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Falacias de política

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26 enero de 2021

Por Pablo Mira (*)

Una falacia lógica es un modo de razonamiento que suele conducir a un argumento incorrecto. Su propiedad principal es que es engañosa: la afirmación suena inapelable cuando en realidad puede ser falsa. Para ilustrar, consideremos el siguiente enunciado, de candente actualidad. “Si tuviera coronavirus, entonces no le sentiría el gusto a la comida. Como no le siento el gusto a la comida, tengo coronavirus”. Esta falacia es conocida y común: se denomina “de afirmación del consecuente” y peca utilizar incorrectamente la relación entre el “si” y el “entonces”. En la frase, esta relación está asegurada sólo en una dirección: desde tener coronavirus a la falta de gusto, y no al revés. No es fácil escapar a estos fallos lógicos, así que debemos ser indulgentes. Cuando alguien comenta que “la mayoría de los ladrones son pobres”, algunos creen que se estigmatiza a los pobres, pero la frase está lejos de afirmar que todos los pobres son ladrones. Este es otro ejemplo de afirmación del consecuente.

Otras falacias son menos sutiles, pero no siempre se advierten, y esto trae consecuencias conflictivas sobre el debate público, en especial cuando involucran a las políticas económicas. La primera aclaración necesaria es que mientras que en la lógica existen verdades y falsedades sin intermedios, en economía esta distinción es harto más difícil. La tentación de equiparar economía y lógica no es prerrogativa de los exagerados mediáticos. Una parte no menor de la profesión está convencida, por ejemplo, de que existen caminos incontestables y garantizados para el desarrollo, solo obturados por el accionar de políticos corruptos o corporaciones malignas, algo que choca contra toda evidencia disponible.

Quizás la falacia más escuchada en las redes sociales es la que predice el éxito de las ideas propias sobre la base del fracaso de las ajenas. El argumento suele presentarse más o menos así. “Esta orientación de política (o esta política en particular) ya se probó. Como vimos, fue un fracaso. Por lo tanto, debemos hacer exactamente lo contrario”. Se trata de una versión aggiornada de afirmación del consecuente, según la cual si una política A no funcionó, entonces su contraria (no A) sí debería hacerlo.

¿Por qué esta falacia es tan apelada en Argentina? Sencillamente, porque en nuestro país la gran mayoría de las políticas “fracasaron”. Se vienen aplicando desde hace décadas medidas de todo tipo para lidiar con nuestras dificultades de crecimiento y desarrollo y, por lo tanto, es fácil encontrar una política que no funcione y que proporcione entonces una justificación (falaz) a la política contraria. En Argentina, “fracasó” el modelo neoliberal, el modelo inclusivo y posiblemente también, si existe, el modelo promedio entre esos dos. Así, el uso de este argumento abastece a diestra y siniestra de soluciones falaces, porque este es el país de los intentos fallidos.

Nótese que la falacia no aplica solamente a la lógica de la elección entre alternativas. También existe una afirmación demasiado segura sobre lo que significan las políticas “fracasadas” y las que no (por eso usé las comillas). Cada política tiene su contorno: no todas funcionan bien o mal en el vacío. Existen circunstancias en las que ciertas medidas, si no son acompañadas por otras, terminan naufragando irremediablemente, como cuando se intenta frenar la inflación utilizando una variable única y (supuestamente) determinante. El entorno externo y los factores estructurales (que incluyen los políticos y los sociales) también suelen ser concluyentes para que una agenda de políticas tenga tiempo de madurar, o en cambio se transforme en insostenible en pocas semanas. Esto significa que decisiones que no funcionaron en el pasado pueden hacerlo en otros contextos, y que las que sí funcionaron transitoriamente, no necesariamente repetirán su buen desempeño en otro tiempo y en otro lugar.

Este breve recorrido por las falacias de política sugiere que las decisiones económicas deben contar con una reflexión pragmática, considerando todas las variables que podrían obturar su funcionamiento en el corto y en el largo plazo. No vale, por ejemplo, proponer una política económica si en la práctica ésta termina dependiendo implícitamente de contar con poderes absolutos, o de restringir la protesta social hasta que funcione, o de que las condiciones internacionales mejoren permanentemente.

Desde luego, no podemos creer que en un país que crece poco y transpira inestabilidad hallar la estrategia económica correcta sea una tarea sencilla. Se necesitará flexibilidad en algunos casos, reglas claras en otros y mucha prueba y error. Lo que no parece del todo justificado es que quienes alguna vez experimentaron estas dificultades en carne propia opinen desde afuera como si estos dilemas no existieran, o como si sólo hubieran estado presentes en su propia administración.

(*) Docente e investigador de la UBA

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