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Los persistentes conflictos de dos potencias hegemónicas

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Atilio Molteni 18 mayo de 2020

Por Atilio Molteni Embajador

Nadie sabe qué pasará hoy cuando, a iniciativa de naciones como Estados Unidos, la Unión Europea y Australia se discuta, en la Organización Mundial de la Salud (OMS), una iniciativa destinada a conocer el verdadero origen de la pandemia sanitaria identificada como Covid-19 que la comunidad internacional tiende a localizar en China. Y aunque en Ginebra se hicieron esfuerzos por lograr un consenso racional, la moneda seguirá en el aire hasta ver qué clase de animal saldrá de las deliberaciones. Pero el viernes, Donald Trump afirmó que no descartaba romper las relaciones con China a raíz de este conflicto.

Cabe recordar que, al principio, Pekín no reaccionó mal a las acusaciones de falta de transparencia y ocultamiento de hechos que generaron la llegada de la pandemia a casi todos los rincones del planeta. Con posterioridad, el Secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, afirmó que las evidencias permitían creer que el origen de la contaminación debía vincularse a los trabajos conducidos por un laboratorio de virología de alta seguridad localizado en Wuhan, para luego señalar que en realidad se encontraba en lugares vecinos, cosa que los organismos de inteligencia estadounidenses no confirmaron. Viene al caso recordar que otro Secretario de Estado aseguró hace algunos años que Irak tenía material nuclear que, al final de la jornada, probó ser falso.

Tras las acciones de Washington, el Gobierno chino sostuvo que el cuestionamiento era una pantalla destinada esconder el pobre desempeño del Gobierno de Donald Trump ante la crisis sanitaria de su propio país. Otros analistas fueron más lejos. Señalaron que la línea dura de la Casa Blanca fue concebida para ganar popularidad en las elecciones presidenciales de noviembre próximo.

Según información pública, China reportó gradualmente, y con tres semanas de demora, el escenario que emergió de su realidad, tiempo suficiente para causar la tragedia mundial. A principios de diciembre, ello se convirtió en una epidemia que sacudió Wuhan y, quizás por falta de experiencia, o por el deseo de ignorar su dimensión, Pekín hizo llegar tales datos a la OMS el último día de 2019.

Sólo al ver la fulminante propagación de infecciones, Pekín optó por difundir el 23 de enero la aplicación de una gigantesca cuarentena en regiones enteras y limitó el movimiento de millones de personas, el distanciamiento social, un amplio programa de “testeos”, el uso de inteligencia artificial y el aislamiento forzado.

Tras el anuncio de las medidas, controladas con un arsenal tecnológico de última generación, el Gobierno dispuso, paso a paso, la reducción del confinamiento y su economía debió soportar una contracción del 50% en las exportaciones, actividad que impulsa el desarrollo del país. De acuerdo con las estimaciones del FMI, el crecimiento económico chino de 2020 sólo sería del 1,2%, o quizás inferior, debido a la vertical caída de la demanda y las dificultades que atraviesan sus socios comerciales.

Los observadores mencionan que el liderazgo del presidente Xi Jinping es comparable con el de Mao Zedong, fundador de la China actual y se basa en el “Socialismo con características chinas para una nueva era” (o economía socialista de mercado), el que apunta a estimular la prosperidad y modernidad del pueblo.

Desde la presidencia de Deng Xiaoping, los máximos líderes chinos solían actuar mediante la gestación de consenso en la toma de decisiones. Ese enfoque cambió radicalmente cuando agarró el timón Xi en 2012, ya que éste generó un control absoluto y centralizado del Partido Comunista Chino, los militares y la información bajo un mandato que, desde 2018, tiene duración indeterminada.

Pero el Covid-19 hizo mella en Xi, ya que sectores influyentes de la sociedad china parecen buscar un régimen más laxo y flexible. Son los grupos poblacionales avanzados que lograron un mejor nivel de vida, entre ellos, los millones de personas que salieran de la pobreza que ahora pretenden un cambio político y cultural consistente con su nueva realidad económica.

Los observadores imaginan que Xi podrá superar estas demandas mediante la disciplina ideológica de su partido y la propaganda nacionalista, pero ello no quita que el futuro también dependa, en cierta medida, de los propios chinos y de cómo se maneje la nueva afluencia social. Una de las consecuencias de estos rasgos es una campaña mundial de ayuda para consolidar el prestigio chino y su “poder blando”.

