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Anticipo de “Cómo funciona el fascismo” de Jason Stanley

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25 febrero de 2021

El reconocido filósofo estadounidense, alarmado por el aumento generalizado de las tácticas fascistas, advierte que subestimar el poder acumulativo de estas tácticas es sumamente peligroso para la humanidad

Aunque muchos creen que es cosa del pasado, el fascismo toma cada vez mayor fuerza, tanto en los países en desarrollo como en las principales potencias del mundo.

Jason Stanley, reconocido filósofo estadounidense, alarmado por el aumento generalizado de las tácticas fascistas, intenta alertarnos, a través de su libro “Cómo funciona el fascismo”, publicado por Penguin Random House, que subestimar el poder acumulativo de estas tácticas es sumamente peligroso para la humanidad. Según el autor, solo reconociendo esta política, podremos resistir sus efectos más dañinos y regresar a los ideales democráticos.

En exclusiva, El Economista presenta un anticipo del libro (capítulo 2), que es furor en todo el mundo y que estará disponible en todas las librerías del país a partir de marzo.

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Es difícil que prospere un programa político que diga abiertamente que perjudicará a un amplio grupo de personas. El papel de la propaganda política es ocultar aquellos objetivos claramente conflictivos de los políticos o de los movimientos políticos haciéndolos pasar por unos ideales que tienen gran aceptación. Se enmascara lo que en realidad es una guerra peligrosa y desestabilizadora por obtener el poder para que parezca una guerra que tiene como meta la estabilidad o la libertad. La propaganda política utiliza el lenguaje de los grandes ideales para unir a la gente en torno a unos fines que de otro modo parecerían muy dudosos.

La “guerra contra el crimen” del presidente estadounidense Richard Nixon es un ejemplo perfecto de cómo disimular objetivos problemáticos y presentarlos como bienintencionados. La historiadora de Harvard Elizabeth Hinton estudia esta táctica en su libro “From the War on Poverty to the War on Crime: The Making of Mass Incarceration in America”. En él incluye anotaciones del diario del jefe de Gabinete de Nixon, H. R. Haldeman, quien cita a Nixon en una entrada de abril de 1969: “Tenemos que asumir que el problema real son los negros. La clave está en idear un sistema que tenga esto en cuenta sin que lo parezca”. De modo sistemático y sin rodeos, Nixon acababa de admitir que la lucha contra la delincuencia podía ser una manera eficaz de ocultar las motivaciones racistas de su política nacional. La retórica de la “ley y el orden”, resultante de esta conversación, se utilizó para encubrir un programa político racista que no era un secreto para nadie dentro de las paredes de la Casa Blanca.

Los movimientos fascistas llevan liberando al pueblo de las élites corruptas desde hace generaciones. Dar publicidad a falsas acusaciones de corrupción mientras se participa en operaciones ilícitas es algo característico de la política fascista, y las campañas anticorrupción suelen ocupar un lugar central en los movimientos políticos fascistas. Es típico de los políticos fascistas condenar la corrupción del país del que se quieren apoderar, lo que resulta cuando menos curioso, ya que ellos siempre son mucho más corruptos que aquellos a quienes pretenden sustituir o derrotar. Como dice el historiador Richard Grunberger en su libro “La historia social del Tercer Reich”: “Era una situación paradójica. Después de haber repetido hasta la saciedad y grabado en la conciencia colectiva que democracia y corrupción eran conceptos sinónimos, los nazis se dedicaron a crear un sistema gubernamental que hacía que los escándalos del régimen de Weimar palidecieran en comparación. La corrupción era sin duda el principio rector del Tercer Reich, y aun así muchos no solo hacían la vista gorda, sino que de verdad creían que aquellos hombres del nuevo régimen estaban plenamente comprometidos con la integridad moral”.

Cuando el político fascista habla de corrupción, se está refiriendo en realidad a la corrupción de la pureza y no a la de la ley. Aunque parezca que, oficialmente, su denuncia tenga que ver con el ámbito político, en realidad de su discurso se desprende que es una usurpación del orden tradicional.

