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Llega Joe Biden y enfrenta un escenario muy complicado

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Héctor Rubini 18 enero de 2021

Por Héctor Rubini (*)

En dos días más, la era Trump quedará en el pasado. Los historiadores tendrán material de sobra para debates sobre el crecimiento de su figura y el del Tea Party, su rápida y efectiva campaña de marketing para imponerse en las internas del Partido Republicano y en las elecciones de 2016 y el estilo confontativo e irritante que nunca quiso moderar.

La “nave” económica no descarriló, y fue lo que privilegió Trump para sostener su poder y su predicamento. Su política económica lejos ha estado del ideal de un economista “conservative”, que en nuestro país se llamaría “liberal”. La baja de impuestos para los sectores de más altos ingresos fue acompañada por aranceles al comercio exterior, en un esquema macroeconómico subordinado a cuestiones de seguridad nacional y un proteccionismo copiado de los mercantilistas del Siglo XVI. Es de esperar que el recetario de Peter Navarro y otros ideólogos anti-China en buena medida quede en el cesto de la basura, pero esto no necesariamente significará una Casa Blanca más “blanda” con Beijing.

En materia de política exterior, no hubo un debilitamiento del liderazgo de Estados Unidos, pero la conducción Trump privilegió una agenda anti-multilateralismo focalizada en “pararle el carro” a la República Popular China. Una estrategia compleja en la que la guerra comercial con el país oriental se acompañó con un extraño diálogo con el líder de Corea del Norte, el retiro de efectivos militares en parte de Medio Oriente, una alianza férrea con Israel y una política de presión sobre el régimen de Nicolás Maduro, sin rupturas de ningún tipo. La constante fue la insolencia verbal, la obsesiva presencia en Twitter y los cuestionamientos a organismos y agendas multilaterales sin contrapropuestas aceptables para el resto del mundo.

Joe Biden ahora deberá perder no menos de un año de su gestión para reinsertar a Estados Unidos en organismos multilaterales de los que el país se ha retirado, o a los que Trump ha boicoteado agresivamente, como la Organización Mundial de Comercio, el Acuerdo de París para preservar el medio ambiente, la Organización Mundial de la Salud y la Corte Penal Internacional de La Haya.

El último año mostró a Trump más cerca de Nerón que de Winston Churchill. Confiado en la marcha de la economía, desdeñó la pandemia de Covid-19 y confió en que no tendría gran impacto en la economía ni en otros aspectos de la vida diaria de Estados Unidos. Igualmente, la reacción económica, con un paquete fiscal y monetario inequívocamente keynesiano, logró que, luego de la destrucción del PBI de 31,4% interanual en el segundo trimestre de 2020, en el tercer trimestre el PBI creciera 33,4%. Pero el estilo pendenciero y xenófobo, y siempre bendiciendo a grupos fanáticos racistas, fue espantando al votante promedio. La inadmisible tolerancia a los abusos policiales llegó a su límite, y marcó un antes y un después. Sobrevino luego la derrota electoral cuestionada en varios estados por irregularidades, hasta ahora no probadas.

La telenovela que siguió parecía calmarse hasta los episodios lamentables en el Capitolio, con derivaciones políticas y judiciales que probablemente compliquen los últimos años de Trump. Él sabe que no pocos republicanos y apartidarios lo apoyan y con un fanatismo que no cede. Pero también es factible que enfrente complicaciones nada triviales si se llegara a probar cierta causalidad desde sus mensajes incendiarios a la invasión al Capitolio. Si la solución final será judicial o política es algo que está por verse. La economía va por otro andarivel, pero es claro que Biden debe reparar el daño causado por los atacantes al Capitolio al prestigio que ostentaba la democracia estadounidense y al respeto del “rule of law”.

Internamente, la tarea de cerrar la fractura doméstica exige demostrar inequívocamente que no hubo fraude en la elección presidencial de noviembre, y que las eventuales irregularidades no habrían tenido impacto en el resultado electoral. Por otro lado, recibe un sistema de seguridad interior tan o más desastroso que el de cualquier otro país del continente. Ni las turbas de supuestos grupos de izquierda que en diciembre de 2017 destruyeron la Plaza del Congreso en nuestro país llegaron ni a las puertas del Palacio Legislativo. ¿Alguien puede creer que la invasión al Capitolio no contó con colaboración de funcionarios y/o miembros de las fuerzas de seguridad?

Por otro lado, en los últimos días ha circulado información sobre la existencia de no menos de 200-300 grupos de organizaciones armadas privadas, formadas a la sombra de la extrema permisividad para la compraventa y tenencia de armas. ¿Se quedará Biden con los brazos cruzados frente a esta realidad? ¿Impondrá como realidad fáctica el despliegue no sólo de la Guardia Nacional, sino de Marines y otros agentes de las fuerzas de defensa exterior en las calles hasta de pequeños pueblos de Montana y otros estados donde proliferan grupos de delirantes armados de todo tipo? Y mientras tanto, ¿cómo poner fin a los abusos policiales de los últimos meses?

En materia de política exterior, la realidad de la llamada “pospandemia” ya está en curso. Hay vacunas varias, de dudosa efectividad y seguridad, pero se avanza hacia una normalización de la economía y la vida en el mundo en no mucho más de 2 años. El mundo necesitará bienes y servicios de todo tipo, muchos de los cuales requerirán insumos cuya producción (y no sólo en materia de tecnologías de informática y comunicación) seguirá concentrada en China y otros países asiáticos.

La agenda caprichosamente unilateral de Trump no tenía futuro y en materia comercial, al menos, Estados Unidos enfrenta un mundo en el que deberá hacer concesiones que tal vez reavive las críticas a Biden bajo los motes de “socialista” o “traidor”. Trump devaluó la construcción de la Alianza del Pacífico y el acuerdo Trans-Atlántico con los países europeos. ¿Cómo recuperar terreno perdido y aliados?

Con relación a Latinoamérica, la agenda de Biden sigue siendo en gran medida una incógnita, pero es claro que tanto el enfoque del nuevo titular del BID y la visión del equipo de Biden no son divergentes. Habrá cierto cambio en la marcada desatención a nuestra región desde la gestión de George W. Bush. Los populistas del continente ven con expectante optimismo el cambio de gestión, pero difícilmente las prioridades del presidente demócrata vayan mucho más allá de Centroamérica. Probablemente cambien algo las reglas para el ingreso por la frontera sur, y no es de descartar un mini-plan Marshall para las economías más empobrecidas de América Central y el Caribe. Quienes estamos más al sur, no aparecemos, al menos hasta ahora, ni en los discursos de Biden ni de sus colaboradores. De hecho, tampoco es claro cuál será el enfoque que aplicarán en su relación con Cuba y en particular con el régimen dictatorial de Nicolás Maduro y con los gobiernos que lo apoyan en diversos foros internacionales.

En suma, lo único claro es que la era Trump ha llegado a su fin. La difícil tarea (y no sólo para el nuevo gobierno de los demócratas) que les espera es iniciar una activa desactivación de la promoción del odio y de situaciones conflictivas absolutamente inútiles. Algo que requerirá no sólo un nuevo orden de prioridades, sino un cambio integral del modo y forma de acercamiento de la dirigencia estadounidense hacia sus votantes y hacia el resto del mundo. Un mundo en el que cada vez más países parecen percibir hoy a Estados Unidos como una potencia menos confiable que al inicio de la presidencia de Trump.

(*) Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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