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La sanguinaria estrategia del Presidente Recep Erdogan

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Atilio Molteni 13 octubre de 2020

Por Atilio Molteni  Embajador

A esta altura es difícil saber el real alcance de la política exterior de Recep Erdogan, el Presidente de Turquía que se las arregla para mantener bajo intensa presión a casi todos los gobiernos de su vecindad. El dato cierto es que tanto sus imprevistos golpes de timón, como su gigantesca organización militar, suelen expresar distintas formas de presencia en los pleitos que florecen en la región. Entre ellos, la renovada, ultrasensible y dolorosa disputa entre Azerbaiyán y Armenia, cuyas sangrientas escaramuzas reactivaron importantes sensibilidades y conflictos territoriales.

El episodio que despertó otro ciclo de hostilidades en la región de Nagorno-Karabaj, plantea graves dilemas. Desde fines de septiembre aportó la muy mala noticia de que el complejo cese del fuego que regía desde 1994, hoy ignorado con distintos fundamentos por las partes en pugna, evoca antiguas provocaciones y salvajes acciones bélicas.

La nueva y endurecida manifestación del gobierno turco es una mala noticia. Erdogan se pronunció en términos muy desafiantes acerca de los enfoques de Armenia, a quien le atribuyó la condición de amenaza para las relaciones pacíficas del área, en una zona donde la mala convivencia es un rasgo histórico. De hecho, la gente del lugar es más que consciente de una alianza turco-azerí, la que se relaciona con los problemas que ambos países imputan a su vecino, un factor que suele menoscabar los acuerdos energéticos regionales y coloca al Gobierno de Ankara ante la necesidad de ejercer oposición directa a Rusia en el Cáucaso del Sur.

Este menú es excesivamente peliagudo para un gobierno que dice estar metido hasta la nariz en demasiados problemas geopolíticos y vive agobiado, al igual que Argentina, en una sucesión de crisis financieras y económicas de enorme magnitud.

Tanto es así, que el 22 de septiembre el presidente Erdogan, que fue uno de los primeros oradores en la sesión virtual de la Asamblea General de la ONU, reiteró la posición de su país en favor de la cooperación multilateral, la lucha contra el coronavirus y los problemas que enfrenta su política exterior, un enfoque muy distinto del que abrazó Turquía desde 1952, cuando ingresó a la OTAN y su prioridad residía en acercarse a Occidente alegando razones geopolíticas, económicas y hasta una vocación de liderazgo basada en tales principios.

La historia no ayuda a encontrar un razonable hilo conductor para entender todo lo que pasa en estos días por la mente del gobierno de Ankara. En su clase dirigente prevalecía un liderazgo basado en muy estrechos vínculos con Estados Unidos y con instituciones del calibre de la OTAN en materia de defensa. También se basaba en esfuerzos destinados a buscar fuertes nexos con las cúpulas de naciones europeas en lo vinculado al comercio y las inversiones, sin perder diálogo con Moscú y Teherán en lo relativo a la seguridad energética.

Esa veta no figura en la lógica de estos días. Se fue modificando durante las distintas etapas o cimbronazos del gobierno de Erdogan quien, desde que llegó al poder en 2003 como líder del Partido de la Justicia y Desarrollo (o AKP), empezó por archivar el secularismo y el kemalismo implantado por el mariscal de campo Mustafá Kemal Atatürk en 1923.

Con distintas acciones logró ser el primer Presidente electo por el voto popular, después de ejercer como Primer Ministro por espacio de once años. A pesar de ello, en julio de 2016, tras experimentar los embates de un fallido golpe militar contra su autoridad, sus anteriores enfoques de política interna dejaron de ser amables y, en cierto modo, conciliadores, para entrar en sitios ajenos al radar convencional. La asonada militar daba la sensación de buscar la vuelta al pasado, en el que las fuerzas armadas regulaban la válvula de los juegos del poder.

De pronto los pilares de esa realidad fueron sustituidos por un régimen de emergencia destinado a reprimir a los seguidores reales o presuntos del movimiento de Fetullah Gulen (su anterior aliado) y a generar el referéndum de abril de 2017, concebido para reformar la Constitución y dibujar un esquema de poderes concentrados en su persona. Tras alcanzar semejante respaldo, el sistema tradicional de corte parlamentario devino en una entidad presidencialista, centralizada y con facultades en extremo amplias para las que fue reelecto un año después.

Desde entonces la nueva visión autocrática de Erdogan se hizo cada día más evidente, al combinar un fuerte nacionalismo con un islam político de tinte conservador. Estos hechos incentivaron la polarización política de Turquía como potencia regional y, paralelamente, adicta a un brusco cambio en sus relaciones con Occidente y otros países. Esa rotación se inspiró, en alguna medida, en los cambios registrados en el orden internacional, donde la declinante influencia de Estados Unidos en Medio Oriente, sumada al papel que juegan allí la Federación Rusa y China, ayudaron a crear opciones de poder menos hegemónicas.

