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29 abril de 2020

Por Guido Lorenzo Director Ejecutivo de LCG

La respuesta de todas las economías al shock recibido por el efecto del Covid-19 ha sido el intento de contrarrestar el shock de oferta negativo intentando sostener la demanda agregada. La mayoría de los macroeconomistas están de acuerdo en este punto.

Olivier Blanchard escribió que uno de los objetivos de la política fiscal es “ajustar la demanda agregada para que permanezca lo más cerca del producto potencial como sea posible”.

Los estímulos monetarios tampoco se ponen en duda. Evitar que se rompa la cadena de pagos es primordial y para ello se necesita liquidez. Maurice Obstfeld también se pronunció al respecto en el mismo trabajo mencionado.

El problema para Argentina es el punto de partida. La economía opera con tantas restricciones que no tiene espacio ni fiscal ni monetario para soportar que este shock sea duradero. La imposibilidad de colocar deuda hace que la única fuente de financiamiento sea la emisión monetaria en una economía que está operando en niveles elevados de inflación.

Existe una alternativa: repartir pérdidas “ajustando el cinturón”. Pero es inviable políticamente, e incluso no se puede justificar apelando a la solidaridad. El único intento del Presidente en esa dirección dirigido a empresarios no fue bien recibido. No existe una base de consenso tan amplia como para que el Gobierno encare esa alternativa y el riesgo político es elevado.

Habrá que asumir los riesgos de una política económica que va en la dirección contraria a la requerida dado el punto de partida. Se amplificará el déficit fiscal y se emitirá mucho dinero en el marco de una economía que está en medio de una negociación de la deuda pública externa y con los acreedores en moneda doméstica también reticentes a financiar la transición.

Pretender que en este contexto se presente un plan económico integral roza lo ridículo dada la incertidumbre que nos rodea. A pesar de ello, lo que sí quizás se puede esperar es que el Gobierno no pierda el norte cuando pase el temblor. El riesgo de enquiste de algunas medidas fiscales preocupan en este sentido.

Es momento de empezar a poner un ojo en cómo será la nueva política económica luego de los desbordes del balance fiscal y monetario. Para ello hay que tener una evaluación más precisa de cuál será el impacto en la actividad, la inflación y el resto de las variables. La extensión de la cuarentena más allá de lo previsto inicialmente nos obliga a modificar nuestras expectativas para 2020. La actividad caerá al menos 6,4% en 2020 y la inflación difícilmente se desacelere de los niveles del año anterior (proyectamos 54% anual promedio para 2020), pero con una tendencia en ascenso.

Ese escenario es bajo supuestos de un déficit de 5,1% del PIB financiado con emisión monetaria. Lo que implica un crecimiento de la base monetaria de al menos $ 1,5 billón. Como mínimo, 30% de este monto no puede ser bien digerido por la demanda de pesos. Los problemas se seguirán trasladando hacia el año siguiente.

Sobre este punto cabe la duda acerca del margen político que habrá en 2021, año electoral, para realizar los ajustes necesarios y resurgen los riesgos que conlleva no encarar la corrección requerida. Algunas variables como el tipo de cambio ya empiezan a reflejar la magnitud del desorden provocado (con la brecha entre el CCL y el dólar oficial en más de 70%) y ello nos pone una alerta hacia lo que viene. Creemos en ese sentido que el consenso será mejor que la discreción del presidencialismo exagerado. Un programa de estabilización con acuerdo de múltiples actores será necesario.

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