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Argentina “perdió” dos de las últimas cuatro décadas

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26 mayo de 2020

 Por Martín Vauthier

El 2019 tuvo la triste característica de cerrar la segunda década perdida de Argentina en las últimas cuatro. El año pasado, el PIB per cápita de Argentina a precios constantes fue apenas 1,9% superior al de 2009 (año en el que se combinaron la crisis subprime, una intensa sequía y el impacto de la Gripe A), configurando la peor performance en América Latina (después de Venezuela) en un contexto donde buena parte de los países de la región alcanzaron tasas sostenidas de crecimiento con estabilidad macroeconómica. Tomando un ejemplo, mientras en 2009 el PIB per cápita de Chile y Perú era equivalente a 106% y 53% del argentino, esos números crecieron a 131% y 74%, respectivamente, en 2019.

La falta de una moneda nacional y la recurrencia de las crisis generan que en Argentina los ajustes externos sean traumáticos en términos económicos y sociales, y el sector privado deba destinar cuantiosos recursos a adaptarse a la volatilidad, en detrimento de la inversión en mejoras en productos y procesos, fundamentales para generar y sostener ganancias de productividad.

En países con una moneda que funciona como referencia en la formación de precios, la corrección de desequilibrios del sector externo se da vía una depreciación nominal, que encarece bienes y servicios importados en relación a los de producción nacional, se sostiene en el tiempo dado el bajo traslado a precios internos y restaura el equilibrio externo con impacto limitado en el poder adquisitivo. En Argentina, el rol del dólar en la formación de precios genera que una devaluación nominal “dure poco” en términos reales, dado el rápido traslado a precios de no transables. En la medida que no se resuelven los factores detrás del ajuste externo, el precio del dólar sigue aumentando para sostener la depreciación real, generando inestabilidad financiera, huida del peso y forzando en muchos casos a la política monetaria a subir tasas de interés para intentar sostener la demanda de activos en moneda local, o bien a introducir restricciones crecientes en el mercado de cambios que terminan derivando en costos regulatorios y afectando la productividad del sector privado. Finalmente, al ajuste externo y monetario se suma el ajuste fiscal forzado por el salto en el ratio deuda a PIB (dada la alta ponderación de la deuda en moneda extranjera), la mayor carga de intereses derivada de las altas tasas y el impacto sobre la recaudación tributaria.

El shock de la Covid-19 encontró de esta manera a Argentina sin ahorros, fuera de los mercados de crédito y con una demanda de dinero muy débil, configurando un difícil punto de partida para intentar amortiguar los enormes costos generados por la pandemia y las medidas dispuestas para desacelerar la evolución de la curva de contagios.

No obstante, a pesar de las dificultades y lo incierto del escenario global, Argentina se encuentra frente a una oportunidad para revertir décadas de inestabilidad macroeconómica y débil crecimiento en un mundo que transita gradualmente hacia una nueva normalidad. Aunque las restricciones que se sostengan y las tensiones geopolíticas puedan impactar en una desaceleración del comercio de bienes, el país tiene la oportunidad de concentrarse en ganar mercados en segmentos que van a seguir teniendo demanda (como alimentos de alto valor agregado), y en sectores de servicios basados en el conocimiento, aprovechando la aceleración en el tránsito a la economía digital que generó la pandemia. Asimismo, aunque por los malos motivos, dispone de un enorme activo: los ahorros en billetes y depósitos de los argentinos en moneda extranjera ascendían a fines del año pasado a US$ 223.647 millones y eran equivalentes a 87 veces la inversión extranjera directa que recibió Argentina durante 2019, 7,2 veces el tamaño del sistema financiero en pesos y 2,4 veces la deuda pública con el sector privado en moneda extranjera. Generar la confianza para canalizar parte de esos fondos al sistema financiero y al mercado de capitales local brindaría la posibilidad de financiar un proceso de desarrollo, que debería estar basado en la inversión y las exportaciones, sin recaer en un nuevo ciclo de endeudamiento externo.

En el corto plazo, Argentina tiene una ventaja que pocos países tienen en medio de la pandemia: lograr un significativo alivio en el valor presente de su deuda, despejar el calendario de vencimientos y que ello signifique, paradójicamente, un shock positivo para su economía en términos de mejora en las expectativas y los indicadores financieros.

Adicionalmente, se requiere llevar adelante un programa económico que haga foco en la consistencia fiscal, monetaria y financiera para administrar los costos de la pandemia y sentar las bases para no volver a repetir errores una vez que comience la recuperación. Esto es, dejar en claro que el aumento en el déficit fiscal es transitorio (y no permanente) y que la emisión monetaria originada en el financiamiento de aquel será absorbida una vez que la demanda de dinero se normalice.

Construir una macro más estable, con una moneda en la que los argentinos ahorren y tomen como referencia nominal y con un mercado de capitales sólido, permitiría sentar las bases, junto a un esquema de largo plazo que encare las trabas que reducen el crecimiento potencial de la Argentina (estructura tributaria, inserción en el mundo, logística e infraestructura, etc), para ubicar de una vez por todas a la economía en un sendero de desarrollo sostenido y sostenible.

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