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Sin default, deuda en pesos, ¿y?

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Carlos Leyba 14 agosto de 2020

Por Carlos Leyba

Dos cuestiones importantes: avance en la salida del default y exitosas colocaciones de deuda en pesos.

La primera augura alivio en el desembolso de dólares; la segunda, que el fisco, por una reestructuración, comienza a financiarse en moneda local.

El déficit fiscal argentino, para parte de los colegas, plantea un “dilema”: o se lo financia con deuda externa o con emisión monetaria.

Toda financiación neta del déficit por deuda externa genera emisión monetaria. No hay diferencias económicas, excepto que la emisión directa no tiene costo. Pero la emisión por deuda externa es un negocio para colocador y prestamista.

El argumento popular marca una diferencia: la emisión de pesos contra deuda externa (o dólares financieros), es una muestra de solvencia de la economía. Idea que se basa en “confort psicológico”: emitir contra deuda externa (o dólares financieros) es “emitir con respaldo”. Emitir contra deuda implica que habrá que devolver dólares. Un “respaldo” transitorio.

Si esa deuda externa (que financia el déficit) convive con un mercado libre de cambios, el riesgo es que los pesos asi emitidos se conviertan en dólares, no bien los tenedores de pesos vislumbren un atraso cambiario o una debilidad presente o futura de las cuentas externas.

Mucho más si la emisión se realiza contra el ingreso de dólares atraídos por altas tasas de interés en pesos que hace que se conforme el escenario de la “bicicleta financiera”.

La diferencia entre un país “sin moneda” (Argentina) y el resto del mundo, es que los países con moneda cuando tienen déficit fiscal “no emiten dinero” sino que “lo absorben” tomando préstamos en la moneda que emiten. Es el caso de los países desarrollados. Emiten y toman prestado en su misma moneda. El remedio de los desequilibrios tiende al equilibrio.

En nuestro país los desequilibrios, por ejemplo, el déficit fiscal (expresión de otros desequilibrios) obligan a emitir. Esa emisión, si existen presiones inflacionarias (cualquiera sea la causa adicional), aunque haya estancamiento, acelera las expectativas inflacionarias, por ejemplo a través de las cotizaciones de otras monedas.

Si esa emisión se realiza a cambio de dólares obtenidos por deuda para financiar el déficit, si hay mercado libre de cambios, ocurrirá lo mismo con el agravante que habrán desaparecido los dólares que debemos devolver.

Celebramos dos buenas noticias, aplazamiento y reducción de los compromisos externos y construcción de un proceso de endeudamiento en pesos.

Si este último creciera de modo de financiar el déficit y sin que la tasa nominal de interés supere la de inflación más la tasa de crecimiento, estaríamos en un proceso de saneamiento financiero. Lo que no significa el saneamiento de los desequilibrios. Ese es otro tema.

Todos los procesos de endeudamiento derivados de desequilibrios (no estructurados para invertir) acusan enfermedad de la economía.

Más allá de estas dos buenas nuevas, escape del default y atisbos de un mercado de deuda en pesos para el fisco, subsiste lo que se ha denominado “una crisis fiscal (déficit real y potencial, enormes) y una “crisis monetaria potencial” atribuida a la expansión de la financiación en pesos.

Ambas subsisten, como ha mencionado Pablo Gerchunoff, con una crisis social y una crisis productiva inéditas.

En realidad, esta es una etapa de un proceso que tiene 46 años, con pocos años de efímeras excepciones. Cuando terminó aquello que sostenia la excepción, estallaron por los aires el estancamiento y la inflación.

Fueron efímeros los de la Convertibilidad (estabilidad de precios y crecimiento sostenidos por la deuda) y los de la recuperación sostenida por los términos del intercambio y el default. Uno duró lo que duró el endeudamiento y el otro lo que duraron los términos del intercambio.

Lo que no todos los economistas comparten es que nuestra crisis es una “estanflación” de 46 años. En todo ese periodo el PIB por habitante creció 0,2% anual. Del promedio de la tasa de inflación no quiero acordarme.

Para la estanflación, la teoría de la politica económica no tiene muchos remedios.

Es como el “coronavirus”. No hay tratamiento conocido, dice la ortodoxia de los infectólogos. Encerrados hasta la vacuna para no contagiarnos.

El tratamiento keynesiano al estancamiento está asociado a una economía de precios estables o a la baja. Cebar la bomba desde el Estado pone al aparato en marcha. Pero si hay una economía con inflación, la inflación aumenta y fuga hacia las divisas o ambas cosas a la vez.

El tratamiento ortodoxo de la inflación corresponde a una economía sobrecalentada que trata de funcionar por encima de su potencial.

Cuando la inflación está acompañada de una economía estancada o recesiva, el método ortodoxo, “secar” el mercado, produce más recesión y dificilmente se noten consecuencias benéficas sobre la inflación antes de la muerte del sistema.

Ni keynesianos ni ortodoxos. No es por ahí.

Pero nosotros tenemos dos crisis adicionales.