Precisamente fueron las falsas acusaciones de corrupción las que pusieron punto y final a la Reconstrucción. Como dice W. E. B. Du Bois en “Black Reconstruction”, “el origen de aquella acusación de corrupción fue que los pobres gobernaban y cobraban impuestos a los ricos”. Cuando habla de la razón principal para privar del derecho al voto a los ciudadanos negros, Du Bois dice lo siguiente: “El sur, casi de modo unánime, culpaba finalmente al negro de ser el principal responsable de la corrupción sureña. Repitieron hasta la saciedad aquella acusación hasta que pasó a formar parte de la historia: que la causa de la falta de honradez durante la reconstrucción fue que, después de doscientos cincuenta años de explotación, a cuatro millones de obreros privados de derechos se les había concedido por ley el derecho a tener voz en su propio Gobierno para hablar de los productos que fabricarían, del tipo de trabajo que desempeñarían y de la distribución de la riqueza”.

Para muchos estadounidenses blancos, el presidente Obama debió de ser un corrupto, porque el hecho mismo de estar en la Casa Blanca ya corrompía en cierto modo el orden tradicional. Que las mujeres consigan posiciones de poder político normalmente reservadas para los hombres -o que los musulmanes, negros, judíos, homosexuales o “cosmopolitas” aprovechen o incluso puedan utilizar los bienes públicos de una democracia como, por ejemplo, la asistencia sanitaria- se percibe como corrupción. Los políticos fascistas saben que sus seguidores pasarán por alto sus propias corruptelas porque, en su caso, como miembros de la nación elegida, solo han tomado aquello que por derecho les pertenece.

Darle a la corrupción apariencia de anticorrupción es una estrategia distintiva de la propaganda fascista. Vladislav Surkov fue básicamente el ministro de Propaganda de Vladimir Putin durante muchos años. En su libro “La nueva Rusia”, el periodista Peter Pomerantsev afirma que el “sistema político en miniatura” de Surkov tenía “una retórica democrática y una voluntad antidemocrática”.

Esa voluntad antidemocrática oculta tras la propaganda fascista es clave. El Estado fascista quiere desarticular el Estado de derecho para reemplazarlo por los mandatos de los distintos dirigentes o líderes del partido. Es habitual en el fascismo contrarrestar las duras críticas que recibe de un sistema judicial que actúa de modo independiente con acusaciones de imparcialidad (que es una clase de corrupción). Acto seguido aprovecha esos reproches para reemplazar a jueces independientes por aquellos que utilizarán la ley cínicamente para proteger los intereses del partido que está en el poder. La rápida y reciente transición de ciertos Estados en apariencia democráticos como Hungría y Polonia a gobiernos no democráticos ha hecho que destaque esta táctica en especial, que tiene como objetivo debilitar a un sistema judicial autónomo: los dos países pusieron en vigor leyes para reemplazar a jueces independientes por personas leales al partido poco después de que sus regímenes antidemocráticos llegaran al poder. Oficialmente, lo justificaron diciendo que la neutralidad judicial anterior era en realidad pura fachada y que había existido una predisposición contraria al partido gobernante. Para erradicar la corrupción y la supuesta imparcialidad, los políticos fascistas atacan y desacreditan a las instituciones que de otro modo controlarían su poder.

Del mismo modo que la política fascista ataca al Estado de derecho con el pretexto de combatir la corrupción, también alega que quiere proteger la libertad y los derechos individuales. Pero esos derechos dependen de la opresión a ciertos grupos. El 5 de julio de 1852, Frederick Douglass, orador partidario del movimiento abolicionista, dio un discurso con motivo del Cuatro de Julio, Día de la Independencia de Estados Unidos. Douglass empieza diciendo que es un día para celebrar la libertad política: “Hoy, a efectos de celebración, es 4 de julio. El aniversario de su independencia nacional y de su libertad política. Esto es para ustedes lo que la Pascua fue para el pueblo liberado de Dios”.

Douglass dedica la primera parte de su discurso a elogiar el compromiso de los padres fundadores con la causa de la libertad y a alabar que en ese día se le rinda homenaje. Pero entonces, refiriéndose al momento presente, Douglass, que había sido esclavo, pregunta: “Arrastrar a un hombre encadenado hacia el grandioso e iluminado templo de la libertad y llamarlo para que se una a ustedes en sus himnos de regocijo constituye una burla inhumana y una ironía sacrílega. ¿Pretenden ustedes, ciudadanos, burlarse de mí al pedirme que hable hoy?”.

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