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Ajuste y endeudamiento: sin certezas a la vista

Héctor Rubini 19 noviembre de 2020

Por Héctor Rubini (*)

La situación macroeconómica de Argentina sigue siendo crítica. El ministro de Economía repetía un año atrás que no tenía sentido un ajuste fiscal en recesión, pero ese sería el rumbo elegido a partir de estas semanas. ¿Sera factible volver a crecer? Sin reversión del rojo fiscal y sin superávit permanente de la cuenta corriente de balanza de pagos, exigirá más endeudamiento externo. Nueva deuda sin despegue económico es más de lo mismo.

Una situación de escasez de dólares fáciles para el Estado no es infrecuente. Probablemente esto comienza a cobrar relevancia a partir del Rodrigazo de 1975, en que toda la economía pareció ingresar en un tembladeral incontrolable. Para corregirlo, el llamado el Proceso de Reorganización Nacional apostó al ajuste monetario y luego a la tablita de minidevaluaciones con apertura importadora. Dos recetas que no lograron la estabilidad ni crecimiento autosostenido.

El gran cubano-argentino Armando Ribas lo dio en llamar “monetarismo cum estatismo” más otras críticas que por entonces molestaron y mucho, pero no se equivocó. El aumento del gasto público y de la presión tributaria se maquillaron con ortopedias monetarias que fracasaron una tras otra y culminaron en la hiperinflación de 1989.

La consecuencia se las había anticipado Ribas: quiebras de empresas y descapitalización de la clase media. A la inestabilidad de precios y del tipo de cambio, más las recurrentes estampidas de tasas de interés se agregó un aumento permanente del gasto público y de una maraña regulatoria y burocrática insoportable. La inestabilidad jurídica pasó a ser una constante hasta el “respirador” de la Convertibilidad. Pero ese giro hacia una economía de mercado carecía de una estrategia productiva de largo plazo. El gasto público y su ineficiencia recobraron fuerza, junto al incorregible festival de bonos de los gobiernos provinciales. Algo que no se pudo “cerrar” con el impuestazo de 2000 ni con el “blindaje” del FMI.

La crisis de 2001-2002 no trajo ningún milagro. Argentina se hundió en el peor de los mundos luego de la triple crisis (bancaria, fiscal y cambiaria), y luego de una semana de 5 presidentes, el último optó no sólo por abandonar el tipo de cambio fijo, sino por el giro al “socialismo sin plan y capitalismo sin mercado” de los '80. Devaluación de la moneda, reafirmación del default de la deuda pública, no devolución de depósitos acorralados, extensión del corralito al corralazo, la “innovación histórica” de la pesificación asimétrica y el retorno a los ingresos fiscales “fáciles” de las retenciones a las exportaciones. Sirvió para estabilizar expectativas y poner un “piso” a la caída. Pero sin financiamiento voluntario, exigía alguna forma de “alivio” con el pago a los acreedores externos. El éxito de la reestructuración de la deuda externa marcó el inicio de una etapa de viento en popa para Néstor Kirchner. Su presidencia mostró un período “virtuoso” de recuperación. Pero su ciclo de reactivación con superávits gemelos (comercial y fiscal) tuvo otras dos ayudas externas significativas: a) la irrupción de China y su gigantesca nueva demanda de commodities, al tiempo que saltaba el precio del petróleo por los ataques de EE.UU. a Irak y Afganistán, dio lugar a un “boom” sojero hasta ahora único en la historia, b) el default de la deuda “salió barato”: salvo amenazas de embargos en el exterior, Argentina no recibió sanciones ni comparables a las que siguieron a la Guerra de Malvinas.

El posterior giro al populismo echó por tierra con un escenario que asomaba favorable para la inversión directa, local y del exterior. El conflicto con el agro por las retenciones móviles marcó el giro hacia el populismo radicalizado y junto con crecientes controles cambiarios, de capitales, y al comercio interior y exterior, aumentó el gasto público sin recursos genuinos para financiarlo. Se “manotearon” activos privados (los ahorros previsionales de toda la población), las utilidades de las reservas del BCRA, y se terminó en nuevo endeudamiento del Tesoro y del BCRA, y emisión monetaria.