La primera: gigantesca acumulación de pobreza y pérdida del capital social. En 46 años pasamos de 800.000 pobres a 16 millones. Crecieron al 7% anual. No busquemos culpables, el primer culpable está en el espejo: nadie cambió esta dirección que todavía mantenemos.

La segunda: la productiva, la gigantesca desacumulación que nos hace, día tras día, menos competitivos. Los “competidores” invierten y nosotros no. Por esa diferencia somos cada día menos competitivos. Y lo seguimos siendo.

Además destruimos capital productivo: levantamos el servicio ferroviario y multiplicamos por 3 el costo de transporte y le sumamos una carga tributaria imposible al sector productivo, financiando una expansión del gasto público mientras aumentan son los servicios privados de salud, de educación y hasta de “seguridad”.

El resultado de esa mezcla es una caída sostenida de la productividad de la economía.

Y ahora “la pandemia”, sus enormes costos directos y la cuarentena, que ha producido una caída en picada de la productividad de los factores. Se pagan salarios, ahí estan las instalaciones productivas paradas y no se permite producir.

Frente a esta cuestión, de las respuestas de varios colegas a la pregunta sobre qué hacer, formulada por el diario La Nación, la más sensata, menos evasiva y mas comprometida como corresponde a un “policy maker”, a mi criterio, fue la de Ricardo Arriazu.

Dijo: «Los principales objetivos de cortísimo plazo deberían ser el evitar el colapso social y la quiebra de las empresas. Como Argentina no tiene moneda, ni reservas ni confianza, el único mecanismo disponible para alcanzar estos objetivos es la emisión monetaria, por lo que el tercer objetivo debería ser impedir que esa emisión se transforme en una inflación descontrolada”.

Bastante hizo y hace el Gobierno en este campo. Tal vez no sea suficiente.

Sólo vamos a saber si fue lo necesario cuando, terminada la cuarentena, hagamos la cuenta de cuántos quedaron en pie. La tasa de mortandad de empresas, de desempleo, de colapso social dependerá de la llegada a tiempo y propiedad de los recursos. Lo que no se ponga, en tiempo y forma, de modo que evite mortandad, desempleo y colapso será la medida del esfuerzo escaso, a destiempo o inútil.

Es que en una economía en decadencia, como la que recibió Alberto Fernández y la que recibió Mauricio Macri y la sucesión decadente desde el “Rodrigazo”, lo que debemos colocar es mucho más que lo que requieren las economías que han crecido en las últimas décadas. Hemos puesto en la economía de la pandemia el 5% del PIB que es nada comparado con lo gastado por el resto del mundo.

Lo de Arriazu, destacado economista ortodoxo, es keynesiano con la advertencua de “cuidado con la inflación descontrolada”. Y ahí viene el problema.

Esta situación no es “de mercado”. En ninguna parte. Aquí infinitamente menos por la estanflación de décadas. Jacques Attali, en un reportajes de Hugo Alconada Mon, dice “una economía de guerra”. Attali, un intelectual y un hombre de Estado, nos recuerda que hubo un espíritu en la economía de la posguerra. De eso se trata.

Sin posibilidad de ortodoxia o keynesianismo en estado puro, necesitamos el llamado del Estado a la concertación que tiene que ser primero política y luego económica y social.

El orden de los factores, en política, altera el resultado.

Urge un acuerdo para una “economía de control” que permita llevar a cabo una guerra contra la pobreza y la desacumulación productiva. No hay una sin la otra. Son tiempos excepcionales que no justifican demorar la acumulación.

Es que si pusimos la producción en cuarentena, hicimos una parte de la economía de guerra o de control. Pero es incompleta. Lo incompleto fracasa.

Alemania Federal, la de Konrad Adenauer y Ludwig Erhard, tuvieron control de cambios hasta 1958, y trámites cambiarios pesados hasta los '70, con un Plan Marshall que les abría el mercado americano para poner en marcha la memoria industrial de la que había sido una potencia.

No tenemos motor externo. Algunos de los que deciden piensan como solución que nos podemos atar a un mercado y a un producto. Entusiasmos adolescentes a la Macri, cualquiera sea el producto y el mercado. Aviso: nos estrellarán.

La única palabra valida es diversificar. Para eso es necesario un “acuerdo para una economía de control”.

Para salir del pantano es mejor atarse a varios palos con varios malacates. “Temo al hombre de un solo libro”, dicen que dijo Santo Tomas. Tengamos cuidado de los salvadores de un solo producto o de un solo mercado: están equivocados.

“No todos los huevos en una sola canasta”, ganó un Premio Nobel de economía.

Sacar esta economía del estancamiento, la pobreza, la crisis social, la inflación y los desequilibrios externo y fiscal, no será posible poniendo todos los huevos en una canasta. Esa apuesta es la de la especialización en los productos y en los mercados.

La respuesta a todos los dilemas es diversificarnos para superar las consecuencias de los desequilibrios.

Para eso, en estas horas, necesitamos la política del acuerdo y la economía del control.

Por ahora estamos apostando al desacuerdo y tal vez sin saberlo, al descontrol.

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