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La noción de reemplazar el desorden neoliberal

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03 agosto de 2020

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

A comienzos de julio, Joseph S. Nye, el influyente politólogo de la Universidad de Harvard, sostuvo que el vertiginoso ascenso de China y la delirante gestión de Donald Trump produjeron una explosiva realidad. Un nefasto legado. Sucede que el diario convivir con las guerras comerciales; la eterna puja de conflictos geoestratégicos prebélicos y el sabotaje a los organismos multilaterales que solían dar letra al orden neoliberal, hicieron que el mundo le perdiera respeto a la “regla de la ley” y que casi nadie tome en serio los liderazgos referenciales del capitalismo tradicional. Hoy resulta imposible saber dónde queda, si aún existe o si sirve para algo el concepto de Occidente.

Nye se preguntaba si ante el eventual triunfo del candidato demócrata Joe Biden en las próximas elecciones estadounidenses, cuyas ideas se conocen poco, la futura Casa Blanca debería reconstruir el orden chamuscado de ese neoliberalismo o reemplazarlo por un modelo donde quepa un replanteo viable del Estado de bienestar que se perdió de vista bajo el Consenso de Washington; se le ponga nueva jerarquía y dirección al concepto de globalización y se consiga aclarar la fantasía de relocalizar al galope las cadenas de valor, bajo el paraguas de una política comercial que sea una genuina senda de progreso. Y si bien es fácil compartir la necesidad de reformar de cuajo el orden neoliberal, aceptar a sobre cerrado un relato que tiene mucho de divertimento académico, implicaría preservar ciertos tumores del mantra América Primero, como una OMC de dos tiempos que evoca al año 1979. No digo que eso está mal, digo que viene con formato de dogma religioso.

Todo esto supone, en plena pandemia, pasarse por el Arco del Triunfo las ideas sobre correcta asignación global de recursos que fundamentó la existencia del exGATT y la actual OMC, que muchos economistas tienden a olvidar o nunca conocieron. En todo caso es obvio que nada es lo que parece.

Mientras concebía el primer garabato de esta columna, el Jefe de la Casa Blanca lanzaba, el jueves 30, la idea de aplazar las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre, como si él tuviera la atribución de extender a voluntad su período de gobierno o al Congreso le resultara fácil, lógico o deseable respaldar semejante estupidez. Va de suyo que tampoco digo lo que “puede o no pasar”, pero la sola existencia de ese tuit indica que algo excesivamente anormal sucede en la primera potencia militar del planeta.

Nye reconoce que más del 50% de la humanidad nunca llegó a ser cubierta por el accionar del neoliberalismo, como sucedió con China, Rusia, India y otras naciones de pensamiento heterodoxo (por no decir antagónico), ni jamás existió un modelo intachable de libertad de comercio. Ninguna de esas falencias nos debe inducir a perder de vista que hubo setenta años de tangible crecimiento económico.

A partir de tal encasillamiento, creer que el mercantilismo chino explica el hepático mercantilismo que en estos días transpira la Casa Blanca, supone un inmerecido agravio al intelecto de Pekín, cuya dirigencia se está haciendo un festival con las reglas del Sistema Multilateral de Comercio.

El gran problema de la economía socialista de mercado de China es que supo beneficiarse a lo grande del capitalismo, y no le desagradan las reglas de la OMC siempre y cuando tales disciplinas no se apliquen en forma consistente a su propio desarrollo que, como es obvio, en los casos de los subsidios agrícolas, el uso de la influyente y masiva presencia de empresas del Estado para manipular la política comercial a la hora de subsidiar y financiar a costo irreal la producción y el intercambio, o de aplicar restricciones al comercio exterior o a los insumos básicos (como sucede con la oferta al mercado global de las 17 tierras raras) le permitió desconocer muchos de los compromisos que suscribió. Lo que Pekín acaba de hacer con Hong Kong, también demuestra cuán “seriamente” cree en el valor de la palabra empeñada, de las obligaciones que asume o hasta qué punto le importan la democracia y los derechos humanos.

Ello no implica creer que el capitalismo tradicional, el que no fue alumbrado por milagros bíblicos, sino por teorías bastante humanas y dogmáticas, es una ciencia precisa. Hace tiempo alguien dijo que “hombre culto es quien cree que la vida sucede tal como la cuentan los libros”.

Nye reivindica la necesidad de una rápida desconexión de las empresas estadounidenses de las cadenas de valor en las que participa China, tema del que ya se ocuparon Trump y sus apóstoles tras la declaración de guerra que le hizo a Pekín y a la Organización Mundial de la Salud (OMS), de la que ya disoció a su país, por la forma en que ambos trataron la pandemia del Covid-19. Pero la crisis fundamental está radicada en el desarrollo, producción y comercialización de las tecnologías de punta, las que tienen una gran estantería militar que está en pleno apogeo y donde Pekín quiere, y parece que puede, jugar entre iguales.

Washington se tuvo que desdecir, por apuro e improvisación, de ciertas medidas que intentó aplicar al desempeño de los equipos producidos por Huawei (y también de ZTE), al ver que debía asignarle trato equivalente a Apple, cuya producción central está tan vinculada a la tercerización china como las dos firmas conducidas desde esa nación asiática.

