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Covid-19 puede definir quién será el jefe de la Casa Blanca

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Atilio Molteni 04 mayo de 2020

Por Atilio Molteni Embajador

Hasta el violento estallido de la crisis sanitaria (el Covid-19), los mayores referentes de la dirigencia de Estados Unidos imaginaban que la aparente bonanza económica (oscurecida por un obsceno déficit presupuestario prepandemia), y la baja tasa de desocupación, podían ser un buen fundamento para la reelección presidencial de Donald Trump.

En las primeras semanas del año el mandatario logró sacarse de encima las amenazas de juicio político (impeachment) que pesaban sobre el ilegal y no deseado entente con el Presidente de Ucrania, cuyo propósito era esmerilar la candidatura de su oponente, el exvicepresidente Joe Biden, a cuyo hijo se le imputaban supuestas negociaciones irregulares. Ahora Biden es el candidato demócrata y se medirá con él en la disputa electoral del próximo 3 de noviembre, de donde saldrá el nuevo jefe del Poder Ejecutivo.

En algún momento de estos días se insinuó que las elecciones podían postergarse por la pandemia, pero el rumor quedó en el closet como tantas de las cosas que dice y hace Trump, quien no logra sincronizar sus impulsos con los consejos y las opiniones de sólidos especialistas.

Cuando el pasado 4 de febrero pronunció su discurso sobre el Estado de la Unión, el jefe de la Casa Blanca había decidido darle un tono de triunfalismo electoral. En ese momento su relato dio la sensación de un país paradisíaco, donde las objeciones a su persona y sus errores se iban apagando una por una. Ese país no existe más.

Al evaluar la realidad el día de los tontos en Estados Unidos (April's Fool), y con un semestre por delante hasta las elecciones, la opinión pública redujo la prioridad a la sempiterna lucha contra el terrorismo, contra las armas nucleares y los ataques cibernéticos. El martes 28, la primera potencia militar del mundo tenía 1.022.981 casos y 57.941 fallecidos por el virus fatídico y la cuenta no parecía detenerse, si bien el nivel pico parecía serenarse.

El nivel de desocupación había subido en sólo tres semanas en más de 26 millones de personas. Nada comparable con crisis anteriores excepto, y por el momento, la crisis de los años '30.

Al mismo tiempo, los demócratas olvidaron sus caprichos infantiles y acordaron ungir al experimentado Biden, a quien ahora sólo le queda ser ratificado por la Convención partidaria, lo que es un trámite, por cuanto no hay otros candidatos que compitan en esa batalla.

Según el Pew Research Center, el número de desempleados a causa de la pandemia llegó al récord del 13% de la fuerza laboral, mientras las actividades comerciales y financieras están en caída libre. Sólo el 23% de los estadounidenses considera buena la situación económica, cuando a principios de 2020 esa proporción era del 57%, número que se aproxima a las personas de altos ingresos. Por otra parte, mientras 9 de cada 10 personas aprueban los programas de ayuda económica autorizados por el Congreso, difieren acerca de la eficacia del proceso de distribución ad hoc de los recursos que ejecuta el presente Gobierno.

Los republicanos suponen que sus medidas beneficiarán a todos los grupos sociales mientras los demócratas tienen grandes dudas de que los megafondos aprobados para amortiguar el desastre alcancen para compensar a los que carecen de alternativas o están desempleados. También se hizo generalizada la expectativa de que que la crisis pueda durar bastante y que la recuperación sea lenta, sin que importe demasiado quien triunfe en las elecciones de noviembre, lo que tendría consecuencias en sus resultados.

Tan amplia es esa percepción que el Secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, salió a decir que, cuando empiece a destrabarse la cuarentena, el boom habrá de ser espectacular.

Según los analistas, Trump no sólo está desesperado y tiene ideas como la antedicha postergación de los comicios, sino que muestra su comportamiento ante la pandemia dio lugar a distintas expresiones de temor y rechazo en la opinión pública.

Hoy, la mayoría de la gente desaprueba sus declaraciones erráticas, incompetentes y negadoras de la realidad. Su visible rechazo en televisión a las opiniones de los expertos sanitarios del propio Gobierno lo llevaron de anticipar que en Estados Unidos no pasaba nada a forzar crecientes cuarentenas, en la que se mezcla el temor a lo desconocido con su voracidad por el rápido levantamiento de las restricciones ante la feroz caída de la actividad económica. Esa indecisión produjo, como todos saben, un mayor número de contagios y muertos que los vistos en otras latitudes, proceso en plena vigencia.

El presente nivel de aprobación del Mandatario es, a pesar de todo este pandemónium, relativamente estable. El Partido Republicano quedó enganchado a su figura por la preocupación anterior a la pandemia, en la que los cuadros de la fuerza supusieron que él era la única opción viable para retener la presidencia y el Senado. Pero Trump no parece llevarse bien con los votantes independientes del Partido Republicano en Estados que tradicionalmente tienen gran cantidad de indecisos (Wisconsin, Pensilvania o Florida), cuyos representantes podrían luego definir la elección en el Consejo Electoral.

