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El presidente Joe Biden y la “nueva normalidad” de la OTAN

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20 enero de 2021

Por Federico Bauckhage (*)

La inminente toma del mando en Washington por parte de la administración de Joe Biden ha provocado un suspiro de alivio en muchos observadores de las relaciones transatlánticas, y una sensación de “vuelta a la normalidad.” El propio Biden y su equipo de seguridad nacional, compuesto en su mayor medida de veteranos de la administración de Barack Obama, ha reiterado este mensaje en múltiples oportunidades, presentándose como un liberal moderado e internacionalista, interesado en hacer un frente común con sus aliados europeos frente a los desafíos planteados por China, Rusia o Irán.

Sin embargo, esta vuelta a la normalidad puede ser engañosa, ya que durante estos últimos años se consolidaron una serie de tendencias profundas que un cambio de administración en Washington difícilmente pueda revertir.

Durante los últimos cuatro años, las relaciones diplomáticas de EE.UU. con el resto del mundo han sido, por decirlo de algún modo, atípicas, debido al particular estilo de gobierno y sobre todo de comunicación que caracterizó a la administración de Donald Trump. Observadores y funcionarios vieron horrorizados como el presidente Trump calificaba a sus aliados de la OTAN como rivales o adversarios (en sentido comercial) y a la alianza misma como “obsoleta”.

El estilo estridente y disruptivo del presidente Trump no debe, sin embargo, confundirse con sustancia, porque las diferencias entre EE.UU. y sus aliados europeos son tendencias de largo plazo que no fueron consecuencia de Trump, ni van a desaparecen con su reemplazante. Por ejemplo, la insuficiencia de inversiones en capacidades de defensa propias por parte de los estados europeos ha sido un reclamo histórico de sucesivos presidentes americanos, aunque habitualmente lo expresaran de manera más diplomática y reservada. Los recelos sobre el mutuo acceso a sus industrias de defensa y las diferencias en cómo encarar el desafío de China son otros puntos de fricción permanente más allá de los cambios de signo político.

Desde el fin de la Guerra Fría y la desaparición de la amenaza soviética, la OTAN ha sido una alianza en busca de una misión y de un sentido. No es exagerado decir que la iniciativa y el liderazgo de EE.UU. han sido los principales promotores del mantenimiento de esta alianza, cuyos miembros tienen intereses y valores divergentes. Al debilitarse el compromiso de EE.UU. con la OTAN, estas diferencias salen a la luz.

La OTAN es una alianza muy asimétrica, en la cual los estados europeos son dependientes de EE.UU. para su defensa, como quedó demostrado en la operación contra Libia en 2011. Las capacidades de proyección de poder militar de los países europeos fuera de sus fronteras son muy limitadas. Sin el compromiso de EE.UU., la garantía de seguridad establecida en el Artículo 5 pierde en gran medida su credibilidad.

El temor de los estados europeos al abandono por parte de EE.UU. es un problema con raíces históricas profundas, basadas en la experiencia del período de entreguerras. A lo largo de la Guerra Fría, uno de los principales problemas que enfrentó Washington fue como dar credibilidad a sus garantías de seguridad a sus aliados frente a la URSS (esto fue lo que los llevó, entre otras cosas, a compartir sus armas nucleares con algunos países europeos).

La mayoría de los aliados de la OTAN son países pequeños, militarmente insignificantes, cuyo rol en caso de conflicto es extremadamente limitado, al punto que pueden ser considerados protectorados en términos militares. De los aliados de mayor peso, solamente Francia, el Reino Unido y Turquía poseen capacidades militares significativas, y cada uno de ellos viene con sus propias complicaciones, que EE.UU. deberá tomar en cuenta si pretende mantener la integridad de la OTAN.

Francia

Francia es el aliado europeo con capacidades militares más desarrolladas, incluyendo un arsenal nuclear propio, y cierta capacidad de proyección de poder fuera de sus fronteras. Francia no es reacia a utilizar estas capacidades, como demostrara de los últimos años en Libia y en el Sahel. Pero, al mismo tiempo se trata del aliado más reacio a depender de EE.UU., e históricamente ha desconfiado de la preeminencia de Washington, y los presidentes franceses desde Charles De Gaulle en adelante han sido consistentes en su reclamo por una mayor autonomía estratégica frente a la preeminencia de EE.UU. Frente a los recientes desplantes de Washington, el presidente Emmanuel Macron llegó a afirmar que la OTAN padecía de “muerte cerebral”.

Dado que considera que la actitud futura de EE.UU. es impredecible (¿quién garantiza que Trump no será electo nuevamente dentro de cuatro años?), Francia insiste en que Europa debe desarrollar sus propias capacidades para dejar de depender de Washington. Esta es una propuesta de largo plazo, ya que llenar el vacío de capacidades (y credibilidad) que dejaría un alejamiento de EE.UU. requeriría entre 10 y 20 años de inversiones significativas y sostenidas en defensa.

El Reino Unido

El Reino Unido, por su parte, encuentra su política doméstica profundamente alterada por el proceso del Brexit y los efectos económicos de las repetidas cuarentenas. Una de las consecuencias más significativas son las crecientes tensiones entre las naciones que conforman el Reino Unido, donde el Brexit ha dado nuevos aires a los movimientos separatistas en Escocia y en Irlanda del Norte. Así, es muy probable que durante los próximos años el Reino Unido esté más preocupado por remontar la caída económica y preservar su integridad territorial, con poco margen de maniobra para comprometerse con iniciativas militares fuera de sus fronteras.

Turquía

El caso de Turquía, que posee el segundo mayor Ejército entre los miembros de la OTAN, es el más problemático entre los miembros de la alianza. Durante estos últimos años, Ankara ha llevado adelante una serie de acciones en abierto desafío a los intereses de sus compañeros de alianza, que han desestabilizado el mapa geopolítico en la periferia turca.

En la guerra civil siria, mientras EE. U. y los demás aliados apoyaron a los kurdos en la lucha contra el ISIS, Ankara se diferenció del resto para atacarlos, debido a que considera a los kurdos una amenaza a su integridad territorial. En paralelo, tuvo repetidos incidentes fronterizos con Grecia y Chipre por sus exploraciones de hidrocarburos, intervino en la guerra civil en Libia, donde protagonizó un serio incidente naval con Francia, e instigó una guerra entre Azerbaiyán y Armenia.

Ankara también busca desde hace años una mayor autonomía geopolítica, y juega a contrabalancear el poder de Washington flirteando con Rusia. La compra de sistemas de armas S-400 a Rusia, en contra de las advertencias explícitas de Washington, provocó su expulsión del proyecto F-35, y marcó un punto de inflexión difícil de revertir en la relación de Turquía con el resto de los aliados.

En conclusión, hay motivos para poner en duda el compromiso con la OTAN de tres de los principales aliados, por diversos motivos: uno está distraído por su falta de cohesión interna, otro desea mayor autonomía frente a EE.UU. y otro parece encaminado a abandonar la alianza (o ser expulsado) en el largo plazo. ¿Será posible armonizar estas tendencias divergentes en un vínculo renovado? Este es solo uno de los desafíos que enfrenta la administración Biden, y cuatro años parecen poco para intentar resolverlo.

(*) Licenciado y Profesor Superior en Ciencias Políticas (UCA), maestrando en Defensa Nacional (FADENA), profesor de Relaciones Internacionales (UCA) y Secretario de Redacción en el Instituto de Seguridad Internacional y Asuntos Estratégicos del CARI.

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