elecciones que culminen en un gobierno constitucional reconocido por todos, nadie pone la mano en el fuego en aras del cumplimiento de ese deseable objetivo.

Una de esas facciones, la que se asienta en la capital, Trípoli, recibe apoyo turco. La otra, con cuartel general en la segunda ciudad, Bengazi, recibe apoyo ruso, egipcio y de los Emiratos Árabes.

El apoyo ruso consiste en soldados mercenarios reclutados por una empresa, Grupo Wagner, cuyo titular es Yevgeny Prigozhin, personaje muy cercano al presidente Putin, dedicado originariamente al catering. Prigozhin es objeto de sanciones económicas y cargos penales en Estados Unidos por interferencias en las elecciones del 2016 y del 2018.

Nadie ignora que Wagner es una pantalla cuyo fin es evitar responsabilidades a las Fuerzas Armadas y al gobierno ruso.

Son también mercenarios del Grupo Wagner quienes actúan al lado del gobierno centroafricano en la guerra civil de dicho país, en tareas de protección de minas y de “personalidades”. Fueron empleados para asegurar la capital, Bangui, durante las elecciones presidenciales y para recuperar, de manos rebeldes, la ciudad de Bambari.

Wagner está presente en Sudán, en Madagascar y en Mozambique, donde sus paramilitares cumplen tareas de seguridad y de entrenamiento.

Fuera del África, los mercenarios rusos combaten en Siria, junto a las tropas del gobierno del dictador Bashir Al-Asad, los combatientes del Hezbollah libanés y los Pasdarán iraníes. Los paramilitares rusos participaron de la reconquista sobre los islamistas de Estado Islámico de la ciudad de Palmyra, entre otros, combates.

En América Latina, actuaron como personal de seguridad del autoritario presidente Nicolás Maduro de Venezuela y entrenaron a la denominada Milicia Nacional Venezolana y al grupo paramilitar (pro Maduro) Colectivos.

En síntesis, es el Grupo Wagner la principal, pero no la única, herramienta del gobierno ruso del presidente Putin para actuar en distintos conflictos del mundo.

La zona de influencia

Sin dudas, el objetivo del presidente Putin consiste en alcanzar un reconocimiento internacional que ponga a Rusia en el nivel de superpotencia que supo alcanzar en épocas de la Unión Soviética.

Para ello, hace falta inmiscuirse en distintas regiones del mundo, en general, pero fundamentalmente, en la propia esfera de influencia. La que componen las ex repúblicas soviéticas independizadas, en primer término, y los países del ex Pacto de Varsovia, luego.

No es fácil, nadie quiere retornar a épocas pretéritas. Precisamente, en Ucrania, el presidente Volodymyr Zelensky, con nuevo bríos tras la asunción de su colega norteamericano Joe Biden, decretó el cierre de tres señales de televisión pro rusas que se difunden en Ucrania.

Se trata de emisoras que pertenecen a un íntimo amigo del presidente Putin, el diputado Viktor

Medvedchuk, sobre las que el gobierno ucraniano asegura que reciben financiamiento ruso y que conforman un instrumento de guerra contra Ucrania. Por supuesto, el diputado y sus partidarios clamaron en la “defensa de la libertad de expresión”.

El asunto pasó a mayores. El gobierno ucraniano recibió el pleno apoyo del nuevo gobierno de Estados Unidos y una adhesión, bastante más tibia, de la Unión Europea. Ahora, todo el mundo espera la reacción del hombre fuerte del Kremlin que, hasta aquí, no se produjo.

El presidente Zelensky fue más allá. Decidió la aplicación, desde el pasado 16 de enero de 2021, en el sector servicios, de la ley del 2019 que establece, de manera progresiva, la obligatoriedad del uso del ucraniano en todos los estamentos de la vida pública. Obviamente, el uso obligatorio del ucraniano se lleva a cabo en detrimento del empleo del ruso.

Ucrania es un atolladero del que el presidente Putin sacó tajada, en 2014, con la anexión de Crimea y la secesión de dos regiones pro rusas en el este del país: las Repúblicas Populares de Donetsk y de Lugansk.

Es la táctica del gobierno ruso: amputar territorios a las ex repúblicas soviéticas. Además del caso ucraniano, está la Transnistria separada de Moldavia, y la Osetia del sur y la Abjazia, secesionistas de Georgia.

Se trata de una táctica que se emplea frente a los gobiernos “díscolos”, pro occidentales, de las ex repúblicas soviéticas. En cambio, frente a aquellos que no discuten la influencia rusa, los métodos son otros.

Fue cuanto ocurrió en el Cáucaso, en la reciente guerra entre Armenia y Azerbaiyán. Militarmente hablando, ganó Azerbaiyán. Políticamente, también aunque no tanto como esperaba. Recuperó territorios pero no la región del Alto Karabagh, razón de ser de la guerra.

Y no la consiguió porque el Gobierno ruso se lo impidió. Tres fueron las razones, a saber: limitar la influencia turca sobre los azeríes ?influencia determinante para el triunfo militar-, reconocer la derrota armenia sin la cesión del territorio disputado y limitar, sin impedir, la victoria azerí.

El Cáucaso fue una nueva demostración palpable de la voluntad rusa de recuperar su “zona de influencia”. La intervención en distintos teatros de otros continentes, el afán de un retorno al status de superpotencia.

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