La reconversión estratégica de las empresas que son parte de una cadena de valor integrada a la producción china, y con las que existen relaciones sensibles o tóxicas para Estados Unidos, no resulta fácil de redesplegar en América Latina por decreto o a golpes de tuit. Se necesita estabilidad económica, capital, contexto adecuado para la inversión extranjera, buena infraestructura, abundancia de mano de obra entrenada, respetable control de calidad, un complejo y lento proceso de desarrollo de proveedores, acceso a las materias primas e insumos críticos, apropiada financiación, sindicatos racionales, entendimiento de los contextos ambientales, de calidad, sanitarios y climáticos y, si sobra tiempo, precios competitivos. O sea todo aquello que concedió el mercado chino a los principales grupos multinacionales, donde las quejas se vinculan con los crecientes chantajes del Estado en temas como la obligatoria transferencia de tecnología y conocimiento. Aquí no se insiste en la necesidad de conocer la versión real de lo que se espera de los estándares laborales, ambientales, climáticos y de propiedad intelectual, porque los seguidores de estos temas conocen a fondo ese berenjenal.

Las firmas multinacionales tampoco pueden aceptar los riesgos de caer en problemas como los que suelen dejar en tierra a los aviones de Boeing y Airbus por burdas fallas de control técnico y calidad, que en los últimos tiempos nadie maneja con verdadero criterio de excelencia.

¿Se puede generar la relocalización de plantas con sentido geopolítico? En teoría se puede. ¿Es posible conseguir los insumos de tierras raras que son sensibles para la producción de misiles, aviones, automotores, iPhones y montones de otros productos de amplia demanda global? Sí, tolerando los problemas ambientales de y un nivel de precios más elevado. ¿Es posible lograr la totalidad de esos objetivos? Habría que preguntárselo a los gobiernos y empresas occidentales que hicieron la gigantesca tontería de depender, nada menos que hasta en un 94%, de los insumos de tierras raras producidos y exportados por China. La dirigencia comunista no tiene la culpa de que el capitalismo tenga una clase política y empresaria con visión reducida.

El polémico candidato que eligió la Casa Blanca para competir por la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Mauricio Claver-Carone, deslizó la posibilidad de que esa entidad coloque entre US$ 30.000 y 50.000 millones para fomentar la antedicha relocalización de las cadenas de valor atadas a China y otras naciones del Asia. Antes de calificar la viabilidad del hecho, sugiero comparar ese nivel de recursos con lo que saldría el costo de la relocalización en las 33 naciones de América Latina situadas en el Hemisferio Occidental. Sobre todo, porque la idea en debate se vincula con bienes de nueva tecnología que suelen requerir enormes paquetes de capital intensivo y las antedichas precondiciones de localización y operatividad.

El enfoque tampoco resuelve cómo quedaría el acceso al mercado chino, ya que todas las naciones de América (inclusive Estados Unidos) encuentran en la demanda asiática una enorme oportunidad para sus exportaciones de materias primas agro-industriales, minerales y otros insumos estratégicos.

En el marco del conflicto chino-estadounidense se suelen fundamentar las restricciones comerciales mediante un falso debate sobre soberanía, cosa que también suele hacer la Unión Europea (UE). Washington utilizó ese concepto para impedir las presuntas o reales actividades de espionaje de Huawei, mientras China se desquita con grupos como Google, Facebook y Twitter. Pero hay cuestiones que están reñidas con esa lógica: el negocio de internet, en términos de bienes, servicios y soberanía tiene otra racionalidad y necesidades, ya que los únicos reparos ciertos son los vinculados con la privacidad de los datos y las cuestiones fiscales involucradas. Al igual que las cuestiones ambientales y climáticas, los sistemas ecológicos y las nuevas tecnologías no responden a los límites soberanos del territorio demarcado por el hombre, sino a los procesos físicos, biológicos y técnicos de cada actividad.

El Centro Estudios Estratégicos Internacionales (CSIS en inglés) enfatizaba el martes último que los países que habitualmente era aliados de Washington como Japón, Australia o la Unión Europea no quieren romper lazos con China, sino establecer líneas rojas por proyecto o marco regulatorio. En Tokio, el gobierno se manejaba con la idea de fijar, en conjunto con Estados Unidos, un plan destinado a desengancharse de las cadenas de valor según los riesgos mensurables y fundados de cada proyecto. Además, está abierto a la noción de congelar el acceso de China al Acuerdo Comprensivo y Progresivo de Asociación Transpacífica (el CPTPP en inglés). Igual temperamento se coordinaría para el desarrollo de acciones conjuntas en la OMC. Pero alega que ese paquete no puede coexistir con las amenazas de la Casa Blanca de aplicar tarifas unilaterales y restrictivas a la importación de autos japoneses o con las de exigirle a Tokio un descomunal aumento de los gastos en defensa.

Y si bien ninguno de esos debates habrá de mejorar significativamente la reputación del actual o futuro neoliberalismo, el enfoque permitirá reducir el nivel de insomnio que hoy prevalece la dirigencia de Japón.

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