Un componente que está limando su popularidad son las declaraciones que hace todos los días en las conferencias de prensa vinculadas con la crisis sanitaria. Antes, la poca seriedad de sus contantes mensajes por las redes sociales, de tinte en extremo confuso, generan apetito por la seriedad que irradia el estilo de Biden, aunque éste permanezca callado.

La cuarentena obliga al aspirante demócrata a permanecer recluido en su casa en Delaware, con el inconveniente de que no consigue transmitir su mensaje político y se muestra imposibilitado de utilizar contactos personales, que constituyen una de sus ventajas como político.

Trump adjudica mucha importancia a las relaciones con China, en cuyo territorio se originó el Covid-19. El amplio déficit comercial, que en los últimos años lo llevó a tratar de reducirlo imponiendo tarifas elevadas e ilegales a los productos chinos (al ponderar el tema en el contexto de la ley internacional), con lo que originó una guerra comercial y económica que todavía no está definida, pues se acordó una disminución microscópica de las tarifas a cambio de compras agrícolas, sin resolver problemas como la compulsiva trasferencias de tecnología a empresas locales y trasgresiones de propiedad intelectual.

Las relaciones bilaterales entre ambos gigantes económicos y tecnológicos se encuentran en el nivel más bajo en décadas, lo que coincide con una opinión desfavorable sobre China en la mayoría de los estadounidenses, un dato que puede ser muy peligroso. Este pugilato se transformó en un sensible tema electoral que el jefe de la Casa Blanca intenta aprovechar sin tener en cuenta que una colaboración internacional cuidadosa sería la mejor manera de luchar contra la pandemia.

Al mismo tiempo, Trump es un enemigo irracional de los foros internacionales de diálogo y cooperación, así como los que propenden a la búsqueda de soluciones consensuadas. Otros países, incluyendo la propia China, ocupan el lugar que está dejando vacío Estados Unidos en la geoestrategia global.

Trump decidió bautizar la pandemia como “el virus chino” y cuestionó a la OMS, algo que es popular con otros dirigentes de su partido, cuya gente aboga por una respuesta respecto de cómo surgió el Covid-19, se difundió sin problemas en todo el planeta y cómo se puede impedir a una enfermedad de ésta índole e inclusive recibir una reparación económica.

En vista de ello, Pekín controló la información interna y lanzó una campaña mundial destinada a condicionar la discusión de su gran responsabilidad al comienzo de la crisis, criticando a otros gobiernos.

Las relaciones entre Estados Unidos y China tuvieron una etapa de cooperación a partir de 1972, etapa en la que el presidente Richard Nixon se acercó a China por la desconfianza de ambos gobiernos hacia la exUnión Soviética. Esa reticencia llegó hasta hace unos quince años, proceso que explica por qué Washington fue determinante para su ingreso a la OMC, período en el que se transformó en la segunda economía del mundo.

En Occidente se pensó que China, al integrase al orden político y económico internacional, el régimen abriría sus mercados y privatizaría su economía, y que la expansión de la clase media y el mayor bienestar daría lugar a cierta liberación política. Esto no ocurrió. En los últimos tiempos se profundizaron los sistemas de control de los 1.400 millones de chinos y el Presidente, Xi Jinping, obtuvo más poder que sus antecesores.

La responsabilidad por el origen y la difusión de la pandemia se une a otros desarrollos, como la competencia tecnológica, para dar pie a perniciosos hechos geopolíticos que afectan a Estados Unidos y originan una competencia estratégica muy peligrosa: Pekín busca extender su soberanía en el Mar del Sur de la China y despliega sus crecientes capacidades militares cerca de Taiwán y en el Mar del Este de la China.

Además, intenta estrechar su control sobre Hong Kong, a pesar de las protestas, y se planta con actitud muy ambivalente respecto del programa nuclear y misilístico de Corea del Norte. En Xinjiang, región de los Uigures étnicos que practican el Islam, el Gobierno chino obligó a grandes poblaciones a migrar a campos de rehabilitación, violando elementales derechos humanos. Otros factores destacados de irritación son el actual acercamiento y la coordinación política con Rusia, cuyo Gobierno busca acotar el orden internacional existente y sus proyectos de infraestructura en los países que forman parte de su estratégico plan de cinturón económico e infraestructura caminera (“Belt and Road Initiative”).

Todos estos conflictos adquieren el carácter de pronóstico reservado y su evolución depende de quienes van a ser los próximos interlocutores de esta relación. Lo cierto es que en Estados Unidos ya existe un consenso bipartidario orientado a recortar la dependencia de Pekín en productos como los farmacéuticos y médicos, las telecomunicaciones, la alta tecnología e inteligencia artificial y las pautas destinadas a limitar el acceso de China a la adquisición de compañías o instalaciones estratégicas, tratando que sus aliados sigan las mismas políticas. O sea la visión espejo de la política china. Esta conducta, puede dar lugar a una respuesta muy poco racional y nada tranquilizante.

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