En su primera etapa como Primer Ministro, la política exterior  de Erdogan buscaba superar por la vía del diálogo los problemas con los Estados vecinos. Nada de eso es reconocible en el actual poder político de Turquía. Los sucesivos atajos del poder quedaron atrás cuando fracasara, entre otros, el cese del fuego con el PKK kurdo, al igual que las conversaciones que se intentaban con Armenia sobre el Genocidio y las consecuencias que dejó la fallida Primavera Árabe, etapa en la que Erdogan trató de presentar a Turquía como un modelo inspirador para los movimientos islamistas, apoyó a los Hermanos Musulmanes en Egipto y a quienes trataron de derrocar a Bashar al-Assad en Siria.

En adición a todo ello, y para consolidar su importancia regional, el líder turco intervino directamente en la mencionada guerra civil enfrentando a las Unidades de Protección del Pueblo kurdas (YPG) -vinculadas al PKK-, las que lograron el apoyo de Estados Unidos ante su efectividad en la lucha contra Estado Islámico, escenario que Ankara nunca digirió bien.

En octubre de 2019, cuando Trump retiró sus tropas del área en conflicto, el ejército turco escaló su ofensiva para desplazar a los kurdos, crear una zona de contención a lo largo de la frontera e influir en la situación que prevalecía en Idlib, controlada por fuerzas jihadistas que enfrentaban a efectivos sirios y rusos.

Ante el cariz de los acontecimientos, y sin muchos detalles de conocimiento general, Erdogan y Putin decidieron negociar entendimientos limitados de despliegue y cese del fuego, que no evitaron los choques de sus tropas con efectivos sirios y rusos. Ello resultó en un cuadro particularmente confuso y grave, ya que es muy posible que la división actual del territorio pueda convertirse en permanente y en pésimo sustituto de un eficiente proceso diplomático. Además Turquía actúa militarmente en la región autónoma kurda de Iraq, contra efectivos vinculados al PKK por apego a su doctrina militar de profundidad estratégica.

En este agitado mar de cortocircuitos en las relaciones de Turquía con la OTAN, las cosas están eléctricas. A los Miembros de esa Organización les resulta muy difícil entender cuáles son sus verdaderos enfoques e intereses de seguridad respecto del terrorismo y los problemas derivados de los refugiados sirios en su territorio (más de 3 millones). En adición a ello, Occidente no termina de aceptar que Ankara optase por adquirir el sistema antiaéreo S-400 de Rusia, un paso que compromete las capacidades de la OTAN y llevó a que Washington cancelara la entrega de aviones F-35 que se le vendieran a ese país y a imaginar otras sanciones parlamentarias, atajo que pone nuevamente de relieve los problemas y dudas vinculados el sostenimiento de las bases militares de la organización establecidas en territorio turco.

Lo curioso es que, para fundamentar sus intereses estratégicos y consolidar su apoyo interno, Erdogan también mantiene activo el enfrentamiento con Grecia (ambas naciones son miembros de la OTAN) respecto de Chipre, ahora estimulado por la delimitación y explotación energética del Mediterráneo del Este, donde estos países se unieron a Israel, Egipto, Jordania, Palestina, Italia y posiblemente Francia, para organizar un “Foro del Gas del Mediterráneo Oriental”, en el que Ankara no participa en virtud de las públicas diferencias que sostiene muchos de esos gobiernos.

Además, el Gobierno de Erdogan apoya al régimen del Acuerdo Nacional asentado en Trípoli, el que está en guerra civil en Libia (con el que concretó un acuerdo de delimitación marítima), hecho que lleva a su país a enfrentarse tanto con Egipto como Francia, pero al mismo tiempo con Rusia y los Emiratos Árabes Unidos (EAU) que colaboran con el General Haftar, un militar que controla el este del país.

Por si fuera poco, Turquía también es parte de otro conflicto activo en Medio Oriente, que surge del enfrentamiento entre países sunitas, donde Turquía y Qatar tienen enfoques disonantes con Egipto, Arabia Saudita y otros países del Golfo. Esa es, precisamente, una de las razones por la que el presidente Erdogan criticó en la reciente Asamblea General de la ONU el reciente acuerdo de normalización de las relaciones de Israel con EAU y con Bahréin, como también su intervención en la guerra civil en Yemen. De esta marejada de conflictos tampoco está ausente la oposición turca a la iniciativa de Estados Unidos de llevar adelante el llamado Acuerdo del Siglo vinculado con el tema palestino, cuyo pueblo no aceptó ese emparche y menos la noción de dilucidar los problemas del área sin crear un Estado Palestino. Y para que no faltara nada, el Presidente turco criticó la decisión de Washington de abandonar el Acuerdo Nuclear con Irán, una mirada que parece razonable y coincide con la visión europea.

Obviamente Erdogan no es un fanático de los planteos lineales o incruentos.

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