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El costo-beneficio de volver a las escuelas

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01 septiembre de 2020

Por Pablo Mira (*)

Es inevitable escuchar a los economistas realizar observaciones y recomendaciones en torno a la pandemia y sus consecuencias, porque la preservación de la salud asociada a una restricción en las actividades tiene un obvio costo económico. En el caso de la posibilidad de retornar o no del alumnado a las clases presenciales, la discusión tampoco escapa a la consideración de la teoría económica.

Una herramienta tradicional para estudiar estas cuestiones es el análisis costo-beneficio. A primera vista puede lucir frío, pero se trata de un instrumental muy útil para guiar las decisiones de política. Una de sus versiones es el llamado principio o criterio de Kaldor-Hicks, que afirma que un cambio de política constituye una mejora si sus beneficiarios pueden compensar a los perdedores y aun así mantener tal mejora, incluso si esta compensación no se paga en absoluto en la realidad. El principio viene a cuento porque, en la práctica, cada vez que se establece un cambio de política que produce beneficios y costos estas compensaciones rara vez se llevan adelante de manera explícita. Esta debería ser una consideración central al utilizar el método de costo-beneficio, porque si estas transferencias compensatorias nunca suceden, siempre habrá un grupo que saldrá perjudicado y, por lo tanto, se opondrá a la medida en cuestión.

En el caso de la vuelta o no a las escuelas, los potenciales ganadores serían los más pequeños, sobre todo quienes no tienen acceso a tecnologías de comunicación, que obtendrían más y mejor educación que en la situación presente. Los costos se asocian a los mayores contagios, y eventualmente a su letalidad en los mayores, los más sensibles a la enfermedad. En este escenario, es evidente que las ganancias de los estudiantes no son intercambiables por los crecientes riesgos en que incurriría la población de más edad. Esto parece dejarnos con un dilema más difícil de resolver. Debemos elegir entre un grupo y el otro y sus beneficios y costos relativos, pero sin espacio para compensaciones.

Esto transforma nuestra herramienta analítica puramente económica en una decisión con ramificaciones filosóficas y éticas. Quizás de manera algo paradójica si se tiene en cuenta quienes defienden la vuelta a los colegios, el filósofo libertario Robert Nozick afirma en su libro “Anarquía, Estado y Utopía” que usar a ciertas personas para el beneficio de otras no

respeta suficientemente su entidad como persona separada pues su vida es la única que tiene. Si una persona no obtiene un beneficio que equilibre su sacrificio, explica Nozick, nadie tiene derecho a forzarla.

La consecuencia de este dilema para las decisiones políticas es inmediata. Algunos gobiernos intentarán evitar acometer políticas con fuertes efectos de transferencia entre grupos, sobre todo si los perjudicados no compensados tienen voto (son cantidad) o tienen voz (poder mediático). Pero aun así, y pese a la objeción de Nozick, en la práctica se toman muchas políticas que relocalizan ganancias y pérdidas, a veces en base al análisis económico puro y simple, y otras apelando a la mera intuición o ideología. De hecho, la decisión inicial de cerrar muchos establecimientos para cuidar la salud significó también una transferencia de beneficios entre jóvenes y mayores, aunque debe considerarse que al principio de la pandemia predominaba una considerable incertidumbre y que posiblemente el riesgo generalizado ameritaba tal medida.

Según algunos analistas, la pandemia tendrá consecuencias morales de largo plazo sobre nuestra forma de ser, nuestras acciones y nuestras decisiones económicas y políticas. Esto es difícil de predecir pero, por lo pronto, la realidad nos ha puesto de frente con dilemas éticos inesperados para los que, como ocurre normalmente con la filosofía, las soluciones definitivas no abundan.

(*) Docente e investigador de la UBA

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