En Estados Unidos, el escenario se contrapone notablemente a la realidad asiática. Los errores de Trump, orientados a mostrar que no era necesario confinar la economía de su país, lo llevaron a imponer con mucho retraso las medidas sanitarias adecuadas para contener la intensidad y ferocidad de la crisis sanitaria. Las encuestas revelan que su afirmación de que desplegó “un trabajo estupendo” no es la que percibe la mayoría de los ciudadanos. La gente también advierte que no existe un plan comprensivo y eficaz para salir de la cuarentena pues se optó por adoptar recomendaciones que deben aplicar los Estados, cuya gestión exhibe resultados disímiles. Ello está ligado a la circunstancia de que aún no existe un diagnóstico de consenso de la comunidad científica acerca de cómo será la evolución del virus y mucho menos un tratamiento de uso universal y efectivo. Tal política fue cuestionada por los expertos, quienes no disimulan el hecho de que el país está plagado de gente infectada y exhibe un muy elevado número de víctimas mortales imputables a la decisión de levantar antes de tiempo las restricciones.

A diferencia de otros acontecimientos históricos, Washington no lideró las acciones internacionales para enfrentar la crisis, motivo por el que la llamada “excepcionalidad estadounidense” quedó como una imagen de un pasado remoto. Por otra parte, los especialistas anticipan que la contracción económica y el déficit presupuestario llegará a niveles que no se han visto por años y puede transformarse en una crisis de proporciones colosales. La deuda pública crece a ritmos volcánicos respecto al PIB, ya que los cuantiosos programas de ayuda y estímulos fiscales se dan sin muchos miramientos. En estos días el número total de desempleados alcanza a 36 millones de individuos, el nivel más elevado desde la Gran Depresión de los '30.

Antes de la era Trump, las relaciones entre Washington y Pekín se habían caracterizado por una estabilidad no exenta de conflictos, pero en un marco de creciente cooperación que permitió la mayor participación de China en la economía mundial. En 1998, Estados Unidos le otorgó la condición de “la Nación más favorecida” y en 2001 le dio su aprobación nacional para el ingreso a la OMC. Todo en un objetivo compartido por los principales actores de la sociedad civil, ya que entonces se buscaba que China fuera un accionista responsable del sistema internacional. Entonces se suponía que la apertura comercial daría lugar a un cambio político y a su democratización, algo que finalmente no ocurrió.

A partir de la crisis financiera de 2008, comenzó oficialmente el deterioro del status estadounidense como única superpotencia y la transformación de China en segunda economía mundial (y en tránsito a ser la primera), así como las evidencias del carácter autocrático del régimen institucionalizado por Xi. Desde entonces el país asiático devino en una potencia competidora en un mundo bipolar, en el que Rusia corre de atrás.

China respaldó la globalización en el ámbito de los organismos internacionales, salvo en debates que puedan afectar su orden interno o donde se cuestione a su gobierno en forma directa. En cambio, Trump asumió su gestión con una visión unilateralista y mercantilista para concretar su slogan basado en la noción de “América First”, pues considera que lo demás restringe las posibilidades de su país o supone un costo desproporcionado para su economía y se da el lujo de ignorar casi todos los principios del orden internacional liberal que venía rigiendo el mundo desde 1945.

La competencia actual se demuestra con diversas guerras comerciales y la imposición de tarifas coercitivas, el reclamo a las violaciones de los derechos de propiedad intelectual y el apriete a empresas e inversiones asiáticas. Ello se ve con claridad en la preocupación de que el programa “Made In China 2025” le permita concretar a Pekín su liderazgo en industrias como la robótica, la biotecnología y la inteligencia artificial, mecanismos centrales de la nueva seguridad nacional.

Esa visión se extiende a los efectos geopolíticos. Estados Unidos sigue controlando el sistema financiero mundial y cuenta con las fuerzas armadas más poderosas del planeta, pero desde la gestión del presidente Barack Obama su clase política reconoció que llegaba el momento de Asia, lo que coincidió con un papel regional más agresivo de Pekín en el Mar del Sur de la China, Taiwán y Hong Kong, con el desarrollo de proyectos como la iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI) y por la ampliación de los vínculos económicos y militares de Pekín con Rusia. La reacción de Washington consistió en adoptar nuevas estrategias de seguridad, defensa y por el refuerzo de sus alianzas tradicionales con Estados de la región y la creación de nuevos vínculos con otros países como Vietnam, Myanmar e India.

Esta competencia bilateral es un rasgo predominante del nuevo modelo global. Graham Allison se pregunta si estas dos potencias no han caído en la llamada Trampa de Tucídides quien, al comentar las Guerras del Peloponeso entre Atenas y Esparta (en el Siglo V a.C.), sostuvo que la guerra es el resultado probable cuando una nueva potencia desafía a un poder establecido. Tampoco faltan quienes especulan acerca de un nuevo tipo de Guerra Fría y evalúan que China puede ganarla, al poner en práctica una combinación de economía socialista de mercado con un Gobierno fuerte basado en la meritocracia social y económica que aplica el país, por ahora, más poblado del mundo.

El antagonismo entre Estados Unidos y China también adquirió una forma peligrosa por los efectos de la actual pandemia, que muchos equiparan con los de una guerra. Sin embargo, ambas potencias sostienen una relación comercial muy importante y a mediados de enero concluyeron la fase uno del arreglo bilateral sobre comercio, que busca una paz que tarda en llegar.

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