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La voz de las vanguardias

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12 agosto de 2020

Por José Luis Galimidi Profesor en la Universidad de San Andrés y Doctor en Filosofía

Existen diferencias, obvia y afortunadamente. Pero no es descabellado decir que, en más de un sentido, el presente escenario de pandemia y de confinamiento prolongado tiene características homologables a las de una guerra. Hay una suspensión dramática de la normalidad. Hay una amenaza cierta a la integridad física y a la vida de todas las personas del territorio, sin distinción de edades o de condición social. Hay difusión diaria del conteo de bajas. Hay restricciones severas a las actividades y movimientos cotidianos. Se admite sin objeciones la necesidad de coordinar el manejo de los recursos estatales y privados, con un marcado sentido de verticalidad y con vértice en las autoridades superiores de la nación. Por diversas razones, las fronteras estatales han recuperado una relevancia que los sueños de la posmodernidad habían dado por perimida. Hay ansiedad e incertidumbre por el futuro.

Como ninguna otra experiencia colectiva de nuestra historia, el trauma del 2020 está atravesando la vida de cada uno de los argentinos con un rayo de horizontalidad y conciencia de finitud. Como en las guerras europeas de la primera mitad del Siglo XX, también hoy la población está, a grandes rasgos, dividida entre quienes le ponen el cuerpo al peligro en la primera línea de fuego, y quienes quedamos en la retaguardia, cuidando a nuestros niños y a nuestros mayores y tratando, en la medida de lo posible, de mantener en funcionamiento los diferentes sectores de la vida social.

Pero en esta confrontación, la vanguardia tiene una composición muy peculiar. Una parte, la más obvia, es la integrada por el personal de salud, de la función pública, de seguridad, de educación, del transporte y, en general, de los servicios esenciales. Ellas están ahí, en primera persona, cuidando de todos nosotros, ejerciendo con integridad un heroísmo que pocos meses atrás no estaba necesariamente en su horizonte de expectativas. Son los que con todo merecimiento vienen recibiendo el aplauso de las 21.

Y hay otra porción de nuestra vanguardia, importantísima, que a mi entender está poco visibilizada. Es, sencillamente, la de los sub-cuarenta. Desde un punto de vista puramente estadístico, la incidencia de los efectos más negativos del Covid-19 sobre esa franja etaria es muy baja. Con los registros de diferentes lugares del mundo, y de nuestro país, la cantidad de contagiados menores de cuarenta años de edad con síntomas que exigirían internación y ocupación de recursos de UTI no justificaría las medidas extremas de restricción a la movilidad y a la actividad social y económica que se vienen adoptando. Lo sepan ellos o no, y, reitero, desde un punto de vista que es a la vez estadístico y generacional, los jóvenes argentinos están asumiendo sobre sí mismos una carga de efectos incalculables, que tiene el propósito elemental de cuidar la salud y la vida de las generaciones mayores. No podría ser de otra manera, porque cada una de esas personas tiene un padre, una tía, un abuelo, una amiga a quien proteger, y por quien tratar de no convertirse en portadoras, asintomáticas o con efectos leves. Pero las situaciones excepcionales son así; nunca es clara la línea que separa la preservación personal del interés común.

Las posguerras, derrotadas o victoriosas, lo mismo da, propician una reconfiguración drástica de los esquemas de autoridad. Es natural que suceda así, porque cuando regresan a la vida civil, los excombatientes y servidores públicos que estuvieron literalmente en el frente de batalla exigen ser escuchados y tenidos en cuenta en una manera proporcional al agradecimiento retórico con el que se los suele recibir. Se puede decir que la calidad espiritual de la reconstrucción colectiva guarda relación directa con la contención y con el respeto, pero también, y especialmente, con la atención que se preste a las demandas y experiencias de quienes pusieron su cuerpo, su sentido del honor y su inteligencia para proteger al conjunto. No se trata tanto de modificar las vías o los cupos de representación política, social o institucional. Se trata, más bien, de prepararnos para acompañar y capitalizar el cambio cultural que podría beneficiarnos enormemente si, como sociedad, abrimos canales de escucha y de participación novedosos y creativos. Hay mucha experiencia directa y mucho expertise sobre lo cotidiano a la espera de su actualización. Ya está sucediendo, en todos los ámbitos. En el hogar y en la universidad, por hablar de los dos espacios que me tocó habitar en estos cuatro meses. Sin acuerdos flexibles, sin mucha buena predisposición y sin atención lúcida y amorosa por la situación, el ánimo y los saberes del otro, nada podría seguir sosteniéndose. Lo saben las madres que tienen a sus hijos en casa, y a sus padres afuera. Lo saben las autoridades de cada facultad, los profesores, las trabajadoras técnicas y administrativas. La voz de los jóvenes, hijos, trabajadores y alumnos, hoy cuenta más que nunca. Tanto como debería contar la voz de las trabajadoras de la vanguardia alistada en las filas de las tareas esenciales.

De nuestra sensibilidad colectiva, capilarizada en cada microespacio de convivencia, dependerá que, cuando volvamos a encontrarnos cara a cara, seamos capaces de mejorar sustantivamente nuestras concepciones y prácticas del principio de autoridad, que venían siendo bastante autoritarias. Aspirar, con humildad y decencia, a un poco de sabiduría. Nos lo debemos a “nosotros, a nuestra posteridad, y a todos los hombres del mundo que quieran habitar en suelo argentino”.

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