El experimento 2016-19 marcó el retorno a una economía mixta no populista pero no se apartó mucho de algo que podría entenderse como “seudo monetarismo cum estatismo”. Algo evidenciado desde el inicio con la expansión del gabinete a más de 20 ministerios, el festival de endeudamiento externo y del BCRA y el “carry-trade” con las Lebac. La falta de convicción y de equipos económicos realmente sólidos llevó a distraerse en una “reforma” tributaria light, intrascendente, que se aprobó con el demagógico gravamen a la renta financiera. El generador de la extensa crisis de balanza de pagos que ya lleva más de dos años (a la fecha, no hay base empírica para decir que ha finalizado).

La actual administración está entre la espada y la pared. Sin suficiente financiamiento voluntario interno ni externo, debió emitir más dinero, arriesgándose a la aceleración inflacionaria y a un salto de la brecha cambiaria.

Lo primero se controló parcialmente con la intervención de la Secretaría de Comercio, pero los síntomas de desabastecimiento forzarán a abandonar el seudomonetarismo vía suba de tasas de interés para frenar al dólar, y también a dejar de lado buena parte de los controles a las importaciones. Subir las tasas de interés puede contener la brecha cambiaria, pero a costa de sostener tasas activas impagables y forzando a buena parte de las pymes y a los individuos a seguir financiándose en mercados informales de crédito. Síntoma inequívoco de un presente de pobreza y riesgo cierto de futuras quiebras empresarias.

De todos modos, el núcleo del problema sigue siendo la brecha fiscal. Mirando las elecciones del año próximo, se ha optado por aumentar la presión tributaria. Pero junto a los prohibitivos controles de cambio, y las tomas de propiedades, los incentivos para la inversión real de largo plazo son mínimos. Si a la inestabilidad macro se le agrega la incertidumbre jurídica, pensar en “volver a crecer”, “vivir con lo nuestro” y calmar la “puja distributiva” con el Estado presente, no es más que soñar despierto.

La pregunta que sigue en el aire es cuándo algo podrá cambiar. ¿Hay incentivos para cambiar? Diversos programas se han ensayado en los últimos 50 años, pero los desbalances fiscal y externo retornan y por varios años. Y un síntoma visible es el aumento permanente de la deuda externa pública (sector público no financiero y BCRA). A fin de 2001, ascendía a poco más de U$S 89.700 millones. La reestructuración del primer semestre de 2005 la redujo a U$S 64.349 millones y el pago a organismos con reservas del BCRA la redujo nuevamente, a poco mas de U$S 56.600 millones a marzo de 2006. Pero volvió a subir, y a fin de 2015 ascendía a U$S 83.876 millones. 4 años después saltó a nada menos que a U$S 189.900 millones. Si los vencimientos de pago no dejan de aumentar, pero el PIB y las exportaciones netas no crecen, el “cambio” de propios y extraños no es tal. Seguimos rumbo al abismo.

Las preguntas que emergen en el marco de la negociación con el FMI giran en torno de cómo devolver los fondos prestados luego de recurrentes episodios de default y reestructuraciones a marcha forzada. Reprogramar vencimientos da un alivio transitorio pero la plata hay que devolverla. Y esto exige superávit fiscal (el total, o “financiero”, no simplemente el primario) y superávit de cuenta corriente. Para que esto sea sostenible debe ir de la mano de incentivos para la inversión, el crecimiento de la actividad y de la recaudación.

El “deleveraging” es a todas luces inevitable. Con crecimiento y estabilidad, todo ajuste es soportable. Pero si la prioridad básica es la redistribución populista de ingresos a ultranza, corregida a las apuradas con “monetarismo cum estatismo”, no habrá estabilidad ni crecimiento. Será la transición inevitable hacia el triste presente de los países más pobres del mundo, y no el retorno a un pasado de mayores ingresos y mejor calidad de vida, cada vez más difícil de recuperar.

(*) Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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