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En defensa del pragmatismo

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06 octubre de 2020

Por Pablo Mira (*)

Quienes sigan esta columna con asiduidad habrán notado cierta preferencia del autor por el estilo de política económica basado en el pragmatismo. Para evitar las malas interpretaciones que aparecen cuando se apela a una definición de una sola palabra, vale aclarar un poco más su significado. En su versión no filosófica, la idea de pragmatismo se asocia a la tendencia a conceder primacía al valor práctico de las decisiones de política por sobre cualquier otro valor.

Este tipo de posturas incomoda a mucha gente. El pragmatismo podría implicar un camino de decisiones sembrado de inconsistencias y discrecionalidades. En tanto se busca adaptarse a cada circunstancia particular, cada medida lucirá como unilateral, aislada y seguramente lejana a un plan integral y coherente. El pragmatismo también suele contemplarse como una actitud opuesta a las ideologías férreas. Según éstas, las decisiones deben respetar una doctrina prefijada que representa el pensamiento orgánico representado por un partido o por un ala del mismo.

Estas críticas son atendibles, pero no son gratuitas. En materia macroeconómica el pragmatismo también tiene ventajas, y sospecho que superan a estos potenciales perjuicios. La primera razón para actuar con una lógica práctica es más bien general. Los conocimientos conceptuales para la aplicación de políticas de la profesión económica son transitorios, locales y contexto dependientes. Si bien en algunos aspectos generales podríamos hablar de consensos amplios, como cuando se reconoce la superioridad de las economías de mercado o mixtas por sobre las enteramente planificadas, de allí para abajo las preferencias de política varían de tópico a tópico, de período a período, y de país a país.

La segunda razón tiene que ver con la capacidad de ajustar las decisiones según la situación específica que se atraviese. Cuando las dificultades se multiplican y las opciones para resolverlas se presentan bajo la forma de dilemas, la exigencia de ser flexible se potencia. En circunstancias de emergencia, las políticas apropiadas no solo cambian, sino que muchas veces parecen ser opuestas a las que se recomiendan en contextos de normalidad. Consideremos la teoría de que para evitar los infartos debe practicarse ejercicio de manera sostenida. Esta hipótesis ha sido confirmada una y otra vez por los científicos en diferentes situaciones, y podemos afirmar con seguridad que se trata de una conclusión confirmada y universal. Pero cuando una persona infartada entra en una sala de emergencias, el protocolo a aplicar cambia completamente. Sería ridículo pedirle a un paciente que está sufriendo un ataque al corazón que salga a trotar. En ese momento, se debe observar específicamente qué está pasando y actuar en consecuencia. Son casos en los que pragmatismo significa simplemente adaptarse a las circunstancias.

Demos algunos ejemplos inmediatos del valor del pragmatismo. Las políticas económicas no tienen todas los mismos efectos en todas las circunstancias. Las devaluaciones de la moneda provocan ganancias de productividad en ciertos países y momentos, pero inflación y desempleo en otros. Las medidas restrictivas de política comercial pueden entorpecer la actividad y la inversión en lo inmediato, pero también han contribuido a promocionar ciertos sectores productivos. Los controles de capital suelen servir un rol estabilizador aun en países “liberales”, aunque pueden inducir expectativas negativas en gobiernos acechados por la falta de reservas.

En un mundo en donde se privilegia el pragmatismo, cada solución exige un examen cuidadoso y no hay una obligación de seguir una receta predeterminada. Se producirán medidas transitorias, contradictorias en lo inmediato, e incluso posiblemente ineficientes. Pero juzgarlas de este modo sin considerar las circunstancias es injusto, tan injusto como criticar al médico que en lugar de mandar a hacer flexiones a un infartado, lo obliga a reposar en una cama.

Por supuesto, una actitud pragmática y flexible no debe ser confundida con la aplicación arbitraria de recetas completamente erradas. Sigue siendo cierto que debe aplicarse una lógica mínima y que, aun en emergencia, ofrecerle un cigarrillo a quien sufre un ataque al corazón sigue siendo una burrada. Pero en materia de políticas macroeconómicas el pecado no es procurar considerar más de una posibilidad, sino aferrarse dogmáticamente a una sola.

(*) Docente e investigador de la UBA

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