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La creciente desinteligencia en el Consejo de Seguridad

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Atilio Molteni 28 septiembre de 2020

Por Atilio Molteni  Embajador

En la vida cotidiana de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y de su Consejo de Seguridad, la diversidad o choque de opiniones es la materia prima del oficio. Pero la normalidad depende de los grados o niveles de disidencia. El pasado 14 de agosto, el mencionado Consejo rechazó un proyecto de resolución que concibió Estados Unidos con la finalidad de extender, sin plazo, la actual prohibición de transferir armas convencionales a Irán, una medida que está en vigor y caduca el 18 de octubre. Washington introdujo el tema como un primer escalón de un intento orientado a reinstalar la totalidad de las sanciones de la ONU que pesan sobre el régimen de Teherán, las que habían sido levantadas en 2015.

Tal episodio precedió a los fuertes choques observados entre los presidentes de China y Estados Unidos en la Asamblea de la ONU, un hecho que puede socavar aún más la investigación del origen de la actual pandemia y la cooperación económica, con riesgo de reflejarse en nuevos conflictos geoestratégicos.

Tanto Rusia como China, que tienen derecho a veto, votaron en contra del aludido proyecto y otros 11 de los 15 miembros del Consejo se abstuvieron. Entre ellos Francia y el Reino Unido, quienes también son miembros permanentes del Consejo, y Alemania, nación que no alcanzó esa categoría. Los europeos alegaron que Estados Unidos había perdido el derecho a reinstalar las sanciones cuando decidió abandonar el acuerdo multilateral que contiene el Plan de Acción Integral Conjunto -PAIC-, adoptado en julio de 2015, el que originó concesiones de ambas partes e impuso requisitos tanto para el desarrollo nuclear de Irán como para levantar las sanciones que afectan a ese país.

El PAIC fue resultado de una compleja negociación diplomática con Irán, así como de presiones económicas que se aplicaron por más de diez años. Este sensible ejercicio fue un subproducto de las gestiones de Estados Unidos y sus aliados, así como la positiva aquiescencia de Rusia y China. El entonces presidente Barack Obama lo consideró como su más importante legado de distensión internacional y una pieza clave para consolidar las fuerzas moderadas del régimen de Teherán. Por otro lado, este proceso fue visto con preocupación por Israel, Turquía, Arabia Saudita y algunos países del Golfo, que interpretaron que lesionaba el equilibrio del poder regional.

El acuerdo fue endosado por la resolución 2231 (2015) del mencionado Consejo, la que reemplazó las disposiciones aprobadas desde 2006 que se concibieron para limitar distintas capacidades de Irán. De esta manera, su contenido se trasformó en obligatorio para todos los miembros de la organización, pero en algunos temas la medida fue más amplia, ya que incluyó, en su anexo B, la prohibición de transferir, por cinco años, armas desde o hacia Irán.

La respuesta del secretario de Estado, Mike Pompeo, al último escenario que se registró en el Consejo, consistió en calificar como inexcusable el fracaso del órgano principal de la ONU al no actuar con claridad en defensa de la paz y la seguridad. En vista de lo anterior, Washington anunció, el 19 de septiembre, que su país establecería acciones unilaterales, porque en este momento Teherán puede obtener armas convencionales sin límite alguno y, muy pronto misiles ofensivos, debido a que en tres años quedará sin efecto la restricción que incide sobre esos medios. El problema es que tales sucesos indican la existencia de un marcado aislamiento de Estados Unidos en la ONU y la incapacidad de generar un consenso con los aliados europeos que cinco años antes acompañaron a Washington a la hora de concretar el PAIC.

El presente escenario surgió de la medida estadounidense que consistió en reinstalar, en 2018, un paquete de sanciones bilaterales a las actividades financieras, el transporte marítimo y la energía de Irán. Esas penalidades siguieron a la decisión de la Casa de Blanca de abandonar el PAIC bajo el diagnóstico de que sus cláusulas no impedían que Irán continúe con el proceso destinado a obtener un arma nuclear. Al hacerlo, Washington lanzó su campaña de “máxima presión” contra la teocracia islámica, un paquete que incluye medidas para limitar la capacidad económica y su relaciones con el mundo, esfuerzo que abarca la noción de poner límites a su despliegue militar en la región (lo que incluye a sus acciones cibernéticas) y el incremento de los vínculos de la Casa Blanca con sus vecinos sunitas. Estas medidas se transformaron en una de las decisiones más importantes, aunque de dudosa eficacia, que Donald Trump ensayó en el Medio Oriente.

Las otras naciones que participaron en el PAIC, como Francia, Reino Unido y Alemania, mantuvieron su membrecía y criticaron la decisión estadounidense debido a que estimaron que era muy difícil renegociar los términos acordados y que optar por el enfoque de Washington aparejaría mayor inestabilidad para la región. Paralelamente, los gobiernos de Rusia y China, resolvieron cuidar su influencia regional y la posibilidad de ampliar su relación con Irán, motivo por el que el acuerdo no les creaba problemas. Se conformaron con acusar a Estados Unidos de violarlo y aprovecharon tal escenario para hacer causa común con Teherán, cuyo gobierno también lo siguió aplicando en forma condicionada.

