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La Unión Europea gira hacia la unión fiscal

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Héctor Rubini 27 julio de 2020

Por Héctor Rubini 

El martes pasado se aprobó en la Unión Europea un programa de asistencia fiscal histórico por 750.000 millones de euros para los países más afectados por el coronavirus. El mismo consiste en un total de ayudas directas no reintegrables por 390.000 millones de euros (algo más de US$ 450.000 millones) y nuevos créditos por 360.000 millones de euros (US$ 419.500 millones). Así, el total de fondos líquidos para uso directo fue incrementado de 4,2 billones de euros (US$ 4,89 billones) a 5,7 billones de euros (US$ 6,64 billones).

Este nuevo paquete de ayuda fiscal se canalizará en su mayor parte a través de la llamada “Facilidad de Recuperación y Resiliencia”. La misma concentrará el giro a los países miembro de 672.500 millones de euros (US$ 783.500 millones). El 46,5% (US$ 364.500 millones) serán transferencias no reintegrables para financiar programas de reformas e inversiones. Esos programas deben ser presentados por los países miembros a la Comisión Europea que evaluará si cumplen con las recomendaciones económicas anuales, si contribuyen efectivamente al crecimiento económico, crean nuevos empleos o favorecen la transición hacia un patrón de crecimiento más ecológico y digital. Su aprobación requerirá el voto a favor por mayoría calificada: el de los gobiernos de 15 países que suman el 65% de la población de la Unión Europea. Se espera que la mayoría de los países destinatarios sean los más altamente endeudados y golpeados por la pandemia (Italia y España) y varios países del Este europeo.

Los desembolsos al país beneficiario, una vez aprobados, se efectuarán por tramos, sujetos al cumplimiento de metas pactadas. Esto requerirá el visto bueno de la totalidad de los demás gobiernos. En caso de objeciones técnicas y/o incumplimientos, se elevará la cuestión a una cumbre de líderes políticos de la unión, y hasta su futura decisión quedarán paralizados los desembolsos.

El financiamiento proviene del sector privado: los euros para proveer ayudas y nuevos préstamos provendrán de los inversores privados en los mercados de capitales. Para su repago se aplicarán futuros fondos comunitarios que se obtendrán mediante un nuevo impuesto de carácter comunitario: un tributo sobre los residuos plásticos no reciclables a ser recaudado a partir del próximo 1° de enero. La decisión fue adoptada por los líderes europeos la semana pasada (no por cada Parlamento nacional). De la misma forma tomaron la decisión de debatir en la primera mitad de 2021 un mecanismo de control fronterizo de emisiones de carbono y la instrumentación de un impuesto digital (ya decidido por los líderes Unión Europea) que entrará en vigencia a más tardar el 1° de enero de 2023. También aprobaron de manera directa la discusión e introducción de nuevos recursos tributarios por parte de la Unión, que “pueden incluir” un Impuesto a las Transacciones Financieras a ser recaudado después de 2021.

La implicancia institucional y política, a la que no se le ha prestado tanta atención en los últimos días, es el giro hacia la efectiva integración fiscal de la Unión Europea. Uno de los mecanismos todavía pendientes para llegar a una real integración económica, y que ha sido habitualmente criticado, y no sólo en medios académicos, como una de las “patas flojas” de la Unión, junto con la falta de una unificación de las políticas de endeudamiento público y de regulaciones financieras, laborales, previsionales, entre otras.

Es cierto, igualmente, que es una decisión focalizada en una cuestión de emergencia sanitaria específica. Pero no deja de ser el primer acto de “corrección” a la incoherencia fundamental de optarse por una política monetaria única, comunitaria, junto a políticas fiscales nacionales y descoordinadas. Difícilmente se logre cambiar esta realidad en el corto plazo, pero alguna forma de coordinación formal mínima es necesaria, aunque a costa de una inequívoca cesión de soberanía fiscal de cada gobierno nacional. Los resultados, hasta ahora, distan de ser satisfactorios: cada país “haciendo la suya” no ha podido enfrentar por sí solo la crisis financiera de 2008-09, ni tampoco administrar los desafíos relacionados con los controles a los flujos de migrantes, el cambio climático y la actual pandemia.

Tomada esta decisión, es claro que el paso inmediato será la búsqueda al menor plazo posible de una unificación, ya no la simple coordinación, de las políticas sanitarias nacionales y su sometimiento en última instancia a un organismo de la unión que fije los lineamientos para cada gobierno del bloque. Otra señal que tarde o temprano va a conducir a un profundo replanteo y debate público de las bases constitucionales de una “nueva” Unión Europea. Su viabilidad y aceptación dependerá del realismo de los objetivos que se planteen los actuales dirigentes, y de su actitud frente a los desafíos fundamentales para la “normalización” pospandemia: a) definir si la Unión Europea va o no rumbo a la subordinación de los países miembro al eje Berlín-París, y b) si se va a profundizar de manera permanente el reglamentarismo y el intervencionismo del Estado en la economía, así como el arraigado proteccionismo comercial del bloque europeo.

En el corto plazo nadie pone en discusión en Europa la necesidad de ordenar la estrategia común para enfrentar el Covid-19 y sus consecuencias económicas. Pero la realidad pospandemia asoma con desafíos nuevos, no sólo dentro del bloque sino también en el resto del mundo. Un mundo cuya dinámica también estará sujeto a más a conflictos distributivos y disputas comerciales y militares de final incierto. Un escenario que, junto a los vaivenes sanitarios, económicos y migratorios, preanuncia en Europa una década políticamente agitada, y no sólo en los países donde los populistas euroescépticos han ganado más aceptación e, incluso, el acceso al poder. (*) Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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