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Carlos Leyba 18 septiembre de 2020

Por Carlos Leyba

Las declaraciones son “semillas”. Es difícil que alguien vuelva a confiar en una semilla falsa.

Martín Guzmán, el domingo: "Cerrar más el cepo sería una medida para aguantar y no vinimos a aguantar la economía".

Cecilia Todesca, el lunes: “Vamos a continuar tratando de defender este cepo así como está”.

Miércoles, el presidente del BCRA contestó “pero yo no dije nada”, cuando Marcelo Bonelli, le recordó las declaraciones de Guzmán y Todesca.

En definitiva, importan las decisiones que son la “siembra”, sea o no de semilla anunciada.

Se siembra en terreno preparado. Pocas veces en terreno “castigado”.

El “terreno preparado” sería anunciar medidas en el marco del plan.

Guzmán anunció que lo haría por escrito para tranquilizar la economía.

No llegó y produjo una economía más intranquila.

El “terreno castigado” es el enmalezado sin remedio. ¿Estamos ahí?

Las decisiones “por sorpresa”, las que contradicen las declaraciones previas, siembran en terreno no preparado. Hacen dudar que las decisiones tomadas sean la cartelería que señala por dónde y dónde vamos. Siembran dudas.

Las declaraciones contradictorias, las decisiones sorpresa, agigantan las dudas sobre el diagnóstico que tiene el que comanda.

En las decisiones hay tanto intenciones como resultados posibles y, finalmente, nos encontraremos con la materialización de los resultados.

Difícilmente las intenciones contradigan los objetivos más compartidos. Nadie diría “esta medida está destinada a aumentar el desempleo, la pobreza y la desigualdad”. Pero muchas veces las medidas tomadas con las mejores intenciones finalmente se materializan en consecuencias graves no deseadas.

En política económica importan las consecuencias, entendiendo que a largo plazo “todos estaremos muertos”.

Las consecuencias importantes, entonces, son “las próximas”, no necesariamente las inmediatas, aquellas que alcanzamos a divisar: el horizonte es lo que podemos tener en cuenta. Más lejos es el reino del deseo.

Toda política económica debe dibujar un horizonte, despejar la niebla .

Una cosa es el horizonte de “la macro”, la política económica de la coyuntura y otra es el horizonte “estructural”, la política económica del desarrollo.

Los países desarrollados, con alto nivel de ingreso por habitante, estructura productiva diversificada, prestaciones públicas financiables con la tributación, etcétea, tienen un enorme “espacio estructural” para administrar sus políticas de coyuntura. Hablan de fuertes consensos sociales básicos.

Los países subdesarrollados, más aún los decadentes como el nuestro (declinante nivel de ingreso por habitante, pésimamente distribuido social y geográficamente, estructura productiva especializada y definida como primarizante en términos de exportación y con una demanda de prestaciones públicas urgentes e infinanciables con la tributación) le niegan “espacio estructural” a la administración de la coyuntura.

Pero las políticas macro no pueden prescindir de las condiciones estructurales. Las distintas concepciones sobre la política macro derivan de la distancia sobre las causas de los males estructurales. Veamos.

La mayoría de nuestros economistas han militado, desde la mitad de los '70 del siglo pasado, en el paradigma insólito de dar por terminado el proceso de industrialización, en particular la vertiente “por sustitución de importaciones” y en la apuesta a la “apertura sin tiempo de adecuación”, estilo “a la carga barraca”.

La política aplicada fue de destrucción del tejido industrial, el desempleo y el fin de la sociedad de oportunidades laborales, más la ampliación del flagelo de la restricción externa y su consecuencia ominosa de la economía para la deuda.

No fue obra de un tsunami. No. Fue la consecuencia, no única, pero sí principalmente, de aplicar una visión acerca de la “inutilidad” de la política industrial.

Guido Di Tella, un maestro del pensamiento sobre el desarrollo, en los '90 concretó el giro de muchos de los colegas afirmando que “la mejor política industrial es no tener ninguna”. Pasó de sostener “el dólar recontra-alto” a expresar en una frase la doctrina del instituto que fundó y hasta su universidad, que formaron legiones de economistas y alimentaron equipos que desde 1975 contribuyeron, tal vez sin saberlo, a la destrucción del aparato productivo.

En ese debate, los que sosteníamos y sostenemos, la imperiosa necesidad de industrializarnos (la discusión es veamos qué y cómo) fuimos derrotados por el peso agregado por los organismos internacionales en pos del Consenso de Washington.

Hoy, la cola de los “arrepentidos economistas” es más larga que la cola de los arrepentidos de los “Cuadernos”. Los arrepentidos siempre delatan que “es tarde”.

El resultado de ese paradigma insostenible e infundado teóricamente, y más que previsible, fue (como lo expresa Martín Rodríguez Yebra en “El Frankenstein del conurbano” publicada en la muy neoliberal “La Nación”): “El incesante deterioro del conurbano (que) tiene una raíz económica (en) la falta de alternativas al proceso de desindustrialización iniciado en los '70”.

En la implacable destrucción del aparato industrial está la madre del Frankenstein, el monstruo, que amenaza devorarnos.

Hablando de política de coyuntura, en los '90, los requisitos de la “política macro” de la Convertibilidad, por su diseño, completó la destrucción del aparato productivo.

Logró frenar el proceso inflacionario y establecer un período de estabilidad. Pero su resultado fue un aumento estructural del desempleo, la pobreza y un salto en la desigualdad y un incremento colosal de la concentración del poder económico y del endeudamiento externo.

Las principales autoridades de este Gobierno (presidente y vice, ministros, senadores y diputados, así como muchos de la oposición), fueron parte de la gestación y continuidad de la Convertibilidad que implosionó en 2001.

¿A qué viene esto? A reclamar por las lecciones aprendidas. Esos dirigentes, que hoy lo son, deberían haber aprendido que los “éxitos parciales” no son tales porque no tienen carácter sistémico.

No resultan en consecuencias positivas en todos los escenarios de la economía y la sociedad que sí los podemos observar, pero no vivirlos, aisladamente.

Dicho esto, ¿hay hoy y aquí en marcha una visión sistémica o estructural? La respuesta es definitivamente, no.

¿Qué le pasa al horizonte del presente? Bombas de humo, innecesarias, poco profesionales, no hacen más que perturbarlo. Veamos las de la semana.

Una, el Congreso debate el impuesto a los ricos residentes que, al 31 de diciembre de 2019, declaraban propiedad de más de $200 millones.

Las personas físicas argentinas serán gravadas por todos sus bienes incluyendo los activos de producción: acciones, campos, herramientas, locales, hoteles, además de los bienes personales.

Pero, por ejemplo, no están gravadas todas las acciones. Las acciones de Mondelez, empresa extranjera que produce alimentos, no pagarán.

Pero sí lo harán los accionistas argentinos de todas las empresas argentinas, por ejemplo, Arcor. Pero no (si los hubiera) los accionistas extranjeros de Arcor.

Heller-Kirchner imponen los activos productivos sólo si son de titularidad argentina. Una discriminación que afecta, dada la igualdad de retorno, a los nacionales y a favor de los extranjeros.

Estúpida inequidad que reduce la base tributaria. Si el objetivo es una cierta recaudación, a menor base, aumenta la tasa tributaria obligada al excluir a las empresas extranjeras.

¿No analizaron las consecuencias? Ante la imperiosa necesidad de inversiones, de incrementos de capital reproductivo, así de golpe y a la carga, ¿es la mejor propuesta gravar los activos productivos y además sólo si son de argentinos y no completar la ampliación de la base para recaudar lo mismo bajando las tasas?

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