Los objetivos de Washington se encaminaron a lograr que las máximas autoridades de Irán acepten la renegociación del Acuerdo, se condicione el apoyo de los ayatolas a las facciones armadas chiitas en Iraq, Siria, Líbano y Yemen (y también a los sunitas de Hamas en Gaza), así como las acciones militares directas de sus efectivos Al-Quds -de la Guardia Revolucionaria Islámica y se limite la capacidad misilística de Irán. Bajo tales metas hay elementos que permiten suponer, que Washington busca un cambio de régimen en Irán, lo que ya estaba presente en las políticas estadounidenses lanzadas a partir de 2003, que siempre fracasaron.

Varios analistas discrepan con semejante diagnóstico y sostienen que nunca existió una estrategia efectiva para lograr tales resultados, por ser un enfoque que no tiene en cuenta la importancia que Teherán otorga a sus objetivos geopolíticos desde la Revolución Islámica de 1979. Ese enfoque representó la reorientación total de la sociedad y de su gobierno mediante una ideología religiosa y nacionalista que lleva 40 años de aplicación y cuya vigencia transformó al país en protagonista fundamental de la política regional. Aducen que las acciones de Washington lesionan al sector moderado de Irán, el eventualmente más interesado en una negociación.

En julio de 2018, Trump se mostró dispuesto a reunirse sin condiciones con el presidente Hassan Rouhani, reiterando su adhesión a la diplomacia personal para resolver los conflictos, enfoque que le valió críticas tras sus poco consistentes encuentros con el líder norcoreano, Kim Jong Un y con el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin. Los ayatolas se negaron a tal contacto si previamente no se levantan todas las sanciones.

En junio de 2019, cuando fue derribado un avión no tripulado estadounidense, se organizó una respuesta militar que, apenas minutos antes de concretarse, Trump optó por detenerla alegando razones humanitarias y la magnitud de los daños colaterales ésta podría causar. Hay quien piensa que el Jefe de la Casa Blanca recapacitó al notar, tardíamente, su incidencia en las elecciones presidenciales, dado su cuestionamiento a la efectividad de las acciones militares de gran envergadura.

Pero otros desarrollos escalaron la confrontación. El más relevante fue la acción que provocó la muerte de Qassam Soleimani, el mítico comandante de la Fuerza Al-Quds, decidida por Washington como ejercicio de disuasión, la que estuvo a un tris de provocar un gigantesco conflicto ante las represalias iraníes que hubo de generar. Esos incidentes agravaron la inseguridad marítima en el Golfo y los riesgos que afectan a la infraestructura energética de sus aliados regionales.

Ese es el origen de la actual escalada de tensiones y provocaciones recíprocas, a las que se suman la pandemia y sus gravísimos efectos económicos sobre Irán. La evolución de esta realidad podría generar otras decisiones según resulte la elección de noviembre en Estados Unidos.

Si Joe Biden logra ganar, podría diluir la campaña de máxima presión que hoy ejerce Washington, restablecería la suspensión de las sanciones y podría reactivar el PAIC, siguiendo el camino iniciado por el expresidente Obama, en el que las sanciones serían parte de una negociación que permita llegar a un acuerdo positivo con Teherán.

Así, el vínculo con Irán entraría en otra política internacional y en una nueva estrategia geopolítica, más acorde con la rápida evolución del escenario que ofrece el Medio Oriente. En ese ámbito regional se advierten tres conflictos simultáneos: a) El enfrentamiento entre Irán e

Israel, cuyo gobierno supone que el régimen de Teherán es un peligro existencial; b) los chispazos que hay entre los Estados sunitas y chiitas, que subyacen en diferencias ideológicas y de poder; y c) el que se manifiesta entre los Estados sunitas, como la guerra civil en Libia, donde Egipto y Emiratos Arabes Unidos (EAU) colaboran con la facción del General Khalifa Haftar en Trípoli, mientras Turquía y Qatar lo hacen con sus oponentes.

En adición a ello se advierte el riesgo permanente del terrorismo del Estado Islámico y otras guerras civiles, como las que tienen lugar en Siria y Yemen; la situación de Estados fracasados como el Líbano y, en cierto sentido, también Iraq. Ese paquete de incertidumbre se suma al papel de Estados Unidos, que hasta hace pocos años desempeñaba la función del poder hegemónico que hoy se ve condicionado por las estrategias de Rusia y el nuevo papel (fundamentalmente económico) de China.

El hilo conductor de los próximos acontecimientos depende de lograr un área más estable y de la sustancial disminución de conflictos. La reciente apertura diplomática de los Emiratos Arabes Unidos (EAU) y Bahréin respecto de Israel, demuestra que algunos de los Estados tienden a ser aliados de Washington y dejaron de lado la idea de sujetar el progreso a la solución de la cuestión palestina, al tiempo que parecen dispuestos a morigerar los ímpetus de Irán. Pero estos desarrollos implican un menor compromiso de Estados Unidos con los acontecimientos geopolíticos del Medio Oriente.

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